El displacer no es solo suyo

EL PLACER ES MÍO
(2024; dir. Sacha Amaral)

El título del primer largometraje como director de Sacha Amaral (realizador y docente brasileño radicado en Argentina) puede llevar a pensar en el placer o el erotismo como motor en la vida de Antonio, su joven protagonista. En realidad, lo que el joven hace todo el tiempo es zafar con pequeños engaños, sobrevivir en medio de amistades fluctuantes, conseguir dinero siendo dealer, cadete o robando a su madre o a quien sea, como si se tratara de una reversión de Alias Gardelito (1961, Lautaro Murúa), si bien Antonio no pretende triunfar imitando a Gardel, aunque canturrea uno que otro tango. Hay algo displacentero en su día a día, en los ambientes en los que se mueve e incluso en quienes circunstancialmente lo acompañan; de hecho, alguien le dice que no se imagina haciéndolo sufrir porque “ya parecés sufrido”. En todo caso, el adjetivo posesivo del título se ajusta más a lo que el film desarrolla: una suerte de egoísmo o individualismo tal vez inevitable por las circunstancias, sin cálculos, con el rencor, el capricho y la testadurez aflorando.
Su madre, la pareja de ésta y algunos amantes ocasionales de Antonio, de diferentes edades, son vestigios de una sociedad deteriorada, en la que cada uno se salva como puede. Los trabajos son informales y la estabilidad emocional esquiva: apenas en esos rasgos se percibe algo de la Argentina actual (el cine argentino sigue mostrándose huidizo para abordar frontalmente la conflictiva etapa que estamos atravesando). La sexualidad libre, desapegada, es otro rasgo de época, junto con hábitos como los mensajes de audio de whatsapp que terminan resultando breves confesiones.
Amaral ha sabido delinear con trazos atractivos al personaje de Antonio, quien puede detenerse a manipular un pequeño juguete que parece conducirlo a su niñez y, al mismo tiempo, razonar o responder como adulto, enfrentando sin temores a los demás. Las miradas, los tonos de voz y la figura frágil pero desinhibida del joven actor Max Suen ayudan a darle carnadura (convicción que flaquea solo en un par de escenas de llanto, lo mismo que ocurre con Katja Alemann, que interpreta a la madre).
Por momentos, El placer es mío confía demasiado en las conversaciones, desprendiendo de las mismas algunas reflexiones demasiado acabadas. Tal vez por eso la película consigue despabilarse un poco al mostrar, por momentos, a Antonio solo, en algún parque de noche, y al darle espacio a unos nenes inquietos y avispados. Lo contrario ocurre al mostrar a los personajes hablándose sin dejar de mirarse a los ojos o (una y otra vez) durmiendo profundamente, favoreciendo la facilidad de Antonio para ponerse a hurgar muebles sin riesgos.
Lo mejor está en la atmósfera: desde el paso del botellero o la flauta del afilador que se oyen distraídamente hasta un patio baldeándose con agua jabonosa, la preparación de tortas caseras y sencillos ventiladores renovando el aire de esos ambientes húmedos, todo transmite estados de ánimo que hablan de barrio y pesadumbre, sin tocar la sordidez.

Fernando G. Varea

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