Aunque Marco Bellocchio es uno de los más valiosos realizadores cinematográficos en actividad y fue homenajeado este año en el Festival de Cannes (donde se exhibió su documental Marx puede esperar, sobre el suicidio de su hermano gemelo en 1968), su obra sigue siendo bastante ignorada, al menos en Argentina. Entre los cinéfilos de nuestro país su nombre quedó ligado a la controversia y la transgresión, pero es mucho más que eso: perspicaz, inquieto, audaz aunque lejos de la misantropía, en el fondo humanista, moderno como cineasta.
Nacido hace 82 años en Bobbio (Piacenza, Italia), de familia católica (con un padre abogado, madre maestra y varios hermanos), tras estudiar Filosofía en Milán se inicia en el cine, estudiando en Roma y Londres. Su tesis es sobre Michelangelo Antonioni y Robert Bresson, creadores que no parecen ser sus principales referentes cuando va afinando su estilo, mientras crece su compromiso como militante político con distintos sectores de la izquierda.
- Dos cortos y un mediometraje son los pasos previos a su primer largometraje Con los puños en los bolsillos (1965, I pugni in tasca), que llegó a las salas argentinas en agosto de 1969. El protagonista es un joven inmaduro cuya rebeldía se confunde con una evidente inestabilidad emocional y gestos de desvarío (Sandrino, un Lou Castel de mirada profunda y risa infantil). Incómodo con su universo familiar (que incluye una hermana ociosa y una madre ciega), parece siempre a punto de cometer algo grave: miente, juega a deshacerse de su familia, empuja a su madre a un precipicio, al reacomodar la casa se deshace agresivamente de una bandera de Italia tanto como de muebles y cuadros familiares. En esos años en los que proliferan jóvenes indóciles en el cine del mundo, Bellocchio aporta el suyo (habrá otros en sus siguientes películas) con este drama provocador no demasiado ambicioso, de perturbador final, con el que logra premios en los festivales de Venecia y Locarno.
- Otro sinuoso grupo familiar propone La cina e vicina (1967) –Premio Especial del Jurado y de la Fipresci en Venecia–, que se acerca a la sátira. Hay aquí tres hermanos: Vittorio (inexperto candidato a las elecciones administrativas por el socialismo), Elena (más interesada en sus amoríos que en la política) y Camillo (el menor, católico practicante). El primero, encarnado por Glauco Mauri, moviéndose con torpeza dando un discurso en la calle o intentando besar a su secretaria, representa determinadas formas de improvisación y dudosa honradez que constituyen el trasfondo de la política. El film transcurre en medio de bromas y discusiones que lo convierten en irregular y divertido testimonio de la época. Algo similar puede decirse del episodio Discutamos, discutamos del film Amor y rabia (1969, Amore e rabbia, con otros segmentos dirigidos por Jean-Luc Godard, Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci, Carlo Lizzani y Elda Tattoli), suerte de ejercicio teatral en un aula universitaria en el que supuestas autoridades docentes (incluyendo el propio Bellocchio y un joven que pasa de alumno a decano, barbas postizas mediante) debaten informalmente después de la irrupción de un grupo gritando consignas. En medio de las confrontaciones asoman un poster del Che, la lectura de un texto de Mao, reclamos a viva voz (“Poder estudiantil”, “Basta de frases triviales”), la quema de un libro (y la consiguiente acusación de fascista a quien lo hace) y un tono nada solemne, al punto de que los espontáneos intérpretes a veces ríen sin disimulo. El final con supuestos policías apareciendo a los bastonazos deja latente una inquietante moraleja.
- Sus tres siguientes largometrajes de ficción son cuestionamientos contundentes a la Iglesia Católica, el periodismo y el Ejército. En el nombre del padre (1971, Nel nome del Padre) sigue a Ángelo, un joven formado y con vocación de líder (Yves Beneyton) quien, al ingresar a una escuela religiosa en los años ‘50, siente que sus talentos son desperdiciados (“¿Estoy en el siglo equivocado? ¿Estoy soñando?” se alarma) enfrentando, como puede, a las autoridades, con la complicidad de algunos compañeros. La crítica a una educación basada en normas estériles comprende la figura de los padres. Por sobre la tendencia al grotesco (como lo demuestran una representación teatral sobre el Fausto de Brecht y personajes estrafalarios como un religioso que renunció a tener lengua), brotan reflexiones lúcidas sobre el regodeo morboso con la muerte de los ritos religiosos, sobre la fe en el estudio y la ciencia (“Esos libros sucios lo arruinaron” se lamenta Laura Betti como desquiciada madre de uno de los jóvenes) y sobre el rol de los sirvientes (los cocineros, con Lou Castel como espontáneo cabecilla, se rebelan e, incomprendidos, se resignan al ser echados de sus puestos: “Siempre puede encontrarse un trabajo como siervo”). Violación en primera página (1972, Sbatti il mostro in prima pagina) pone la mirada en los turbios intereses que circulan por el interior de un diario en consonancia con la política italiana, a partir de la noticia de la violación y asesinato de la hija de un reconocido profesor. “Los periodistas son peores que los policías” se queja Rita (Laura Betti en el personaje más atractivo, una mujer solitaria que conocía a la chica asesinada y vive rodeada de muñecas viejas, libros y papeles). Con el eje puesto en la intriga acerca de quién es el culpable del crimen y en la denuncia de la falta de escrúpulos de la prensa, es un referente del cine testimonial que era moda en Italia en esos años, con Gian María Volonté como protagonista y emblema. Las imágenes finales muestran el agua sucia con residuos corriendo por un canal en los márgenes de la ciudad, como obvia metáfora. Marcha triunfal (1976, Marcia trionfale), por su parte, hace de la experiencia de un joven durante su servicio militar un frontal encuentro con miedos y humillaciones. Un notable y muy joven Michele Placido (David di Donatello por esta actuación) expresa diferentes estados de ánimo mientras a su alrededor se suceden la prepotencia, los valores trastocados, las órdenes contradictorias, el intento de lograr un acercamiento con un superior (Franco Nero) y su engañosa mujer (Miou Miou), la esquiva fidelidad a sus compañeros. Como ocurre con varios colegas suyos europeos en esos tiempos (basta recordar el 1900 de Bertolucci), Bellocchio se muestra por momentos desmadrado, con estallidos de violencia que no excluyen la escatología y desangelados desnudos. Previsiblemente, Marcha triunfal se mantuvo oculta en la Argentina de la dictadura cívico-militar en la que acciones similares o peores aquí no eran ficción, en tanto En el nombre del padre pudo estrenarse en 1973 (durante la gestión de Octavio Getino al frente del Ente de Calificación Cinematográfica) y Violación en primera página llegó a las salas argentinas recién en abril de 1986.
- En los ’70 realiza también un documental y codirige otro, en torno a dos de sus pasiones o preocupaciones: la locura y el cine. En 1977 emprende una prolija versión para TV de La gaviota (Il gabbiano), de Anton Chejov, de menor interés que su versión de Enrique IV, de Luigi Pirandello, que dirige siete años después. El hombre que, tras caer de su caballo durante una fiesta de disfraces, sufre un desequilibrio mental provocando burlas, dudas y temores en quienes lo rodean, es interpretado por Marcello Mastroianni, pero no es lo único valioso del film: están también Claudia Cardinale, la música especialmente compuesta e interpretada por Astor Piazzolla, y elementos de puesta en abismo vinculados a la representación (teatral y pictórica), el paso del tiempo y las sutiles fronteras de la enajenación.
- Salto al vacío (1980, Salto nel vuoto) y Los ojos, la boca (1982, Gli occhi, la boca) son casi retratos familiares, con la atención puesta en los fogonazos entre los personajes, sobrevolando el delicado tema del suicidio. En la primera el reducido grupo familiar lo constituyen Mauro y Marta, hermanos de buena posición económica pero reprimidos y temerosos (convincentes Michel Piccoli y Anouk Aimeé, premiados en Cannes por estos trabajos), con una criada y un joven artista como contrapartidas vitales. Bellocchio ganó un David di Donatello por este drama, bastante sobrio a pesar de la complejidad de las emociones en juego (incluyendo la fascinación que le despierta a Mauro la idea del suicidio, tras saber que una vecina se arrojó al vacío desde su ventana). La otra es más desafiante, partiendo de hechos ligeramente autobiográficos: Giovanni (Lou Castel) regresa a la casa familiar para el funeral de su hermano gemelo, involucrándose con Wanda, su cuñada embarazada (Ángela Molina, definida por el tío que encarna Michel Piccoli como “una belleza sudamericana”), quien tiene raptos de enojo o alegría infantil similares a los suyos. Bellocchio acierta más en los trazos con los que delinea a ambos –por ejemplo al mostrar a Wanda comiendo un helado o una naranja– que al exponer las muestras de irritación un poco ridículas de su padre o el juego de simulación de Giovanni haciéndose pasar por su hermano para engañar a su madre (Emmanuelle Riva).
- La amistad del director italiano con Massimo Fagioli (psiquiatra, estudioso de la problemática de la enfermedad mental e intelectual de izquierdas) lo conduce a El diablo en el cuerpo (1986, Diavolo in corpo, versión de una novela de Raymond Radiguet), La visión de las brujas (1988, La visione del Sabba), La condena (1990, La condanna) y El sueño de la mariposa (1994, Il sogno della farfalla), las tres primeras impregnadas de un clima irreal e intenso erotismo. En El diablo en el cuerpo –levantada de las salas días después de su estreno en Argentina en febrero de 1987 por una denuncia, en tiempos en que una escena de sexo explícito generaba polémica– el amor apasionado entre un adolescente y Giulia, una muchacha comprometida con un ex terrorista, es atravesado por sensualidad y tragedia, en ambientes a veces desconcertantes (techos, terrazas o un amplio departamento deshabitado por los que los personajes se trepan, entran y salen como animales salvajes). Las actuaciones de Marushka Detmers (expresiva y explosiva como Giulia) y Anita Laurenzi (como su suegra), más los certeros toques musicales y la atmósfera virulenta, vigorizan este film imperfecto y extraño. En La visión de las brujas un joven psiquiatra empieza a ignorar a su novia al sentirse seducido por Maddalena (Béatrice Dalle), quien asegura actuar en nombre del diablo y provenir de otros tiempos: “Es una bruja, no una loca cualquiera”, le advierte un médico (Omero Antonutti). Una película sensitiva, atravesada por fuego, agua, bailes y sexo, en la que Bellocchio se mueve con libertad (en el empleo del fuera de foco, de la inquietante música y de ciertos efectos especiales). No fue estrenada en Argentina; tampoco La condena –a pesar de haber ganado el Premio Especial del Jurado en Berlín–, que hoy despertaría vehementes discusiones: tras quedar encerrada en un inmenso museo, Sandra (la enigmática actriz francesa Claire Neboit) inicia con un arquitecto (Vittorio Mezzogiorno) un ambiguo juego de resistencia-seducción, en el que por momentos no queda claro quién se aprovecha de quién (“De pronto tenía miedo de no sentir nada” dice ella, y cuando se desnuda él le pide “Ven, total ya me has violado”). Al orgasmo de Sandra –expresado con un primer plano de su rostro– le sigue un diálogo por el cual se siente engañada, tras lo cual el film traslada su acción a un juzgado. Lo controvertido del planteo (alguien dice, en un momento, “No es lo mismo forzarla que violarla”; el acusado lamenta “ser condenado por encontrar la belleza”) se cruza con la figura de la mujer como objeto sexual, evidente en las imágenes que asaltan al abogado defensor (el actor polaco Andrzej Seweryn), los cuestionamientos de su esposa y el excelente desenlace. El sueño de la mariposa, sobre un joven actor que debe interpretarse a sí mismo preocupando a su madre (interpretada por Bibi Andersson) por sus dificultades para hablar, es menos movilizante que las otras y tampoco se conoció en nuestro país; entre sus méritos pueden señalarse el trabajo de fotografía del griego Giorgos Arvanitis (premiado en el Festival de Gramado), la secuencia de un baile en penumbras y otra similar interrumpida por un terremoto.
- El príncipe de Hamburgo (1997, Il principe di Homburg) y La nodriza (1998, La balia) son dos transposiciones de textos previos –un clásico teatral de Heinrich Von Kleist y una novela de Pirandello, respectivamente–, dramas de época que Bellocchio encara con más serenidad que otras películas suyas, aunque con intensidad dramática. La primera acompaña el miedo de un príncipe a ser ejecutado, la otra a una nodriza analfabeta y “mujer de un subversivo” que se introduce en el ámbito de una familia burguesa. En los protagonistas de ambas películas (Andrea Di Stefano, Maya Sansa) se advierte la capacidad de asimilarlos a la actualidad, como si hubiera en ellos algo temperamental reconocible en jóvenes de fines del siglo XX. En ambas (de encuadres y transiciones rigurosamente planificados, excelente fotografía y música operística) asoman algunas formas de locura (en La nodriza Valeria Bruni Tedeschi, con su voz lánguida, aporta un estado de temor e indecisión casi permanente) y, una vez más, el valor del conocimiento y el respeto a las normas en contraposición a la pasión, la desobediencia, el instinto. El lastre novelesco o teatral, y algunos personajes insuficientemente definidos, no restan calidad a ambas producciones, sobre todo a La nodriza (David di Donatello a Mejor Vestuario), en la que ruedan frases como la que la protagonista dice cuando le preguntan por qué está preso su marido (“Amaba el desorden, o sea la política”), y con la que el cine de Bellocchio volvió a las salas de cine en Argentina después de más de diez años.
- En esos años realiza varios cortos y documentales para TV, al tiempo que inicia con renovada energía una etapa de grandes largometrajes. La hora de la religión (2002, L’ora di religione/Il sorriso di mia madre, Premio del Jurado Ecuménico en Cannes) remueve temas caros a Bellocchio a partir de la noticia que recibe Ernesto, un dibujante separado de su mujer (impagable Sergio Castellitto), respecto a los planes de la Iglesia Católica de beatificar a su madre asesinada por un hijo enajenado que blasfemaba. A Ernesto lo abordan recuerdos y ensueños (una bella profesora de Catequesis de su hijo puede ser la materialización de un deseo) mientras pendula sorprendido entre presiones familiares (“No juegues con el anonimato, no sirve de nada”, lo incita una tía sinuosamente simpática interpretada por Piera Degli Esposti, ganadora de un David di Donatello por esta actuación), los preparativos para la ceremonia y todo lo que escucha a su alrededor, desde el solitario pedido de su hijo a Dios para que lo deje en paz, o la aspiración de un personaje por una monarquía laica para contrarrestar el poder del Papa, hasta las consideraciones de un religioso ante los flexibles límites entre martirio, canonización, crueldad y santidad. El cariño de su pequeño hijo parece ser el cable a tierra de Ernesto, envuelto en esta especie de farsa o pesadilla en la que los cuestionamientos y lo absurdo de la trama no derrapan: probablemente sea una de las mejores películas de Bellocchio, aunque poco conocida en nuestro país. Se le parece, en buena medida, El director de casamientos (2006, Il regista di matrimoni, premios por Mejor Fotografia y Mejor Producción en Taormina), en la que un conflictuado camarógrafo (nuevamente Castellitto) atraviesa una serie de episodios insólitos, de alguna manera vinculados, en los que intervienen el casamiento de su hija, una denuncia de violación, un colega que se hace pasar por muerto para conseguir notoriedad, un oscuro conde cuya hija (de “belleza triste, de otra época”) le atrae, críticas al cine italiano, dudas sobre la vocación e incluso –a tono con la época– interrogantes acerca de los cambios de soporte en las películas. Como en La hora de la religión, el humor y la alucinación cubren la historia, que transcurre en opulentas locaciones.
- Así como en este film la acción es a menudo interferida por documentos audiovisuales diversos (una vieja película, registros de cámaras de seguridad), y en En el nombre del padre la historia suele fundirse con imágenes reales de la muerte del Papa Pío XII, en Buenos días noche (2003, Buongiorno notte) el secuestro y asesinato en 1978 del ministro demócrata cristiano Aldo Moro por miembros de las Brigadas Rojas es representado por una ficción con actores que se fusiona con imágenes documentales. El eje es Chiara (Maya Sansa), parte del grupo de jóvenes que secuestra a Moro, insegura al enfrentarse con manifestantes que suben a un colectivo, al conversar con un lúcido y transparente compañero de trabajo (Paolo Briguglia), o al espiar al hombre secuestrado (el gran Roberto Herlitzka, habitual en el cine de Bellocchio, premiado con un David di Donatello por esta labor). El film, discutido y premiado en Venecia, incluye en su banda sonora temas de la Misa Criolla del santafesino Ariel Ramírez tanto como de Pink Floyd, y ofrece uno de los mejores finales de la filmografía del director italiano, con Moro liberado caminando bajo la llovizna por la calle (sensación anhelante, para él y quizás para Chiara, que ciertamente no ocurrió).
- La ficción nutrida de la historia italiana y atravesada por registros documentales reales se aprecia igualmente en la poderosa Vincere (2008) y en Bella addormentata (2012). Vincere rodea la figura de Mussolini a través de Ida (Giovanna Mezzogiorno), mujer locamente enamorada de él que se obsesiona con mantener su atención y más tarde con recuperar a su hijo. En esta ocasión, Bellocchio apuesta abiertamente al melodrama, con una belleza majestuosa, actuaciones sanguíneas y algunas secuencias fascinantes (un par de exhibiciones cinematográficas, una de Ida lanzando cartas al aire trepada a las rejas del manicomio mientras cae la nieve, otra con el melancólico marco de un pesebre). Las referencias al fascismo (“Vi a Mussolini en la pantalla del cine y ha cambiado, parece un gigante”) van en paralelo con el calvario de Ida a lo largo de este largometraje que le valió a Bellocchio su segundo David di Donatello como Mejor Director, además de otros premios (aunque fue increíblemente ignorado por el jurado del Festival de Cannes). Bella Addormentata es un drama coral en torno a la eutanasia, relacionando el resonante caso de la joven Eluana Englaro con varias historias de ficción que se entrelazan, algunas más atractivas que otras: por sobre la de un médico empeñado en mantener con vida a una paciente adicta, o la de un político que duda si votar de acuerdo a sus convicciones o a lo que su partido le indica, se imponen –por su extrañeza y por encontrarse con cierta forma de locura– la de una actriz (Isabelle Huppert, conmovedora aún en su hieratismo) que vive rodeada de flores y espejos esperando que su hija despierte de su estado vegetativo (además con un hijo que la admira y se dispone a recitar un trágico texto en un momento culminante) y la de la hija del político (Alba Rohrwacher), repentinamente enamorada de un joven encargado de cuidar a un hermano alienado y posesivo. Por ahí aparece un psiquiatra que atiende a los senadores (Roberto Herlitzka), deslizando verdades con calma como cuando sostiene “La vida es una condena a muerte, esa es la verdad”. Como en Buenos días, noche, Bellocchio no juzga: despliega distintos puntos de vista conformando un cuadro humano palpitante, del que se desprenden puntas para el debate.
- Sangre de mi sangre (2015, Sangue del mio sangue) es su film más lírico de los últimos años, desdoblado en dos tiempos: el primero (con una mujer acusada de haber provocado el suicidio de un religioso en tiempos de la Inquisición) se sigue con la tensión que logran las grandes películas, en las que una mirada expectante y un gesto de más o de menos se ganan nuestra atención hasta casi hechizarnos; en el segundo (con un anciano enclaustrado que posiblemente provenga de épocas remotas, sutilmente perseguido en la actualidad), cierta falta de lógica merodea ámbitos misteriosos. Entre otras sorpresas, asoma en la banda sonora un tema de Metallica en la versión del coro femenino belga Scala & Kolacny Brothers.
- Si bien en los dos largometrajes de ficción más recientes puede asegurarse que Bellocchio no se traiciona, en comparación con su obra previa son más convencionales Felices sueños (2016, Fai bei sogni, realizado por encargo, sobre una novela de Massimo Gramellini en torno a un hombre que arrastra el trauma de la muerte de su madre desde su infancia) y El traidor (2019, Il traditore, biopic de un jefe de la mafia siciliana que decide huir para esconderse en Brasil).
Mucho habría para agregar de sus más de veinte largometrajes, que junto a sus cortos, documentales y trabajos para TV conforman una obra única, digna de ser explorada. Imaginar un ciclo de estas películas en una sala de cine, en estos tiempos, es casi una utopía; mientras tanto, decididamente vale la pena buscarlas y verlas o reverlas como sea, para analizarlas, disfrutarlas y discutirlas.
Por Fernando G. Varea