Acción, preocupación, aceptación

MISÁNTROPO
(To catch a killer, 2023; dir. Damián Szifrón)

Dejando de lado casos como el de Hugo Fregonese (otros tiempos, otro Hollywood), las experiencias de directores argentinos en Estados Unidos, en las últimas décadas, han dado como resultado productos mayormente híbridos, impersonales, cuando no truncos o frustrados: Adolfo Aristarain, Alejandro Agresti y Luis Puenzo han pasado por esas lides. Leopoldo Torre Nilsson, quien también dirigió películas para productores y con actores estadounidenses en los años ’60, reflexionaba posteriormente en una entrevista: «Al principio el productor norteamericano colabora en la realización del primer proyecto, pero ya después en el segundo quieren que empecemos a hablar en inglés y que hagamos las cosas que ellos quieren. Ahí se produce mi huida de esa línea que considero que me hubiera fagocitado». A pesar de todo, suele pensarse que los directores que logran insertarse en ese mercado Llegaron, lograron lo máximo a lo que pueden anhelar como cineastas. Ciertamente, tal vez sea ventajoso para ellos (por la posibilidad de trabajar con mejores presupuestos y por lo que implica en cuanto a crecimiento  profesional), pero a los espectadores no debiera importarnos otra cosa que las películas que hacen en esas condiciones.
Misántropo –calificativo que bien podría adjudicársele a Szifron, si hubiera que juzgarlo por las características de sus guiones para el cine– es un policial eficaz, y no habría mucho más para decir: genera suspenso, arroja de manera sagaz momentos de sobresalto y violencia, desliza saludables toques de humor. Es cierto que, como decía aquí al escribir sobre la exitosísima Relatos salvajes (2014), la atención que pone en las astucias del guion y el efecto sorpresa, además de su estética lustrosa, parecen responder más a los códigos de una serie televisiva que del cine, sin negarle pericia al todavía joven director. En Misántropo, desarrollando la búsqueda de un brutal francotirador en Baltimore, asoman suspicacias sobre intereses en juego de los organismos responsables de garantizar la paz social, así como sobre los motivos del desapego a la vida –propia y ajena– del hombre buscado. Esto último es interesante porque se sugiere, además, que Eleanor, la joven policía que termina involucrándose cada vez más en el caso (encarnada con corrección por la no muy carismática Shailene Woodley), tiene frustraciones en común con el asesino.
Lamentablemente, en su último tramo se suceden varias situaciones caprichosas o inverosímiles (la inesperada decisión que adopta la madre del asesino, por ejemplo) y Eleanor, que parecía que iba a patear el tablero y rebelarse, de una u otra forma, termina aceptando a regañadientes determinadas condiciones para ascender en su trabajo y negociando con el FBI. Tal vez haya en ese personaje algo del propio Szifrón, profesional competente y muy listo que debe pactar (o resignar) ciertas cosas para progresar.

Por Fernando G. Varea

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Bafici 2023: diversidad, divino tesoro

Tiempo atrás escribíamos aquí que uno de los motivos por los que puede ser valorado un festival es por las películas que programa y premia: en ese sentido, el BAFICI sigue siendo un evento necesario y disfrutable, a pesar de algunos reparos. Es que –más allá de que ya poco tiene que ver con el maravilloso vértigo de propuestas e invitados de hace unos quince años– la cinefilia sigue atravesándolo, saludablemente.
Los reproches que pueden hacérsele a su edición Nº 24 son las consecuencias poco disimuladas de un evidente recorte presupuestario (pandemia, crisis económica y decisiones institucionales fueron llevándolo a este achicamiento), pero también la transformación que, casi imperceptiblemente, fue afectando a algunas secciones (desaparecieron Derechos Humanos y Competencia Latinoamericana, en tanto el material reunido en el apartado Políticas mostró un forzado intento de evitar temáticas con las que no simpatiza la coalición que gobierna la ciudad de Buenos Aires). Cierta flexibilidad para el ingreso a las salas de los periodistas acreditados compensó la falta de funciones de prensa, y la programación, aunque acotada, supo ser lo suficientemente diversa como para generar entusiasmo en espectadores con distintas predilecciones: amantes del cine animado, la comedia o el terror, seguidores de la obra de directores que trabajan al margen de la industria, interesados en la exhibición de films de otros tiempos en copias restauradas, en cortos y largos, ficciones y documentales.
A continuación, mis opiniones sobre algunas películas que pude ver durante mi paso por el festival.
LO NUEVO DE TRES BUENOS DIRECTORES. En Trayectorias fue programada Afire, del alemán Christian Petzold (Bárbara, Ave Fénix, Transit, Undine), uno de los pocos directores de relevancia internacional de los que cabe esperar algo bueno con cada nuevo trabajo. Premiada recientemente en Berlín, Afire divierte con un personaje curioso dentro de los que habitan la filmografía de Petzold: un joven algo reprimido y dubitativo (interpretado por Thomas Schubert), envuelto en un encadenamiento de imprevistos y equívocos en los que intervienen un amigo, la mujer que cuida la casa de verano donde pasan unos días (la luminosa Paula Beer) y un cuarto personaje que suma ambigüedad a la trama. El temor del protagonista a desenvolverse con espontaneidad, a dejarse llevar por demostraciones de afecto y por la propia naturaleza que lo rodea –excusándose con el cumplimiento de sus obligaciones–, deriva en situaciones graciosas sin descender a la burla, sobrevolando cierto encantador desconcierto. Un film serenamente bello, apenas misterioso, en buena medida alegre, con un tramo final que reúne hechos demasiado realistas y precisos para lo que se venía contando.
La francesa L’Envol (o Scarlet), dirigida por el italiano Pietro Marcello (La bocca del lupo, Martin Eden), que pasó por la Quincena de Realizadores de Cannes y pudo verse en Bafici también en Trayectorias, parte de un texto de Alexander Grin para plasmar la historia de una niña que crece en un ambiente rural junto a su padre, endurecido por su experiencia durante la Primera Guerra Mundial, y una vecina (excelente Noémie Lvovsky). Un drama que seduce enormemente con su belleza impresionista, las alternativas que van viviendo sus personajes (sobre todo su heroína, encarnada en su juventud por la bella Juliette Jouan), y el sutil poder que sugieren oficios nobles como el canto y la elaboración de juguetes de madera. Arriesga más al combinar materiales (breves fragmentos documentales insuflando realismo, música en momentos imprevisibles) que al forzar un encuentro en el desenlace.
Passages no solo formó parte de Trayectorias sino que el propio director, el estadounidense Ira Sachs (Por siempre amigos, Frankie) estuvo presente. En principio, el largometraje –preestrenado este año en Sundance– propone un triángulo amoroso entre un impulsivo cineasta (el alemán Franz Rogowski, habitual en el cine de Petzold), su marido (el británico Ben Whishaw, de Ellas hablan) y una maestra (la francesa Adèle Exarchopoulos, de La vida de Adèle). Pero si bien lo romántico, e incluso lo erótico, tienen su importancia en el relato, queda claro que a Sachs le interesó ir más allá, atraído por los vínculos entre estos seres frágiles pero decididos (a los que se suman circunstancialmente los padres de la chica y un cuarto en discordia), como si tuvieran vida propia. El que encarna Rogowski puede representar inmadurez, egoísmo, independencia o una suerte de recorte generacional: Passages estimula la discusión, y aunque podría inclinarse hacia el melodrama, por momentos parece preferir la comedia, o al menos una falta de gravedad y crueldad que se agradece, lo mismo que el hecho de evitar una puesta en escena chata o, digamos, televisiva.
CINE ARGENTINO: SELES, FARINA, LLINÁS. El premio a Mejor Largometraje de la Competencia Argentina fue para Terminal Young, escrita, dirigida y editada por Lucía Seles, alguien cuya personalidad y obra resultan atractivos para un festival como el BAFICI; de hecho ya tiene admiradores aunque sus películas anteriores no trascendieron mucho más allá de espacios porteños como la Sala Lugones. Terminal Young puede apreciarse como continuación o desprendimiento de trabajos previos, o no (como fue mi caso). Apenas empieza, se percibe que se trata de varios personajes relacionados entre sí, quienes, entre conversaciones nerviosas y tensas acciones cotidianas, hacen lo que pueden con sus vidas. La agitación de la cámara, tanto como algunos topetazos del montaje, son funcionales con el propósito de jugar con la inestabilidad emocional de estos seres que incluyen un treintañero inocentón y su madre (impagable Susana Pampín), una tenista de tendencias agresivas y otros, todos creíbles aunque lo que dicen y hacen se desliza ligeramente desde el realismo hacia un humor absurdo, medio inesperado. Sorprende que la atención que Salas deposita en gestos, miradas y repetición de algunas frases o lugares comunes (que tal vez todos tengamos) encuentre un apoyo tan admirable en sus actores y actrices, que bien podrían haber merecido un reconocimiento del jurado. La secuencia en la que distintos invitados van llegando a una reunión de cumpleaños, por ejemplo, demuestra una gran capacidad para manejar una supuesta o real improvisación. El recorrido en automóvil de dos de los personajes por puentes de Buenos Aires escuchando podcasts es otro condimento de este film con ecos de cierto Agresti, Martin Rejtman o el Daniel Burman de El abrazo partido (2004), aunque sin parecerse demasiado a alguno de ellos, con el discutible agregado de informales textos sobreimpresos en determinados momentos.
En Los convencidos, el joven y muy activo Martín Farina registra conversaciones a lo largo de una hora, en blanco y negro (salvo un fugaz momento en color en el que se alude a una película de Alfonso Cuarón), dividiendo el conjunto en cinco capítulos. En seguida surge una inquietud: ¿qué hacer cuando se está ante personas que no conocemos hablando o discutiendo? Una opción podría ser detenerse en sus miradas, gestos, risas y movimiento de sus manos; otra, prestar atención a lo que dicen y la convicción con la que lo dicen: teniendo en cuenta estas posibilidades, los dos últimos episodios resultan más simpáticos. En esas charlas asoman temas indudablemente importantes (capitalismo, monopolio, abusos sexuales), pero también diferentes grados de paciencia y apertura al diálogo, e incluso cierto larvado machismo. Un ejercicio de observación de usos y costumbres, un sencillo experimento, lejos del imaginativo despliegue audiovisual del anterior film de Farina, El fulgor (2022).
Clorindo Testa, por su parte, resulta más un show de módicos gags a cargo de Mariano Llinás en su casa y adyacencias junto a amigos y familiares, más algunos recuerdos de su padre Julio, que un documental sobre el arquitecto en cuestión. Bosqueja una crítica a una nota periodística del diario La Nación sobre Testa para finalmente ceder a la posibilidad de que lo escrito allí tiene lógica, y se cuida (como ocurre, de otra manera, en Argentina 1985, de la que fue guionista) de que no parezca un film antiperonista, pero sus principales problemas son otros. Al sostener que no quería hacer un documental sobre su padre “de esos en los que se sacan fotos y cartas de una caja”, ningunea a varias hermosas películas de ese tipo (como Carta a un padre, de Cozarinsky) y se despreocupa de poner en práctica esa ambición sin declamarla infantilmente. Por otra parte, la película de Llinás le escapa a la didáctica pero resulta egocéntrica y trivial, con chistes que parecen dirigidos a sus fans, que (en CABA, al menos, a juzgar por la sala colmada de la Alianza Francesa donde pude verla) no parecen ser pocos. El premio a Mejor Largometraje que obtuvo, teniendo en cuenta que casi todos los años El Pampero (la productora que integra) se lleva alguno, termina poniendo en duda el hecho de que el BAFICI procura descubrir, y recompensar, a nuevos valores.
DOS DE LA COMPETENCIA INTERNACIONAL. La portuguesa Índia, dirigida por un director de extraño nombre (Telmo Churro), es un recorrido por sitios y museos de Lisboa –con la excusa argumental de un guía turístico que, junto a su padre, debe acompañar a una turista brasileña– que emplea con libertad recursos creativos, oscilando entre la nostalgia y un tímido humor absurdo, pero sus voces en off y la dudosa efectividad de algunos chistes la tornan monótona. La chilena Muertes y maravillas, en cambio, escrita, dirigida y editada por Diego Soto, es igualmente mansa pero deja un efecto más persistente, siguiendo a tres jóvenes amigos que reparten su tiempo en vagabundeos varios, acompañando a un compañero enfermo (cuya muerte es sugerida con una admirable elipsis) e interesándose por la poesía después de descubrir un libro, lo cual no impide que un personaje diga, por ejemplo, Acá en Chile los precios son más altos que los salarios. Sensible film menor, amable con el espectador, obtuvo un Premio Especial del Jurado.
UN RESCATE, DOS CORTOS. En homenaje al centenario del nacimiento de la escritora y guionista rosarina Beatriz Guido, hubo una exhibición de objetos (libros, afiches) y la proyección ¡en 35 mm! de La casa del ángel (1957), La caída (1959) y El secuestrador (1958): tuve la oportunidad de ver esta última en una de las salas del Centro Cultural San Martín, intensa experiencia por los méritos del film, su valor histórico y la fortuna de apreciarla en esas condiciones, sumándose la satisfacción posterior de ver a un grupo de adolescentes de ambos sexos, eufóricos con lo que acababan de ver.
Entre los numerosos cortos que formaron parte de la programación, vale destacar los de dos artistas audiovisuales de valiosa trayectoria: Ernesto Baca y Gustavo Galuppo Alives.
En Fragmentación de un paisaje patagónico, Baca combina un breve poema de Roberto Santoro con material en super 8 misteriosamente encontrado bajo el rótulo Viaje a Puerto Stanley, 1981, es decir, antes de la Guerra con el Reino Unido. Un sugestivo ejercicio experimental de apenas tres minutos.
De Galuppo –único rosarino en esta edición del BAFICI, exceptuando la ya mencionada Beatriz Guido y Cristina Zaccaría Soprani, que da su testimonio sobre el legendario film de su padre El hombre bestia en Otra película maldita, documental sobre el cine de terror en Argentina– se exhibió Íntima, parte de una serie de obras realizadas a partir de impresiones en papel intervenidas materialmente. No mires, repite al comenzar (como le decía el protagonista de Tesis a Ana Torrent en una escena crucial de esa película), Siempre vuelven. Acá están. Yo te previne. La acariciante voz de GGA, inquietando con advertencias y reflexiones sobre espectros y demonios, acompaña una sucesión de imágenes editadas con una sofisticación sorprendente, superior incluso a trabajos anteriores suyos. Reverberaciones de las primeras experiencias del cine y del género de terror, con una banda sonora en la que rock y música amenazante se combinan con risas infantiles, más interrupciones que insinúan ataques, transmiten realmente una sensación angustiante. En la segunda de sus sesiones, suspiros (y sobre todo, escuchar la palabra besos) suavizan el atormentado ánimo que impera en el corto, perturbadoramente bello.

Por Fernando G. Varea

Un mapa del cine en super 8 en Argentina

SUPER 8 ARGENTINO CONTEMPORÁNEO
(Paulo Pécora; Editorial Biblos; 2022)

El universo de las creaciones en super 8 sugiere un agitado cruce de colores, formas, texturas y sonidos, como si se tratara de algo vivo, en permanente movimiento, libre de condicionamientos. No es fácil lograr que un libro exprese cabalmente esos vaivenes, esa belleza escurridiza. Super 8 argentino contemporáneo (publicado por Biblos con apoyo de la Universidad del Cine), sin embargo –a través de abundante información y entrevistas a varios realizadores–, consigue plasmar una visión suficientemente abarcadora y rigurosa sobre la producción en ese formato en nuestro país, desde sus comienzos en la década del ’60 hasta la actualidad.
Su autor, Paulo Pécora (cineasta, periodista, dibujante y docente), no solo demuestra haber investigado en profundidad el tema: en su libro se percibe también admiración, respeto y cariño por tantos colegas de distintas generaciones. En cierta manera, al reunir y compartir estos testimonios y experiencias ajenas, Pécora habla también de sí mismo, de lo que le apasiona. En el prólogo, Gustavo Galuppo Alives expresa ese estado de ánimo, al señalar que “en la base de estas prácticas parece no haber tantos individuos aislados dispuestos al combate, sino grupos, asociaciones, afinidades, amistades”, destacando “un aire festivo que se deja respirar”.
El libro revela, entre otras cosas, el vínculo del cine en super 8 con el rock, la importancia de eventos como Uncipar y los encuentros en Cipoletti, así como los aportes de decenas de artistas plásticos y cineastas. Entre los diversos nombres que el autor va mencionando aparecen algunos que incursionaron en el cine de ficción con actores profesionales (Jorge Polaco, Pablo César, Benjamín Naishtat, curiosamente Juan José Campanella) o que han podido estrenar largometrajes en festivales y salas alternativas (Ernesto Baca, Raúl Perrone, Leandro Listorti); también autores de cortos y mediometrajes cercanos al cine experimental (Pablo Mazzolo, Pablo Marín, Mario Bochicchio, el pionero y siempre activo Claudio Caldini).
En la publicación no faltan referencias a películas recientes con secuencias en Super 8 (El rey del Once, Vuelo nocturno, El silencio es un cuerpo que cae, Piazzola, los años del tiburón, y otras), a precursores como Juan José Gorasurreta, a Emanuel Bernardello (quien, después del desplazamiento que sufrió el Super 8 por el auge del video analógico, ayudó a que resurgiera importando película y revelándola en su propio laboratorio), a santafesinos como Mario Piazza, Rubén Plataneo y el colectivo Nibelungos (que integraban Esteban Tolj, Pablo Romano y Mariana Wenger).
Entre los datos acumulados y los recuerdos de los entrevistados, asoma el aliento lúdico y la sensación de riesgo con los que los superochistas –término que el mismo libro pone en discusión– fueron gestando sus obras. Es que, si bien han recurrido muchas veces a contenidos vinculados al contexto social y político (Pécora da cuenta de algunos trabajos realizados durante la última dictadura en Argentina representativos de esa época oscura), otras son las búsquedas a las que parece empujar el formato, surgiendo ideas como la de un “cine sin cámara” y proyecciones poco convencionales, generalmente poniendo en evidencia el mecanismo propio de las mismas, acompañando recitales o incluso proyectándose varios materiales al mismo tiempo.
Como se desprende de algunas anécdotas, no siempre la libertad que suponen estos trabajos los lleva a ser bien recibidos por cierto público, pero no está de más la luminosa reflexión deslizada por la legendaria Narcisa Hirsch, que Pécora rescata: ver una película como si fuera un viaje a otro país.

Por Fernando G. Varea

Sensible crónica de otro niño solo

RINOCERONTE
(2022; dir. Arturo Castro Godoy)

El comienzo no puede ser mejor: cuatro o cinco planos fijos sucesivos en los que, con pocos elementos, sin textos ni diálogo, se expresan elocuentemente características de la vida diaria y rasgos personales de Damián, preadolescente a la deriva. Ya desde allí, Castro Godoy (realizador venezolano residente desde chico en la ciudad de Santa Fe, donde está filmada la película) hace un uso admirable del sonido y el fuera de campo, respetando siempre el punto de vista del pibe en cuestión: a su padre, por ejemplo, se lo oye sin que se lo vea, como tampoco hay primeros planos de los adultos con los que Damián interactúa de diferentes formas, desde un chofer de colectivo hasta los asistentes y especialistas que lo acompañan y contienen en un hogar de tránsito. Solo cuando empieza a confiar en un amigo de su edad y un terapeuta (Diego Cremonesi), aparecen primeros planos de esos rostros, además de algunas conversaciones menos problemáticas, resueltas con delicada tensión.
Las películas de ficción de Castro Godoy cuentan historias de manera clásica y cronológica, con el eje en los conflictos que sobrellevan la paternidad, la institución familiar y el vínculo entre chicos y adultos. Tanto en El silencio (2016) y en Aire (2018) como aquí, ciertos intérpretes conocidos se cruzan con otros que no lo son, sin que eso dificulte la verosimilitud general; en este caso, además, como en El silencio, una secuencia emotiva permite que temores o sentimientos contenidos estallen en el tramo final, sin ceder a un desborde lacrimógeno.
A Rinoceronte –título que, en principio, alude a un juguete y al dibujo en una pared– debe agradecérsele el pudor y la sensibilidad con los que cuenta una crónica dura, recurriendo a detalles simples y oportunos. Aunque uno desearía que Damián recibiera mayores explicaciones de los adultos para entender su situación, y a pesar de que el relato del pasado del terapeuta puede sonar algo forzado, no son pocos los aspectos estimables del film: la combinación de comprensión, paciencia, resignación y cansancio de los adultos del hogar de tránsito (interpretados con precisión por Cremonesi, Eva Bianco y otros), la sutileza al mostrar –como distraídamente– las cicatrices en el cuerpo de Damián o su sorpresa ante algo tan poco habitual para él como el perfume de un jabón, la inteligente decisión de no recargar con música los climas logrados por ciertos diálogos. Damián habla poco, pero dice mucho: ¿Quéres volver a tu casa? ¿No te fajaban a vos? se sorprende su amigo; Sí, pero era mi casa, responde Damián.
Entre los aciertos debe mencionarse el notable trabajo de dirección actoral con los niños, destacándose Vito Contini Brea como Damián, expresivo en cada uno de sus movimientos, su desaliño, su parquedad y su mirada (conmovedora la escena en la que vuelve a ver su casa). Desde ya, cuando el próximo año aparezcan las nominaciones a los Cóndor u otros premios destinados al cine argentino, sería justo que Contini Brea compita como Revelación Masculina de igual a igual con Santiago Armas Estevarena, el recordado Strasserita de Argentina 1985 (2021/2022, Santiago Mitre).

Por Fernando G. Varea

El cine argentino tiene quien lo discuta

Tanto en sus documentales (M, Tierra de los padres, Adiós a la memoria) como en sus escritos, Nicolás Prividera cuestiona, discute, desliza interrogantes al tiempo que plantea sus opiniones, fundamentándolas con lucidez. El hecho de que su madre haya sido secuestrada y desaparecida en marzo de 1976 –cuando él tenía apenas cinco años– seguramente influye en su necesidad de reflexionar insistentemente sobre la memoria y los conflictos que atraviesan la historia de nuestro país. En los últimos años, entre sus preocupaciones se encuentra el rumbo que ha ido tomando el cine argentino, expresándose en textos difundidos en distintos medios y en dos libros: El país del cine – Para una historia política del nuevo cine argentino (2014) y Otro país – Muerte y transfiguración del nuevo cine argentino (2021), ambos publicados por Editorial Los Ríos. Sobre este último (que dedicó a David Viñas y Horacio González, “maestros en la lectura dramática de la historia argentina”) hablamos con él.
– ¿Cómo surgió tu interés por escribir sobre cine?
– En realidad, yo empecé a escribir antes que a filmar. Hacía crítica de cine en Cineísmo, uno de los primeros sitios que existieron cuando recién aparecía internet. Inevitablemente fui decantando por el cine argentino porque es mi tema. Debería ser el tema de todos los cineastas argentinos, aunque uno no espera que todos se pongan a escribir sobre esto. Para mí fue natural, creo que la relación entre la crítica y la realización es un ida y vuelta. Incluso fue natural seguir escribiendo después de haber filmado. La mayoría no sigue ese camino, y no solo acá: pienso en tipos como Godard o Truffaut, que empezaron en la crítica y después, de alguna manera, fueron abandonando la escritura. Pero pensar el cine es consustancial al propio trabajo del cine. Además, los que no somos prolíficos ni estamos metidos en una lógica industrial, cada tanto con suerte podemos hacer una película, mientras que escribir podemos hacerlo siempre. Mis libros, sobre todo el primero, fueron productos más aluvionales. Otro país… ya lo fui pensando como un segundo tomo, tejiendo de modo más consciente la relación entre presente y pasado. Esto significó también redescubrir un montón de películas que no había visto, porque nadie nace sabiendo ni habiendo visto todo. Yo pertenezco a esa generación que no solo no veía cine argentino clásico sino que en general lo despreciaba, así como nuestros abuelos de los años ’60 despreciaban ese cine previo. Lo descubrimos después.
– ¿Y por qué darle tanta importancia a este “nuevo cine argentino” de los años ‘90?
– Yo soy parte de la generación del ’90 y por lo tanto parte de ese cine, aunque lo critique de alguna manera. En todo caso, soy un cineasta crítico dentro de su propia generación. También porque soy un hijo de los ’70, literalmente. Creo que hay una generación innominada en el cine argentino que es la de los ’80. La del ’60 a veces llega hasta los ’70 –porque se habla de generación del ’70 en política pero no en cine– y después se salta al “nuevo cine argentino” de los ’90. Pero en el medio hay un montón de cineastas que conforman esa generación: Alejandro Agresti, Martín Rejtman, Ana Poliak, Juan José Campanella. Son muy diferentes, aunque si uno busca la unidad creo que se encuentra en que fueron adolescentes o muy jóvenes durante la dictadura y eso está, de un modo u otro, presente en sus películas.
– En tu libro sostenés que Aries tuvo sus mejores y peores exponentes en los años ‘80. Yo pensaba si los mejores no serían algunas películas de Fernando Ayala de los ’60 o La Patagonia rebelde (1974, Olivera).
– Probablemente yo haya estado pensando en Adolfo Aristarain. Después de hacer las películas de Porcel y Olmedo y cosas sinuosas, la gran apuesta de Aries fue Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982). También Plata dulce (1982, Ayala), donde se ven los efectos del neoliberalismo en la subjetividad. Probablemente esa sea una de las primeras películas, junto con La parte del león (1978, Aristarain), donde aparece la idea de salvarse, de vender a cualquiera para hacerse de un botín, algo que examina muy bien Marcela Visconti en su libro Cine y dinero. Esto más allá de si Plata dulce era buena o mala. No hace falta que sea una gran película, lo importante es que estaba abierta a lo que sucedía, dejando un registro de eso. Algo que al cine argentino más reciente le cuesta mucho hacer, si es que lo hace, de un modo por lo menos consciente.
– Entre los cineastas que destacás en tu libro están Fabián Bielinsky (decís incluso que Santiago Mitre no llega a ser su heredero) y Lucrecia Martel. Cuestionás bastante, en cambio, a Martín Rejtman.
– El problema con Bielinsky es que su muerte cerró su obra, si bien era una obra abierta. Uno se pregunta qué estaría filmando hoy, porque sus películas eran medio dialécticas. Nueve reinas (2000), con todo ese mecanismo de guion y de cine clásico, es más argentina que el dulce de leche. Esto se nota con la traslación que hicieron los norteamericanos, que no funciona en ningún sentido. Hay algo allí que tiene que ver con el retrato de un momento, incluso profético si se piensa en la escena final del banco, pre 2001. El aura (2005) es más abstracta, es una película sobre el ver, sobre las miradas, más Blow up (1966, Antonioni). Tiene que ver con la percepción. Además Bielinsky, junto con Campanella, fueron los directores que de alguna manera refundaron un cine industrial sólido. En cuanto a Rejtman, el problema es el equívoco respecto de su cine. Incluso un crítico sagaz como Emilio Bernini, de modo inexplicable para mí, habla de “la poética de la abstención”. Y uno ve que el sistema Rejtman empieza a chirriar, si somos sinceros y no solo fans. Porque Dos disparos (2014) no es lo mismo que Rapado (1994). Esos adolescentes lánguidos de 1994, trasplantados a 2014 ya no funcionan. En todo caso funciona más la parte de los padres, que son de la generación de Rejtman. Ahí hay una mirada más sarcástica, que es lo más interesante. En ese sentido, su gran película para mí es Los guantes mágicos (2003), donde más aparece filtrada la realidad política, con personajes cercanos a la propia generación de Rejtman y a su propio presente. Es una película muy crítica hacia la clase media argentina, su deriva cultural, social, política y económica, si recordamos el personaje que se quiere salvar precisamente con los guantes en cuestión, importados de no sé dónde. Uno podría ponerla en esa serie imaginaria junto con Plata dulce o incluso antes, La calle grita (1948, Demare), entre los pocos ejemplos que hay en el cine argentino de ficción. Y en cuanto a Martel, yo la veo como una hija de Nilsson y Favio.
– Con su mirada de mujer, que no era tan manifiesta en la obra de ambos, salvo que uno lo piense por el lado de Beatriz Guido. Es una de los aportes del cine de Martel ¿no?
– Y claro, desde ya.
– En tu libro analizás también el rol de la crítica, objetando, por ejemplo, que la revista El Amante hiciera del “antiintelectualismo su bandera”, o que ciertos críticos en la actualidad elogien una película porque “es política y de la buena” o porque no está “politizada”.
– Alguien debería hacer una tesis sobre el derrotero de El Amante, en relación a la realidad política y qué pasó con lo que era su línea editorial, dónde empezaron y dónde terminaron sus plumas más recordadas. Ahora algunos de ellos escriben en Seúl, el órgano del macrismo, la derecha o como le queramos llamar. Antes había un blog llamado Los trabajos prácticos donde estaba Hernán Iglesias Illa (director de Seúl, funcionario macrista y escriba en las sombras de Macri) y algún que otro Amante como Gustavo Noriega. Revisando esos textos uno podría ver esa deriva, qué fue de cierto progresismo. Desde ya, en los años ’90 era fácil ser antimenemista: ahí se juntaban los antiperonistas, la izquierda… Estábamos todos en una misma vereda. Después del 2001, y sobre todo a partir del kirchnerismo –que fue un nuevo avatar del peronismo pero un avatar de centro izquierda, así como el menemismo había sido de centro derecha, muy cercano en términos de lógica económica y cultural a lo que fue y es el macrismo y sus adyacencias–, se generó la famosa grieta, que no es nueva en la historia argentina pero que, de alguna manera, ordenó el campo cultural e intelectual. Insisto en que habría que buscar esas viejas revistas de El Amante y empezar a ver ahí esos signos. Aun cuando había notas políticas como una que escribió en plena crisis del 2001 Quintín, que hoy uno firmaría. El que no la firmaría es él… La tendencia al impresionismo o la crítica subjetiva, el cahierismo en el peor de los sentidos (el de la opinión fuerte a veces con argumentaciones no muy sólidas pero dichas a los gritos, digámoslo así), eran características de la revista junto con la vocación de discusión, paradójicamente. Tenía una línea editorial en la que se atacaban y defendían ciertas cosas, con el cine argentino como una de las cuestiones centrales. Hoy no veo en la crítica de cine, ni en las revistas de papel ni en las digitales, una línea editorial tan precisa ni una reflexión constante en relación a la problemática del cine argentino.
– En uno de los comentarios de tu libro señalás que el INCAA “mal o bien, prohijó la nueva época de oro que tuvo el cine argentino durante los últimos veinte años” ¿A qué te referís?
– Claramente, en términos de producción hubo una cantidad de películas producidas o filmadas –ni hablar de documentales, que literalmente explotaron– por lo que puede decirse que nunca se filmó tanto como en los últimos veinte años del cine argentino. Si en el futuro se sigue filmando tanto será considerado algo normal, si no es así quedará como época de oro como lo fue aquella en la que también había una producción sostenida básicamente, más allá de la calidad de las películas.
– Al escribir sobre La flor (2018, Llinás) decís que allí “todo es posible salvo la realidad”.
– Sé que la palabra “realidad” puede tener muchos sentidos, yo la pienso en referencia a David Viñas y Literatura argentina y realidad política, un libro sobre cómo la literatura expresó la realidad argentina. La flor es una película de una ambición y una desmesura total. Uno imagina todas las películas posibles que podrían estar en La flor. Podría durar más horas o ser infinita, y aun así probablemente estaría faltando lo que llamamos la realidad. Por supuesto que la época siempre se va a leer en una película, aunque sea por las pintadas que aparecen en las calles, o incluso por las no referencias, pero uno puede ver La flor en cualquier momento, o dentro de cincuenta años, y será siempre una suerte de burbuja. Hay referencias temporales pero son foráneas, las locales son las que más hacen ruido. Como el episodio de los cantantes: parecerían ser los primeros ’80, pero evita la referencia concreta como si eso pudiera perturbarla.
– El año pasado, tres revistas concretaron una encuesta de cine argentino, muy celebrada y discutida, después de la cual Fernando Martín Peña llevó adelante exhibiciones de las películas más votadas, que fueron muy concurridas.
– Todo es bienvenido. Pero no sé si proyectar Los paranoicos (2008, Medina) en el Malba aporta mucho para repensar la historia del cine argentino. En relación a la formulación de la encuesta yo escribí una larga nota donde creo que quedó bastante claro lo que pienso. Con otra encuesta reciente, organizada por Sight & Sound, pasó algo parecido. Está bien ampliar la cantidad de votantes, pero tenés que darles reglas muy precisas para que no se convierta en algo sin eje. En la de cine argentino se votaron tantas películas de la década del ‘50 como del 2020 para acá. Tal vez una regla podría haber sido no votar películas de los últimos cinco años o no autovotarse. No estoy en contra de abrir la encuesta más allá de la gente que supuestamente tiene algún saber sobre el cine argentino, al contrario, pero entonces hagamos una encuesta pública por internet y que vote cualquiera. Seguramente saldría primera Esperando la carroza (1985, Doria) o cosas así, y está muy bien, serían las películas más populares. Pero una lista que intenta pensar un canon de las películas más recordadas, o que por algún motivo consideramos mejores (no porque lo sean, eso objetivamente no existe), permitiría conocer la mirada que un grupo tiene sobre el propio campo, digamos. Eso sería interesante. La encuesta que hicieron me parece que está viciada porque aparecen películas medio inexplicables por esa cosa de los fans, que pueden tener Los paranoicos o Silvia Prieto (1999, Rejtman). Otra cosa que denota es la falta de conocimiento del cine argentino de décadas previas por parte de muchos votantes.
– Vos has dicho que los resultados de esa encuesta deberían aprovecharse para debatir.
– Para eso son las encuestas, supongo. Pero hasta ahora no ha sucedido. Y algo peor: hay muchas de las películas más antiguas, o previas a las contemporáneas, sobre las que no tendremos opiniones de sus realizadores y nadie les fue a preguntar nada en vida. Y no nos tenemos que ir tan lejos ¿eh? Se sigue muriendo gente a la que nadie ha ido a entrevistar. A pesar de que tenemos más estudiantes de cine en Argentina que en otros países de América Latina y probablemente de Europa, todo ese interés por el cine argentino no se traduce en estas cosas. En una de esas revistas digitales entrevistan por ejemplo a docentes, todos en general bastante jóvenes, mientras uno diría que tal vez sea más urgente ocuparse de los pocos sobrevivientes que quedan del cine argentino de los años ’60 y ‘70. Cuando se mueren, uno se lamenta que nadie les hizo una entrevista en profundidad: pasó con Solanas, con Favio mismo. Está el libro de Adriana Schettini, que es de los años ’90 y que tampoco agotó todo lo posible de ser preguntado… Nadie se tomó tampoco el trabajo de hacer un equivalente argentino de la serie francesa Cineastas de nuestro tiempo.

Por Fernando G. Varea

Los espacios de la memoria

LA CASA DE LOS TÍOS
(2022; dir. Verónica Rossi)

Las primeras imágenes lucen difusas, de colores disgregados, hasta que el sonido permite advertir que se trata de la proyección de viejas diapositivas. Las personas que empiezan a aparecer allí van siendo reconocidas, no sin sorpresa, por Mariano –quien luego irá acompañándonos con su presencia y su voz en off– y sus hijos (un varón y una nena avispadísima). Pronto descubrimos que detrás de la cámara que registra momentos como ese se encuentra Verónica Rossi, directora de La casa de los tíos y productora junto a Ana Taleb.
El film precisamente se llama así porque Mariano descubre en esas antiguas fotos a sus tíos y la casa que habitaban en Río Ceballos junto a sus primos Pepe y Migue, militantes políticos asesinados, siendo muy jóvenes, en distintas circunstancias. El reencuentro no es solo a través de fotografías sino de la vivienda misma, ya que después de varios años la abre, explora y recorre. Entonces, aunque la casa es hermosa y también lo es el entorno (las apacibles sierras de Córdoba), afloran recuerdos apesadumbrados y reflexiones agridulces, mientras se va hurgando en revistas, cartas y documentación familiar que ha perdurado en estanterías y cajones. Con naturalidad, en medio de conversaciones informales, el film provee información sobre el compromiso social del tío médico y la participación de los primos de Mariano en ciertas luchas y reivindicaciones que encendieron a buena parte de la juventud argentina a fines de los años ’60.
El hecho de desmontar y desmalezar el lugar no transmite la sensación de un allanamiento policial sino, en todo caso, una idea de exploración, de rastreo, de cariñosa búsqueda de restos de un pasado en el que confluían momentos angustiantes y felices, actitudes solidarias, la entereza del tío Miguel y la contención de su esposa Hilda.
La intimidad familiar en la que se mueve Mariano permite que algunas de las cosas que cuenta o evoca parezcan confesiones, como quien piensa en voz alta entre seres queridos: “Siento que he vivido entre fantasmas”, dice en un momento. Otros parientes y algunos vecinos suman sus voces, siempre de manera casual, ya que La casa de los tíos evita el didactismo impostado. Es interesante cómo registrando la inspección de esa casa por cuestiones familiares, va trazándose espontáneamente un bosquejo de lo que fue la historia argentina desde el primer peronismo hasta la última dictadura. Pocos apuntes bastan: por ejemplo, un fragmento documental en colores en el que se ve al presidente Arturo Illia (algo poco común en nuestro cine), o la valiente carta escrita por el tío Miguel a la revista Primera Plana, haciendo referencia al asesinato de su hijo de veintidos años y a una “campaña que tiene tanta similitud en toda Latinoamérica”, preguntándose en 1972 a qué consecuencias llevará “esta siembra de odio”. U otra carta, dirigida a un prominente político cordobés de la época, cuestionando el rol del peronismo ante la masacre de Trelew.
Aunque en la Argentina actual no faltan discusiones simplistas sobre hechos históricos que aquí aparecen a veces medio de soslayo, el film de Verónica Rossi procura la humanidad y la comprensión antes que dejarse ganar por la indignación. Esto incluye un tramo final benigno, en el que se revela el motivo de la conservación de una sencilla maqueta, y en el que ciertas señales de reparación histórica se funden con la emoción que despierta ver, desde remotos registros familiares (y con el acompañamiento de la oportuna música de Pablo Sorini y Pablo Alfredo Vergara), a Pepe y Migue jugando en un arroyo serrano con toda su luminosa juventud, o los pies descalzos de la tía Hilda caminando con suavidad sobre el agua, entre las piedras de la Historia.

Por Fernando G. Varea