Soñar, soñar

EL NIÑO Y LA GARZA
(2023, Kimitachi wa dô ikiru ka; dir. Hayao Miyazaki)

Antes de comenzar la película en la sala de cine de Rosario a la que fui a ver El niño y la garza, proyectaron trailers de tres películas animadas próximas a estrenarse. Parecían deliberadamente elegidas para mostrar cuán distinto sería lo que veríamos a continuación.
Mahito, un pibe siempre serio y decidido, se resiste a acostumbrarse a una nueva vida tras la muerte de su madre en la Segunda Guerra Mundial (por un bombardeo similar a los que se producen actualmente en la Franja de Gaza), hasta que una garza no tan amigable como pareciera le habla, asegurándole que su madre sigue viva. Entonces se escapa para ingresar a una torre abandonada, intentando dilucidar el misterio y convirtiendo su vida en una sucesión de eventos pesadillescos o simpáticos, siempre cautivantes, regidos por lo que parece ser la lógica de su imaginación, sus deseos, temores, recuerdos y premoniciones.
A propósito de la escasa información que rodeó la realización de este film –probablemente el último del octogenario Miyazaki, que aquí compartió por primera vez la responsabilidad del corte final con colaboradores jóvenes–, el productor Suzuki Toshio recordó cuando, años atrás, nos gustaba imaginar cómo era una película solo a través de su título y su poster. Miyazaki, a su vez, tenía otras razones para ser tan sigiloso: la costumbre que fue llevando a que conozcamos la trama de una película antes de verla. El maestro japonés pretendía que el espectador se sorprendiera viéndola, y vaya si lo ha conseguido.
Versión libre (qué bien le va esta palabra al estilo de Miyazaki) de una antigua novela llamada ¿Cómo vivís?, El niño y la garza es tan disfrutable como imprevisible. No tendría mucho sentido describir sus hallazgos narrativos y visuales, apenas valga señalar la belleza de la naturaleza que irrumpe de un momento a otro (la luna en una noche frente al mar, el oleaje que un joven corsario sabe domar, los bosques frondosos), el encanto de algunos ambientes acogedores (siempre con alguien dispuesto a servir una taza de té o una sopa reparadora), el sentido lúdico de pasadizos, puentes y ventanas, los animales a veces graciosos y otras amenazantes (desde la propia garza, dentada y mutante, hasta loritos que no dejan de hacer caca en medio del desborde fantástico, o invenciones como una suerte de emoticones hambrientos que llaman warawaras).
A diferencia de tanta película animada destinada a los niños, aquí no hay ternurismo ni estereotipos demagógicos: las ancianas que protegen a Mahito y a su tía-madrastra no tienen el aspecto esperable para seres tan  queribles, así como los encuentros y desencuentros con distintos personajes nunca culminan en sensiblerías. No faltan momentos ligeramente sangrientos, como cuando Mahito es impulsado a destripar un gigantesco pez. El dolor por la muerte de un ser querido o por el rechazo que sufre en una nueva escuela son parte de los desafíos.
Expertos en Miyazaki encontrarán en estas nuevas criaturas rasgos de la princesa Mononoke, de Chihiro, de Ponyo o de Totoro. Es lo de menos. Conocedores o no de las producciones previas del inquieto cineasta, ilustrador y productor, los espectadores seguramente encontrarán en las dos horas de El niño y la garza motivos de sobra para redescubrir la magia del cine, esa expresión que, en este caso, no es un lugar común sino que se hace palpable. «Es distinto a mi mundo y a la vez tiene cosas parecidas», piensa en voz alta Mahito ante lo que lo rodea, en determinado momento. Acompañarlo en esos descubrimientos, a lo largo de su travesía, resulta una excitante aventura.

Por Fernando G. Varea

2 pensamientos en “Soñar, soñar

  1. Excelente reseña Fernando, pensé exactamente lo mismo hoy cuando vi los trailers de los próximos estrenos.

    Si bien las referencias a otras obras suyas y a otras obras literarias incluso, pueden rastrearse por doquier, pude sentarme a disfrutarla por lo que es: una peli humana, hermosa visualmente…y esta vez sin una niña como héroe principal.

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