(Por ALEJANDRO PEREYRA)
«Contra todas las poetizaciones, digo que hay un poema solamente si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida» (Henri Meschonnic)
La lengua de la realidad. Si Pier Paolo Pasolini (Bolonia, Emilia-Romaña; 5 de marzo de 1922 – Ostia, Lacio; 2 de noviembre de 1975), además de cineasta fue actor, poeta, periodista, filósofo, novelista, dramaturgo, teórico cinematográfico, pintor, e incluso emergió en la escena política de Italia con sus polémicas acusaciones al poder en todas sus manifestaciones, se debe a que era, e incluso se pensaba a sí mismo, como una especie de renacentista. Y esta adjetivación no se justifica solamente por el hecho pueril de encarar muchas disciplinas a la vez, sino porque la huella que le imprimió a todas ellas abreva en una característica inherente al Renacimiento: el humanismo.
El cine de Pasolini parece tener, en cada película, en cada escena, al primer plano como objetivo cinematográfico formal inequívoco. Primeros planos de no actores, generalmente, que expresan una humanidad desbordante e inclasificable en la que podemos reconocernos o reconocer a otros, cotejar lo humano, pero también confrontarnos con nuestra postura o ubicación de clase. Esta humanidad que se demora en la imagen, y que mediada por el uso de actores profesionales no parece emerger del todo en su plenitud, se establece en el cine de Pasolini en primeros planos desde o hacia los cuales la escena parte o llega. Y aquí es primordial aludir a una teoría pasoliniana del cine que el boloñés esboza en más de una oportunidad. Para Pasolini, el cine es la lengua de la realidad.
El espectador ve el cine con el mismo lenguaje que ve la realidad, o la recuerda o sueña. La realidad es cultural, no natural, y el cine es su lengua. Es esta lengua la que el cineasta cifra para que el espectador la lea como lee la realidad. A partir de esta teoría podemos entender por qué en la práctica, quizás, a Pasolini le fascinaba mucho más el primer plano del no actor, del lumpen, que el del actor profesional, pues este último intenta construir (ese es su trabajo) con su vocabulario de lo real, esa lengua que conoce y que está formado para replicar; una conjugación de signos que evocarían un personaje tal, un sentimiento cual. El no actor, en cambio, es sorprendido viviendo en el plano, inocente y real como una roca, un animal o el recodo de un sendero; no intenta o no puede encarnar o imitar lo que en otra oportunidad vio e interpretó en la realidad. Ya desde su primer largometraje, Accattone (1961), pasión y muerte de un lumpen que odia trabajar, por lo que se convierte en proxeneta de sus novias, Pasolini se demora en los primeros planos de un sinnúmero de personajes marginales permitiéndonos escrutar sus rostros, buscar afinidades, posicionarnos incluso con nuestros prejuicios de clase, hasta lograr que nos avergoncemos de ellos. La sucesión de primeros planos, ya sea por corte o como partes de un paneo, intenta siempre separar, subrayar la singularidad de cada personaje. Un paneo sobre los rostros de los personajes no tiene un significado gregario o impersonal, siempre se trata de una enumeración donde cada rostro demuestra su singularidad. Cuando emergen por corte, estos primeros planos parecen flotar en la película, no son parte del juego del plano y contraplano, no están compuestos para que encastren en el lenguaje cinematográfico que se subordina a la regla del eje, irrumpen en el relato casi como una digresión a la que Pasolini nos obliga a apreciar detenidamente. Otras veces asistimos a la presentación de los personajes no por su primer plano, sino por su movimiento en cuadro; los personajes caminan y se presentan a otro, y también a nosotros, pero con la particularidad de que no vemos su movimiento ya iniciado, como sería en el lenguaje transparente del cine industrial, o incluso en su operación inversa, propia de los nuevos cines de la época, con el movimiento elidido casi en su totalidad para generar ritmo, planos en los que se toma sólo la llegada. En estos curiosos planos de Pasolini vemos al personaje empezar el movimiento en cuadro, desde su posición inicial fija hasta su posición final, donde el personaje vuelve a detenerse y al fin habla. De esa manera la presentación se privilegia, se subraya cómo se subrayan las singularidades de ese lumpen que a pesar de que nos parece presentado como un pobre más, muy pronto empiezan a supurar en la imagen sus singularidades humanas. Si Kenji Mizoguchi (1898-1956, Ugetsu Monogatari, El intendente Sansho) afirmaba que la finalidad sustancial de la puesta en escena era expresar bien al hombre, Pasolini intenta despejar de esa expresión todo lo cultural que obtura lo humano, mondar la imagen hasta dejar ver lo único con la que debiéramos empatizar, con lo humano en lo real. De allí que su puesta en escena se denota desde el inicio como social y política.
Una fuerza del pasado. Esta mirada que bucea en lo social para rescatar lo humano parece una revitalización del viejo neorrealismo italiano, una especie de nuevo neorrealismo, a la vez que establece también una crítica sobre la decadencia de esta tradición italiana. Si, por ejemplo, en Milagro en Milán (1951, Vittorio De Sica) la realidad social de los personajes se diluía en un mundo mágico con el que inconscientemente el director morigeraba la virulencia del tema, favoreciendo la catarsis del espectador, y luego lavaba su mala conciencia empatizando con los personajes que de pronto eran felices, Pasolini invertirá la cuestión, traerá el mundo mágico, el mito. A lo real, investirá lo real del mito o articulará el mito en lo real, pero no para desmitificarlo, sino para darle vida, para sacarlo del anquilosamiento de la letra y la memoria muertas. Sin embargo, el también vanguardista Pier Paolo Pasolini parece aventurarse en una dialéctica que guarda en su supuesta contradicción sus aspectos más fecundos. Yo soy una fuerza del pasado, sólo en la tradición está mi amor empieza un conocido poema suyo que culmina diciendo: Vago más moderno que cualquier moderno buscando hermanos que ya no están. En esta supuesta discordancia entre tradición y modernidad se cimenta el su cine, en el que la tradición que señorea en el mito, en las paredes embellecidas por el deterioro del paso del tiempo, en los rostros y los gestos del pueblo eterno, se vivifica por el lenguaje novedoso, la puesta en escena que busca y arriesga en los extremos del lenguaje; esa sensación de filmar por primera vez que suelen albergar los nuevos y buenos cines.
En el inicio de El evangelio según San Mateo (1964) vemos un par de primeros planos de un hombre de casi cincuenta años y una joven casi niña, bellísima, que se miran. Cuando la joven desvía la mirada hacia abajo, en lo que entendemos en un primer momento en un gesto avergonzado, el corte a un plano entero de la joven nos cuenta que miraba su propio vientre, y que está en avanzado estado de gravidez. Eso son, para Pasolini, la Anunciación y la Sagrada Concepción, un corte por alejamiento que nos muestra a una niña embarazada, que ancla lo sagrado en lo real. Ni luces angelicales, ni puestas en escena artificiosas que intenten establecer lo sobrenatural con signos ajenos a la realidad, ni siquiera áureas fotográficas; un corte por alejamiento que enfatiza lo humano, que vivifica el mito. Lo real, la niña de la aldea observada por un José de aspecto común, se embaraza de mito en el corte del plano. Esta escena sintetiza lo que hace Pasolini con lo mítico en esta película y que desarrolla en las posteriores Edipo Rey (1967), Medea (1969), incluso en las que conforman la llamada Trilogía de la vida: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974), donde actualiza estas historias sacralizadas por la literatura, y allí el énfasis estará puesto en la carne, lo sexual, el humor y lo festivo. Luego Pier Paolo se arrepentiría un poco de esta dirección, ya que admitiría que el poder una vez más habría hecho de la radicalización que implicaba la liberación sexual un usufructo más del capitalismo. Entonces comenzaría la Trilogía de la muerte, con Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), adaptación de otra obra literaria, Los 120 días de Sodoma, del marqués de Sade, y que resultaría su última y más acabada obra.
Invertir la mirada. Cuatro prominentes burgueses, el Presidente, El Duque, el Obispo y el Magistrado, se encierran en un castillo en la república de Saló, aquél intento de resurgimiento de la Italia fascista en plena Segunda Guerra Mundial. Con la ayuda de algunos esbirros, los señores secuestran a dieciocho jóvenes, nueve varones y nueve mujeres, y los someten a vejámenes, torturas, humillaciones, en un monstruoso catálogo de las más bajas pulsiones humanas. Unas prostitutas ya retiradas son las encargadas de contar historias y experiencias que exciten a los señores, relatos estos que, aunque cuenten historias de similar índole a los vejámenes que los burgueses cometen contra los jóvenes —incluso también contra sus propias hijas— tienen la función de remarcar el contraste entre los relatos y los hechos, dejando apreciar lo pueril que resulta la cultura, la mediación del lenguaje, ante las pulsiones desatadas, ante el dolor y la muerte (*). En un extraordinario final, cuando en el patio los jóvenes raptados son torturados salvajemente, dos jóvenes esbirros, aburridos, cansados de los gritos y acostumbrados a las atrocidades de la guerra, ponen música en una radio y, rodeados de cuadros de diferentes vanguardias artísticas, se ponen a bailar una música melódica interpretada por una gran orquesta de salón.
El artista radical Pier Paolo Pasolini va mucho más lejos que el marxista Pasolini, incluso que el poeta, y con su cámara nos muestra la vivisección de los deseos y finalidades reales del poder. Poder que se nos muestra libre de cualquier instancia superior, ya que nada está por encima de la religión, la aristocracia, el poder político y la justicia confabulados. No es que esas instituciones sean ocupadas por monstruos, sino que las instituciones mismas desatan los monstruoso en el hombre común, lo posibilitan.
Se puede apreciar la evolución en la obra de un cineasta siguiendo algunos temas, detectando obsesiones, o prestando atención a cómo desarrolla de una a otra película ciertos abordajes formales. Desde Accattone hasta Saló, o los 120 días de Sodoma, en la obra de Pasolini hay un tema que se complejiza, se diluye, parece desaparecer, pero siempre retorna o subyace, y es la cuestión de la mirada como atributo del poder. Tema foucaultiano por excelencia que se nos muestra ya en Accattone de manera nítida. Todas las miradas en esta ópera prima son francas, inocentes, aunque sean pícaras, insertas siempre en primeros planos como parte de la expresión general de los personajes. Salvo en la mirada del policía que sigue y vigila a Accattone. Esa mirada (que es más mirada que ojos, porque trasciende el órgano) aparece enmarcada, una y otra vez, en un plano detalle que la deshumaniza, la pone aparte y por encima, como desde un panóptico. Y, Accattone, ante la mirada de la autoridad que no percibe, oscila entre intentar trabajar honestamente y no tanto, algún vagabundeo, cierta indecisión, hasta que sucumbe y comete un robo, la policía le cae encima, manotea una motocicleta y huye sólo para morir atropellado accidentalmente por un camión.
La evolución del tema se nos presenta en una de las escenas finales de su obra póstuma, Saló, cuando asistimos junto a algunos de los burgueses a la orgía de torturas y vejámenes que se desarrolla en el patio. Los señores observan los hechos desde una ventana en una habitación de un piso superior, sentados en un cómodo y distinguido sillón; desde allí observan el espectáculo cruel mediante binoculares, enfatizando la idea de panóptico de la que hablaba más arriba. Un poco antes del baile final de los jóvenes indiferentes, vemos mediante una subjetiva lo que el Duque observa por los binoculares, cómo el lente lo acerca al detalle de la aberración, en un goce malsano de la mirada. De pronto, el burgués tiene una idea, invierte los binoculares y la óptica inversa le permite ver toda la escena. Él puede elegir entre ver el detalle o ver el todo. Todas las combinaciones le son posibles, y allí está el mayor goce. Goce del ojo que implica ver como a una de las víctimas le arrancan uno de los suyos. Goce del poder que no tiene más frontera que la destrucción final, incluso de los que lo detentan.
Queda por preguntarnos si la mirada del cineasta es inocente como la de los marginados de las pequeñas ciudades o lujuriosa de poder como la de los señores de la burguesía. Supongo que allí también habrá matices. En cuanto a PPP, me permito salvarlo de la sospecha. Un artista casi total que aborda el aparato cinematográfico y percibe que lo que quiere expresar se le escapa como en un papel que se incendia, y que llegó tan lejos como para que el poder se viera impulsado a segar (o cegar) su vida, no puede menos que presentársenos con una dignidad irrefutable. Que sus asesinos sean mafiosos meridionales o un muchacho con el que Pasolini habría buscado placer, es intrascendente. Sólo son herramientas. Iguales al cuchillo con el que el Magistrado arranca un ojo a una de las víctimas en la orgía final.
El título de este texto corresponde a una definición metafórica del propio Pasolini.
(*) Es interesante resaltar que esta distancia sólo es posible en el cine, no en la obra literaria, donde todos los relatos se igualan por el lenguaje. Asistimos, otra vez, a una operación pasoliniana en la que lo ficcional o lo mítico precipitan contra lo real como una masa gaseosa que chocase contra un sólido de menor temperatura, chorreando ya en otro estado.