El cine como medio y el cine en el medio

EL IMPERIO DE LA LUZ
(2022, Empire of light; dir. Sam Mendes)

Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo?
“Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus.
El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas.
El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias?
Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral.
En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura.
Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine.
Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar  respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno.
Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Mientras tanto (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.

Por Fernando G. Varea

Anuncio publicitario

El cine argentino como rompecabezas

  • Julio de 1975: la revista de espectáculos Antena publicaba los resultados de una encuesta entre especialistas para elegir las mejores películas argentinas de la historia. Los votantes habían sido solo diez, todos críticos, periodistas, cineclubistas o investigadores: Domingo Di Núbila, Jorge Miguel Couselo, Alberto Tabbia, Roland, Salvador Sammaritano, Agustín Mahieu, Daniel López, Antonio Salgado, Carlos Ferreira y Néstor Romano. Con más votos (siete) resultó primera La casa del ángel (1956, Leopoldo Torre Nilsson), seguida (con seis) por La vuelta al nido (1938, Leopoldo Torres Ríos), Prisioneros de la tierra (1939, Mario Soffici), La guerra gaucha (1942, Lucas Demare) y Las aguas bajan turbias (1952, Hugo del Carril). Cinco votos obtuvieron Alias Gardelito (1961, Lautaro Murúa), Crónica de un niño solo (1964, Leonardo Favio) y La Patagonia rebelde (1974, Héctor Olivera). Con cuatro votos se ubicó después La fuga (1937, Luis Saslavasky) y, un escalón más abajo, con tres votos cada una, se situaron Así es la vida (1939, Francisco Mugica), El jefe (1958, Fernando Ayala), Los inundados (1961, Fernando Birri), Tres veces Ana (1961, David Kohon), La hora de los hornos (1966-68, Fernando Solanas/Octavio Getino), El romance del Aniceto y la Francisca (1966, Favio) y La tregua (1974, Sergio Renán). Finalmente, con dos votos, fueron mencionadas Puente Alsina (1935, José Agustín Ferreyra), Los muchachos de antes no usaban gomina (1937, Manuel Romero), Malambo (1942, Alberto de Zavalía), Tres hombres del río (1943, Soffici), La dama duende (1945, Saslavsky), La mano en la trampa (1961, Torre Nilsson), The players vs ángeles caídos (1969, Alberto Fischerman) y Nazareno Cruz y el lobo (1974-75, Favio). El director más votado había sido Soffici (13 votos), seguido de Torre Nilsson (12) y Favio (11). Puede advertirse que tres películas estrenadas durante 1974/75 merecieron dos o más votos; que eran muy valoradas algunas del período clásico con aliento épico o testimonial; y que La hora de los hornos y The players vs ángeles caídos (más marginales o independientes que las demás) ya eran reconocidas por ciertos críticos.
  • Probablemente ese antecedente llevó a que el Museo del Cine organizara una encuesta similar en 1977: no se sabe quiénes participaron ni cómo fue la modalidad, pero parece ser que debían elegirse solo películas estrenadas hasta la década del ’60: de otra manera no se explica que (así como se incorporaba a la decena de elegidas Fuera de la ley, de 1937, dirigida por Manuel Romero) no apareciera nada de Favio, Birri, Solanas o Murúa, directores prohibidos o exiliados durante la dictadura 1976/1983 (¿qué podía pasarle, por ejemplo, a quien se animara a votar en 1977 La hora de los hornos?); tampoco La Patagonia rebelde o La tregua, que por su temática, guionistas, actores y actrices dejaron de exhibirse durante esos años. Hasta Torre Nilsson y Del Carril –de los que sí había películas en la decena de las elegidas– estaban forzosamente apartados del medio.
  • Marzo de 1985: en una ceremonia en la sala Casacuberta del Teatro Municipal General San Martín, el secretario de Cultura de la Municipalidad, Mario Pacho O’Donnell, anunció los ganadores de “Las 10 películas argentinas más votadas por la crítica”, tal como se definió la encuesta producida, una vez más, por el Museo del Cine. Se proyectaron fragmentos de los films más votados y se entregaron plaquetas a los responsables o a las personas que los representaron. El encargado de Prensa del Museo, y de haber encuestado a los convocados, era el cronista Andrés Pohrebny. Con 55 votos, la más votada fue Prisioneros de la tierra, seguida por La Patagonia rebelde (52), La guerra gaucha (47) y Las aguas bajan turbias (45), irrumpiendo ahora en el 5º lugar Tiempo de revancha (1981, Adolfo Aristarain) (42). Les siguieron La casa del ángel (38), Los isleros (1951, Soffici) (32), La tregua (31), El romance del Aniceto y la Francisca (30) y El jefe (29). Los votantes habían sido 91 –nuevamente críticos, historiadores e investigadores–, de los cuales 19 no quisieron o no pudieron responder, y 2 lo hicieron fuera de la fecha de entrega, por lo que se computaron 70. Según contaba el periodista Fernando Brenner en la revista Humor Nº 146, cada uno debía votar veinte películas, sin orden de importancia. De Favio se habían votado los seis films que había realizado hasta ese momento y de Aristarain, cuatro (seguramente La discoteca del amor tuvo al menos un voto). De las directoras, solo dos tuvieron películas entre las elegidas (María Luisa Bemberg, con sus tres largometrajes, y Eva Landeck, con Gente en Buenos Aires), y de los documentalistas, tres (Birri, Jorge Prelorán y Juan Schroder). Brenner señalaba en su artículo, además, que “para sorpresa de algunos figura Armando Bo con dos (Carne y Sabaleros) y para alegría de todos no aparece con ninguno de sus casi 90 films Enrique Carreras”. Se sorprendía también porque entre las nueve películas estrenadas en 1984 que habían sido votadas figuraba Atrapadas (“¡para no creer!”), y que Don Segundo Sombra (1969, Manuel Antín) había recibido más votos que el Juan Moreira de Favio. Asimismo, se preguntaba si los pocos votos obtenidos por La fuga (Saslavsky) no serían  consecuencia de que muchos menores de 40 años no la habrían visto “pues no hay copia de este film”: como puede apreciarse, la necesidad de la preservación de nuestro cine viene de lejos. Brenner había participado en la encuesta, tanto como Hugo Paredero y Aníbal Vinelli (los tres periodistas de espectáculos en la revista Humor, los dos primeros aún en actividad),  aunque no daban a conocer sus listas individuales.
  • Agosto de 1999: con la adhesión de la OCIC y el Cineclub Núcleo, el Museo del Cine volvió a emprender una encuesta entre cronistas, críticos, investigadores e historiadores de cine para recabar cuáles son “los 100 mejores films argentinos del período sonoro estrenados comercialmente” (claramente, dejando de lado la producción del período mudo así como las producciones que no habían tenido un estreno comercial, entre las que podrían mencionarse Juan, como si nada hubiera sucedido, de Carlos Echeverría, o las de Jorge Acha). El Nº 4 de la revista La Mirada Cautiva, del Museo del Cine (dirigida por José María Poirier), publicado en septiembre de 2000, dio a conocer los resultados (en esos meses que transcurrieron desde la convocatoria hasta la publicación de la revista se estrenaron películas como Garage Olimpo y Nueve reinas, que por lo tanto no pudieron ser votadas). Cien personas respondieron a la invitación, “quienes debieron optar por un máximo de cien títulos cada una, sin orden de prioridad, acompañadas de una breve fundamentación”, definiéndose el resultado por la suma de votos de cada título. El 1º puesto fue para Crónica de un niño solo, de Favio, director que pudo colocar otras dos entre las diez primeras (El romance del Aniceto y la Francisca y Juan Moreira) y otras tres en el total de las cien (dejando de lado Aniceto, que todavía no había sido realizada ¿cuáles habrán sido las dos películas de Favio que nadie votó?). De Soffici también hubo dos en la primera decena y, por primera vez, un film dirigido por una mujer (Camila, María Luisa Bemberg) apareció entre los primeros cinco –aquí puede leerse el resto de las elegidas–. Los directores con más películas votadas fueron Torre Nilsson (7), Lucas Demare (6), los ya mencionados Favio (6) y Soffici (5), Bemberg (4), Carlos Hugo Christensen (5), Adolfo Aristarain (5), Leopoldo Torres Ríos (4) y Fernando Pino Solanas (4). Al comentar los datos resultantes en la revista, María del Carmen Vieites destacaba que figuraban entre los primeros puestos dos óperas primas de “jóvenes realizadores del reciente cine argentino”: Pablo Trapero (Mundo grúa) y Bruno Stagnaro/Adrián Caetano (Pizza, birra, faso). Luego, al señalar que las décadas con menos títulos elegidos fueron las del 30 y 40, se preguntaba: “¿Será porque la fragilidad del soporte y la desidia que nos condujo a perder un alto porcentaje de películas –sumada a la tradicional deficiencia en la conservación y restauración y a las dificultades que esto implica para difundir las que aún se conservan– nos impide ver o revisar los films más viejos?”. Dos detalles: cada una de las diez más votadas fue acompañada del fragmento de una crítica, y entre los votantes hubo gente de CABA, Rosario, Santa Fe, Paraná, Tucumán, Salta, San Juan, La Plata, Mar del Plata, Bahía Blanca y “provincia de Buenos Aires”, pero nadie de Córdoba.
  • Noviembre de 2022: sin que el Museo del Cine se interesara en hacer una encuesta similar a las de 1977, 1984 y 1999, un grupo de jóvenes críticos, de tres publicaciones especializadas (Taipei, La vida útil y La tierra quema), emprendieron el trabajo y lo hicieron más ambicioso o generoso: 546 fueron los votantes, sumando a críticos e investigadores también cineastas, directores de fotografía, artistas plásticos, actores, actrices y creadores de otras disciplinas artísticas, además de –curiosamente– un político y un filósofo. Sumado a esta desbordante carga de participantes el hecho de permitir que pudieran elegirse cortos y mediometrajes (hubo hasta quienes votaron programas de TV y videoclips), los resultados terminaron brindando amplio material para el debate. ¿Los razonamientos para organizar esta encuesta podrían haberse ajustado? Seguramente (evitándose la ambigüedad entre películas preferidas y mejores películas, por ejemplo). ¿El trabajo encarado resulta provechoso? Sin duda alguna, porque sirve –como los mismos impulsores expresan como deseo en su editorial– para “la divulgación de películas poco conocidas que vale la pena rescatar del olvido, ya sea por falta de acceso o conocimiento” (incluso agregaron links para verlas online). Lo paradójico es que, siendo la primera encuesta de este tipo que se realiza desde que existe internet, la dificultad para apreciar las diversas películas en óptima calidad sigue existiendo, por la simple razón de que (como me decía Fernando Martín Peña en esta entrevista) Argentina es, todavía, el único país sin Cinemateca. Volviendo a los resultados, algunos son para celebrar: que películas desaparecidas o invisibilizadas veinte años atrás hoy puedan verse y valorarse (Juan, como si nada hubiera sucedido, Los traidores, Ufa con el sexo, La civilización está haciendo masa y no deja oír); que películas mudas como El último malón (1917, Alcides Greca) aparezcan mencionadas; que el rosarino Luis Bras, pionero de la animación, haya recibido cuatro votos; que Fabián Bielinsky (1959/2006) figure con sus dos largometrajes y hasta un corto suyo. Al mismo tiempo, otros datos generan preguntas: La ciénaga (2001, Lucrecia Martel) es, indiscutiblemente, una gran película –incluso no porteña sino argentina–, pero ¿mejor que algunas de las dirigidas por Favio? ¿Merecen figurar Pizza, birra, faso y Silvia Prieto (1999, Rejtman) antes que Torre Nilsson o Hugo del Carril, o Esperando la carroza (1985, Doria) antes que Soffici? ¿Es justo que la obra de José Agustín Ferreyra haya merecido solo cinco votos, mientras que, por ejemplo, Vlasta Lah recibió 14? ¿No incomoda que El negoción (1958, Simón Feldman) haya tenido un solo voto y que otras películas valiosas por distintos motivos no hayan tenido ni uno (Tres hombres del río, El muerto falta a la cita, Danza del fuego, Ayer fue primavera, Esta tierra es mía, Nosotros los monos, El habilitado, La hora de María y el pájaro de oro, Piedra libre, Crecer de golpe, La isla, Evita [Quien quiera oír que oiga], Los días de junio, Hospital Borda, un llamado a la razón, Facundo, la sombra del tigre, Nietos [Identidad y memoria], Cándido López, los campos de batalla)?
    Mientras tanto: ¿qué hacer con estos datos? Ojalá sirvan para algo más que como divertimento (haciendo competir películas o directores) y para difundir títulos y nombres. Despertar en unos u otros las ganas de escribir sobre las más o menos votadas sería una consecuencia beneficiosa, tanto como estimular ciclos de cine (en festivales o en salas) y encuentros (en lo posible presenciales, no en redes sociales) para debatir sobre las mismas. Asimismo, sería interesante buscar y valorar a las que quedaron relegadas de este canon. Por otra parte, entre los votantes hubo algunos hacedores del cine argentino de décadas atrás (Ricardo Aronovich, Roberto Tito Cossa, Juan Carlos Desanzo, Félix Monti, Néstor Paternostro, Ana María Picchio): sería altamente provechoso entrevistarlos, lo mismo que a investigadores y críticos de importante trayectoria que también participaron, como Abel Posadas, Andrés Insaurralde, César Maranghello, Néstor Tirri y Rómulo Berruti.
    La encuesta 2022 implica, desde ya, un formidable encuentro intergeneracional, zanjando diferencias (logrando reunir a Juan José Campanella y Víctor Hugo Morales, a Jorge La Ferla y Marcos Carnevale) con el objetivo de pensar y compartir recuerdos y valoraciones sobre el cine argentino. Es más que bienvenida si se la considera un punto de partida, para continuar la tarea yendo hacia distintas direcciones.

Por Fernando G. Varea

Las claves de un éxito

Hace menos de dos meses me preguntaba en este texto por qué y cómo se había resquebrajado el largo y profundo vínculo del cine argentino con los ciudadanos, por qué había dejado de ser parte de sus conversaciones y su vida cotidiana para convertirse en atracción para pocos interesados. Sorpresivamente, el estreno a fines de septiembre de Argentina 1985 pareció contradecir esa idea, irrumpiendo como un verdadero fenómeno: salas colmadas, gente volviendo al cine después de mucho tiempo, lágrimas y aplausos en las distintas funciones, revuelo mediático por el éxito y la temática de la película, discusiones y recomendaciones en redes sociales.
Más allá de que –como dice el sabio dicho– una golondrina no hace verano, es para celebrar la repercusión de una película nacional a la que, como escribíamos aquí, si bien pueden hacérsele algunas objeciones, despliega corrección política y eficacia narrativa. Para encontrar los motivos de su repercusión tal vez sirva compararla con otros sucesos que hubo a partir de los años ’60, cuando ya el cine de los grandes estudios había declinado y los films más populares –exceptuando los destinados al público infantil o determinados productos exploitation– empezaron a ser casi únicamente los ligados a la aparición en pantalla grande de ciertos cómicos y cantantes.
Películas de directores cuyos antecedentes no permitían prever con certeza un suceso de taquilla y cuyo fulgurante estreno constituyó, en buena medida, un acontecimiento (como ocurrió con Santiago Mitre y su Argentina 1985) fueron el Martín Fierro (1968) de Leopoldo Torre Nilsson, el Juan Moreira (1972/73) de Leonardo Favio, y Camila (1983/84), de María Luisa Bemberg. Si bien la de Favio se diferencia por su singular enfoque y estilo, las cuatro coinciden en algunos puntos: nuestra historia o nuestra literatura como punto de partida; un importante despliegue de producción, técnico y actoral; el hecho de salirse del universo cercano y porteño para contar algo que abarca otros paisajes, vinculados a lo mítico y lo soñado (no tanto en la de Mitre); hay aventura, pasión y algún grado de rebeldía; también, un contexto socio-político que las ubica en sitios diferentes en los que estarían si se hubieran dado a conocer unos años antes o después (el onganiato, la asunción de Cámpora, la recuperación democrática y, en el caso del film de Mitre, la necesidad actual de reivindicar ciertos valores y de creer en las instituciones más allá de la crisis y las antinomias partidarias). Del mismo modo, y finalmente: asoma un sentimiento cercano al nacionalismo (para no utilizar el más arriesgado patriotismo), que en el caso de Argentina 1985 aparece ya desde su título y abarca la bandera desplegada por Chino Darín en el Festival de Venecia, la inserción de Inconsciente colectivo (de Charly García) en el conmovedor desenlace, y otros factores.
Todas o algunas de estas características servirían, asimismo, para otras películas nacionales destinadas al público adulto que fueron imprevistamente exitosas, como La Patagonia rebelde (1974, Olivera) o Tiempo de revancha (1981, Aristarain), ambas producidas por Aries. Más previsibles fueron los casos de la biopic estandarizada y espectacular El santo de la espada (1970, Torre Nilsson) y de otras ficciones de los ‘70 (incluyendo Nazareno Cruz y el lobo, de Favio en su etapa más encendida) o más recientes, muy calculadas o efectistas (de Tango feroz a Relatos salvajes y algunas dirigidas por Juan José Campanella). Entre las que superaron ampliamente el millón de espectadores puede recordarse La fiesta de todos (1979, Renán), visión triunfalista del Mundial de Fútbol ’78 y de la Argentina de la dictadura (entre cuyos actores, valga señalar, figuraba Ricardo Darín) y, apenas cuatro años después, el documental didáctico La República perdida (1983, Pérez), que –como la película dirigida por Mitre– estimulaba los comentarios y reacciones entusiastas del público.
En estos tiempos de streaming y acostumbramiento a ver películas sin salir de los hogares, Argentina 1985 suma un hecho significativo: devuelve a jóvenes y adultos la experiencia de reír, emocionarse, aplaudir y sentirse acompañados en una sala de cine, rodeados de otros espectadores, práctica que reapareció tímidamente a medida que fueron diluyéndose los peligros de la pandemia en desventaja con los eventos musicales y obras de teatro, que atrajeron inmediatamente al público.
La frutilla del postre es la necesidad de exhibirla fuera de las más poderosas cadenas exhibidoras: de esta manera, numerosas salas del país (algunas independientes, medio olvidadas o ninguneadas) se reactivaron, casi como ganándole una pulseada a las más grandes. Aunque detrás del film de Mitre hay productores y una distribuidora fuertes e internacionales, se está ante algo que –como ver ganar a la Selección Argentina de Fútbol u otro equipo deportivo que nos represente–, sin cambiar sustancialmente nuestras vidas, sentimos que nos reconforta y nos une.

Por Fernando G. Varea

Pensó el cine, vivió su vida

Su obra es tan rica, discutible y diversa, que sería un poco absurdo intentar resumirla en unos pocos párrafos. Preferimos despedir a Jean-Luc Godard (1930/2022) rescatando algunas declaraciones que hizo en el transcurso de una entrevista de Frédéric Bonnaud y Arnaud Viviant para la revista Los Inrockuptibles Nº 28, 1998, publicada en forma completa en el libro Historia(s) del cine (Caja Negra Editora, Buenos Aires).

  • «No puedo decir que esté celoso de (Steven) Spielberg. Pero en el fondo, lamento tener menos ocasiones de ver películas que me gusten: hay muchas menos que antes y todo es menos nuevo. Vi una de (Takeshi) Kitano, Flores de fuego, que me pareció espléndida, pero no tengo necesidad de ir a ver otras, que probablemente no me parecerán tan buenas. De (Abbas) Kiarostami vi una película magnífica y otra mala, no fue capaz de hacer tres buenas películas seguidas. Capacidad que, por cierto, a mí también me falta. Hay una baja considerable de la media. En mis películas, hay momentos buenos y otros sin ningún valor, y películas completamente fallidas. Hacer, como (Alfred) Hitchcock, seis o siete películas seguidas en las que estén todas las bases del arte, es excepcional».
  • «Siempre me ha causado gracia la gente que habla de su vocación remontándose a sus tres años, cuando vieron su primera película de (Charles) Chaplin. Para mí el cine fue algo que uno podía elegir, como se elige irse de viaje. El cine se escapaba a la vez de la esfera de la cultura y de la de los padres».
  • «El cine es lo único que puede dar un sentimiento del tejido o del río de la historia. Puede dar lo que los diarios llamaban en otros tiempos el registro de los acontecimientos. En literatura no se puede».
  • «La oposición entre lo visual y lo escrito es engañosa, porque lo que llaman visual es de hecho algo superescrito, sobre el que se dicen y se vuelven a decir cosas, hasta que la foto de una atrocidad deja de atemorizar. Cuando en realidad es mucho más atroz la primera media hora de Rescatando al soldado Ryan de Spielberg, que no tiene nada que decir, excepto la voluntad de los norteamericanos de seguir siendo líderes».
  • «Respecto a las imágenes de Auschwitz que incluyo en Historia(s) del cine, no creo que haya que establecer prohibiciones como (Theodor) Adorno, que exagera porque obliga a discutir infinitamente sobre fórmulas del tipo No se puede filmar, No se puede representar: no hay que impedir que la gente filme, no hay que quemar los libros, si no ya no podemos criticarlos. Yo digo que pasamos del Nunca más al Siempre ha sido así. Y muestro una imagen de La pasajera de (Andrzej) Munk junto a otra de una película porno de Alemania Occidental donde se ve a un perro peleándose con un deportado; es todo: el cine permite pensar las cosas».
  • «Toda imagen es una metáfora. Y el cine, incluso hoy, es profético, predice y anuncia las cosas, más allá de que la película sea buena o mala».

Los próximos pasados

Hubo tiempos en los que el cine argentino formaba parte de la vida cotidiana de los ciudadanos de este país. En los lugares de trabajo se hablaba de la película nacional que se había visto el fin de semana en cine o la noche anterior por TV. Revistas de interés general de gran circulación –que se hojeaban y leían en hogares y salas de espera– destinaban parte de sus páginas a polémicas, proyectos y premios vinculados a nuestro cine. En ciudades grandes y chicas, los rostros o los nombres de conocidos actores y actrices nacionales se aparecían a la vuelta de la esquina, en afiches expuestos en las puertas de las salas o de concurridos videoclubes.
Desde hace unos quince años, de la mano de las innovaciones tecnológicas y el sostenido crecimiento de determinadas formas de expresión (como el ensayo documental), las películas argentinas son más y resulta menos costoso hacerlas; sin embargo, salvo aisladas excepciones, fueron convirtiéndose en atracción para pocos interesados.
Es cierto que tomaron impulso los festivales (empezando por el de Mar del Plata y el BAFICI, y siguiendo por otros más chicos, repartidos a lo largo y ancho del país), donde la exhibición de films realizados en nuestro país convoca a los cinéfilos. Al mismo tiempo, la crítica en medios gráficos o programas radiales y los debates en cine clubes fueron trasladándose (con consecuencias positivas o no tanto) a las redes sociales, los podcast y Letterboxd. Algunos síntomas resultan esperanzadores, como el hecho reciente de que tres publicaciones materializadas por jóvenes (La vida útil, Taipei, La tierra quema) hayan llevado adelante una encuesta entre especialistas para indagar en sus películas argentinas preferidas. Pero estas señales satisfactorias se cruzan –sobre todo en esta etapa de post-pandemia– con una sensación de desazón, de desorientación, de crisis.
Si décadas atrás cualquier persona de a pie podía relacionar al cine argentino con figuras como Tita Merello, Hugo del Carril o Graciela Borges, o con títulos como Juan Moreira, La Patagonia rebelde o Camila (incluso aunque nunca hubiera visto esas películas), habría que ver en qué o en quiénes piensa la gente hoy cuando se le menciona el tema. Por aquí y por allá se habla de series (o sea de streaming o televisión), y quienes nos interesamos por lo nuevo que tiene para ofrecer nuestro cine andamos medio a los saltos, atentos a dónde, cómo y cuándo verlo. En estos días, una película dirigida y protagonizada por Adrián Suar logró reunir decenas de miles de espectadores, pero ese éxito no tiene mucho que ver con el cine sino con la popularidad televisiva del empresario y actor.
Tal vez, como decíamos aquí, en la actualidad lo más valioso se encuentre en algunas películas modestas en términos de producción (independientes sería la palabra, si no fuera que significa poco a esta altura), pero no parece suficiente. ¿Se escribirán libros en el futuro sobre las producciones argentinas pensadas para Netflix? ¿Cuánto puede ser el riesgo o la sorpresa que conlleven las biopics televisivas que seguirán a las ya conocidas o planificadas en torno a Maradona, Monzón, Sandro, Fito Páez, Jorge Lanata y otros? ¿Por qué dirigentes políticos, oficialistas y opositores, que hablan con aparente convicción de Soberanía o de República (así, con mayúsculas), o de las distorsiones con las que abordan la historia de nuestro país determinados diarios o columnistas de TV, se desinteresan por la creación de una cinemateca nacional, como la tienen todos los países de la región? ¿Por qué no se revisa y mejora el funcionamiento de los Espacios INCAA? ¿Cuánto aparecen en los medios de comunicación los reclamos de las asociaciones y colectivos que aglutinan a directores y productores?
Las preguntas pueden ser también otras, así como son muchas las necesidades de los trabajadores y trabajadoras del medio audiovisual, mirados con desconfianza por cierto periodismo y con indiferencia por alguna gente, aunque forman parte de nuestra sociedad tanto como los taxistas, los empresarios, los médicos o los maestros.
Una simple anécdota puede ayudar a pensar. Para acompañar estas inquietudes me propuse editar un sencillo video de homenaje al cine argentino (no hay uno solo de este tipo más o menos digno en youtube): por un lado, el resultado del módico trabajo creo que devuelve a la memoria, sin demasiado esfuerzo, la riqueza de nuestro cine a lo largo de su historia; por otro, me demostró la precariedad del material (insuficiente, maltratado, desperdigado) al que puede accederse en la web.
Esperando ser mejor protegido y apreciado, el cine argentino perdura, con su pasado con períodos activos y creativos, su presente con claroscuros y un futuro de incertidumbre.

Por Fernando G. Varea