Bafici 2023: diversidad, divino tesoro

Tiempo atrás escribíamos aquí que uno de los motivos por los que puede ser valorado un festival es por las películas que programa y premia: en ese sentido, el BAFICI sigue siendo un evento necesario y disfrutable, a pesar de algunos reparos. Es que –más allá de que ya poco tiene que ver con el maravilloso vértigo de propuestas e invitados de hace unos quince años– la cinefilia sigue atravesándolo, saludablemente.
Los reproches que pueden hacérsele a su edición Nº 24 son las consecuencias poco disimuladas de un evidente recorte presupuestario (pandemia, crisis económica y decisiones institucionales fueron llevándolo a este achicamiento), pero también la transformación que, casi imperceptiblemente, fue afectando a algunas secciones (desaparecieron Derechos Humanos y Competencia Latinoamericana, en tanto el material reunido en el apartado Políticas mostró un forzado intento de evitar temáticas con las que no simpatiza la coalición que gobierna la ciudad de Buenos Aires). Cierta flexibilidad para el ingreso a las salas de los periodistas acreditados compensó la falta de funciones de prensa, y la programación, aunque acotada, supo ser lo suficientemente diversa como para generar entusiasmo en espectadores con distintas predilecciones: amantes del cine animado, la comedia o el terror, seguidores de la obra de directores que trabajan al margen de la industria, interesados en la exhibición de films de otros tiempos en copias restauradas, en cortos y largos, ficciones y documentales.
A continuación, mis opiniones sobre algunas películas que pude ver durante mi paso por el festival.
LO NUEVO DE TRES BUENOS DIRECTORES. En Trayectorias fue programada Afire, del alemán Christian Petzold (Bárbara, Ave Fénix, Transit, Undine), uno de los pocos directores de relevancia internacional de los que cabe esperar algo bueno con cada nuevo trabajo. Premiada recientemente en Berlín, Afire divierte con un personaje curioso dentro de los que habitan la filmografía de Petzold: un joven algo reprimido y dubitativo (interpretado por Thomas Schubert), envuelto en un encadenamiento de imprevistos y equívocos en los que intervienen un amigo, la mujer que cuida la casa de verano donde pasan unos días (la luminosa Paula Beer) y un cuarto personaje que suma ambigüedad a la trama. El temor del protagonista a desenvolverse con espontaneidad, a dejarse llevar por demostraciones de afecto y por la propia naturaleza que lo rodea –excusándose con el cumplimiento de sus obligaciones–, deriva en situaciones graciosas sin descender a la burla, sobrevolando cierto encantador desconcierto. Un film serenamente bello, apenas misterioso, en buena medida alegre, con un tramo final que reúne hechos demasiado realistas y precisos para lo que se venía contando.
La francesa L’Envol (o Scarlet), dirigida por el italiano Pietro Marcello (La bocca del lupo, Martin Eden), que pasó por la Quincena de Realizadores de Cannes y pudo verse en Bafici también en Trayectorias, parte de un texto de Alexander Grin para plasmar la historia de una niña que crece en un ambiente rural junto a su padre, endurecido por su experiencia durante la Primera Guerra Mundial, y una vecina (excelente Noémie Lvovsky). Un drama que seduce enormemente con su belleza impresionista, las alternativas que van viviendo sus personajes (sobre todo su heroína, encarnada en su juventud por la bella Juliette Jouan), y el sutil poder que sugieren oficios nobles como el canto y la elaboración de juguetes de madera. Arriesga más al combinar materiales (breves fragmentos documentales insuflando realismo, música en momentos imprevisibles) que al forzar un encuentro en el desenlace.
Passages no solo formó parte de Trayectorias sino que el propio director, el estadounidense Ira Sachs (Por siempre amigos, Frankie) estuvo presente. En principio, el largometraje –preestrenado este año en Sundance– propone un triángulo amoroso entre un impulsivo cineasta (el alemán Franz Rogowski, habitual en el cine de Petzold), su marido (el británico Ben Whishaw, de Ellas hablan) y una maestra (la francesa Adèle Exarchopoulos, de La vida de Adèle). Pero si bien lo romántico, e incluso lo erótico, tienen su importancia en el relato, queda claro que a Sachs le interesó ir más allá, atraído por los vínculos entre estos seres frágiles pero decididos (a los que se suman circunstancialmente los padres de la chica y un cuarto en discordia), como si tuvieran vida propia. El que encarna Rogowski puede representar inmadurez, egoísmo, independencia o una suerte de recorte generacional: Passages estimula la discusión, y aunque podría inclinarse hacia el melodrama, por momentos parece preferir la comedia, o al menos una falta de gravedad y crueldad que se agradece, lo mismo que el hecho de evitar una puesta en escena chata o, digamos, televisiva.
CINE ARGENTINO: SELES, FARINA, LLINÁS. El premio a Mejor Largometraje de la Competencia Argentina fue para Terminal Young, escrita, dirigida y editada por Lucía Seles, alguien cuya personalidad y obra resultan atractivos para un festival como el BAFICI; de hecho ya tiene admiradores aunque sus películas anteriores no trascendieron mucho más allá de espacios porteños como la Sala Lugones. Terminal Young puede apreciarse como continuación o desprendimiento de trabajos previos, o no (como fue mi caso). Apenas empieza, se percibe que se trata de varios personajes relacionados entre sí, quienes, entre conversaciones nerviosas y tensas acciones cotidianas, hacen lo que pueden con sus vidas. La agitación de la cámara, tanto como algunos topetazos del montaje, son funcionales con el propósito de jugar con la inestabilidad emocional de estos seres que incluyen un treintañero inocentón y su madre (impagable Susana Pampín), una tenista de tendencias agresivas y otros, todos creíbles aunque lo que dicen y hacen se desliza ligeramente desde el realismo hacia un humor absurdo, medio inesperado. Sorprende que la atención que Salas deposita en gestos, miradas y repetición de algunas frases o lugares comunes (que tal vez todos tengamos) encuentre un apoyo tan admirable en sus actores y actrices, que bien podrían haber merecido un reconocimiento del jurado. La secuencia en la que distintos invitados van llegando a una reunión de cumpleaños, por ejemplo, demuestra una gran capacidad para manejar una supuesta o real improvisación. El recorrido en automóvil de dos de los personajes por puentes de Buenos Aires escuchando podcasts es otro condimento de este film con ecos de cierto Agresti, Martin Rejtman o el Daniel Burman de El abrazo partido (2004), aunque sin parecerse demasiado a alguno de ellos, con el discutible agregado de informales textos sobreimpresos en determinados momentos.
En Los convencidos, el joven y muy activo Martín Farina registra conversaciones a lo largo de una hora, en blanco y negro (salvo un fugaz momento en color en el que se alude a una película de Alfonso Cuarón), dividiendo el conjunto en cinco capítulos. En seguida surge una inquietud: ¿qué hacer cuando se está ante personas que no conocemos hablando o discutiendo? Una opción podría ser detenerse en sus miradas, gestos, risas y movimiento de sus manos; otra, prestar atención a lo que dicen y la convicción con la que lo dicen: teniendo en cuenta estas posibilidades, los dos últimos episodios resultan más simpáticos. En esas charlas asoman temas indudablemente importantes (capitalismo, monopolio, abusos sexuales), pero también diferentes grados de paciencia y apertura al diálogo, e incluso cierto larvado machismo. Un ejercicio de observación de usos y costumbres, un sencillo experimento, lejos del imaginativo despliegue audiovisual del anterior film de Farina, El fulgor (2022).
Clorindo Testa, por su parte, resulta más un show de módicos gags a cargo de Mariano Llinás en su casa y adyacencias junto a amigos y familiares, más algunos recuerdos de su padre Julio, que un documental sobre el arquitecto en cuestión. Bosqueja una crítica a una nota periodística del diario La Nación sobre Testa para finalmente ceder a la posibilidad de que lo escrito allí tiene lógica, y se cuida (como ocurre, de otra manera, en Argentina 1985, de la que fue guionista) de que no parezca un film antiperonista, pero sus principales problemas son otros. Al sostener que no quería hacer un documental sobre su padre “de esos en los que se sacan fotos y cartas de una caja”, ningunea a varias hermosas películas de ese tipo (como Carta a un padre, de Cozarinsky) y se despreocupa de poner en práctica esa ambición sin declamarla infantilmente. Por otra parte, la película de Llinás le escapa a la didáctica pero resulta egocéntrica y trivial, con chistes que parecen dirigidos a sus fans, que (en CABA, al menos, a juzgar por la sala colmada de la Alianza Francesa donde pude verla) no parecen ser pocos. El premio a Mejor Largometraje que obtuvo, teniendo en cuenta que casi todos los años El Pampero (la productora que integra) se lleva alguno, termina poniendo en duda el hecho de que el BAFICI procura descubrir, y recompensar, a nuevos valores.
DOS DE LA COMPETENCIA INTERNACIONAL. La portuguesa Índia, dirigida por un director de extraño nombre (Telmo Churro), es un recorrido por sitios y museos de Lisboa –con la excusa argumental de un guía turístico que, junto a su padre, debe acompañar a una turista brasileña– que emplea con libertad recursos creativos, oscilando entre la nostalgia y un tímido humor absurdo, pero sus voces en off y la dudosa efectividad de algunos chistes la tornan monótona. La chilena Muertes y maravillas, en cambio, escrita, dirigida y editada por Diego Soto, es igualmente mansa pero deja un efecto más persistente, siguiendo a tres jóvenes amigos que reparten su tiempo en vagabundeos varios, acompañando a un compañero enfermo (cuya muerte es sugerida con una admirable elipsis) e interesándose por la poesía después de descubrir un libro, lo cual no impide que un personaje diga, por ejemplo, Acá en Chile los precios son más altos que los salarios. Sensible film menor, amable con el espectador, obtuvo un Premio Especial del Jurado.
UN RESCATE, DOS CORTOS. En homenaje al centenario del nacimiento de la escritora y guionista rosarina Beatriz Guido, hubo una exhibición de objetos (libros, afiches) y la proyección ¡en 35 mm! de La casa del ángel (1957), La caída (1959) y El secuestrador (1958): tuve la oportunidad de ver esta última en una de las salas del Centro Cultural San Martín, intensa experiencia por los méritos del film, su valor histórico y la fortuna de apreciarla en esas condiciones, sumándose la satisfacción posterior de ver a un grupo de adolescentes de ambos sexos, eufóricos con lo que acababan de ver.
Entre los numerosos cortos que formaron parte de la programación, vale destacar los de dos artistas audiovisuales de valiosa trayectoria: Ernesto Baca y Gustavo Galuppo Alives.
En Fragmentación de un paisaje patagónico, Baca combina un breve poema de Roberto Santoro con material en super 8 misteriosamente encontrado bajo el rótulo Viaje a Puerto Stanley, 1981, es decir, antes de la Guerra con el Reino Unido. Un sugestivo ejercicio experimental de apenas tres minutos.
De Galuppo –único rosarino en esta edición del BAFICI, exceptuando la ya mencionada Beatriz Guido y Cristina Zaccaría Soprani, que da su testimonio sobre el legendario film de su padre El hombre bestia en Otra película maldita, documental sobre el cine de terror en Argentina– se exhibió Íntima, parte de una serie de obras realizadas a partir de impresiones en papel intervenidas materialmente. No mires, repite al comenzar (como le decía el protagonista de Tesis a Ana Torrent en una escena crucial de esa película), Siempre vuelven. Acá están. Yo te previne. La acariciante voz de GGA, inquietando con advertencias y reflexiones sobre espectros y demonios, acompaña una sucesión de imágenes editadas con una sofisticación sorprendente, superior incluso a trabajos anteriores suyos. Reverberaciones de las primeras experiencias del cine y del género de terror, con una banda sonora en la que rock y música amenazante se combinan con risas infantiles, más interrupciones que insinúan ataques, transmiten realmente una sensación angustiante. En la segunda de sus sesiones, suspiros (y sobre todo, escuchar la palabra besos) suavizan el atormentado ánimo que impera en el corto, perturbadoramente bello.

Por Fernando G. Varea

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Sensible crónica de otro niño solo

RINOCERONTE
(2022; dir. Arturo Castro Godoy)

El comienzo no puede ser mejor: cuatro o cinco planos fijos sucesivos en los que, con pocos elementos, sin textos ni diálogo, se expresan elocuentemente características de la vida diaria y rasgos personales de Damián, preadolescente a la deriva. Ya desde allí, Castro Godoy (realizador venezolano residente desde chico en la ciudad de Santa Fe, donde está filmada la película) hace un uso admirable del sonido y el fuera de campo, respetando siempre el punto de vista del pibe en cuestión: a su padre, por ejemplo, se lo oye sin que se lo vea, como tampoco hay primeros planos de los adultos con los que Damián interactúa de diferentes formas, desde un chofer de colectivo hasta los asistentes y especialistas que lo acompañan y contienen en un hogar de tránsito. Solo cuando empieza a confiar en un amigo de su edad y un terapeuta (Diego Cremonesi), aparecen primeros planos de esos rostros, además de algunas conversaciones menos problemáticas, resueltas con delicada tensión.
Las películas de ficción de Castro Godoy cuentan historias de manera clásica y cronológica, con el eje en los conflictos que sobrellevan la paternidad, la institución familiar y el vínculo entre chicos y adultos. Tanto en El silencio (2016) y en Aire (2018) como aquí, ciertos intérpretes conocidos se cruzan con otros que no lo son, sin que eso dificulte la verosimilitud general; en este caso, además, como en El silencio, una secuencia emotiva permite que temores o sentimientos contenidos estallen en el tramo final, sin ceder a un desborde lacrimógeno.
A Rinoceronte –título que, en principio, alude a un juguete y al dibujo en una pared– debe agradecérsele el pudor y la sensibilidad con los que cuenta una crónica dura, recurriendo a detalles simples y oportunos. Aunque uno desearía que Damián recibiera mayores explicaciones de los adultos para entender su situación, y a pesar de que el relato del pasado del terapeuta puede sonar algo forzado, no son pocos los aspectos estimables del film: la combinación de comprensión, paciencia, resignación y cansancio de los adultos del hogar de tránsito (interpretados con precisión por Cremonesi, Eva Bianco y otros), la sutileza al mostrar –como distraídamente– las cicatrices en el cuerpo de Damián o su sorpresa ante algo tan poco habitual para él como el perfume de un jabón, la inteligente decisión de no recargar con música los climas logrados por ciertos diálogos. Damián habla poco, pero dice mucho: ¿Quéres volver a tu casa? ¿No te fajaban a vos? se sorprende su amigo; Sí, pero era mi casa, responde Damián.
Entre los aciertos debe mencionarse el notable trabajo de dirección actoral con los niños, destacándose Vito Contini Brea como Damián, expresivo en cada uno de sus movimientos, su desaliño, su parquedad y su mirada (conmovedora la escena en la que vuelve a ver su casa). Desde ya, cuando el próximo año aparezcan las nominaciones a los Cóndor u otros premios destinados al cine argentino, sería justo que Contini Brea compita como Revelación Masculina de igual a igual con Santiago Armas Estevarena, el recordado Strasserita de Argentina 1985 (2021/2022, Santiago Mitre).

Por Fernando G. Varea

El cine argentino tiene quien lo discuta

Tanto en sus documentales (M, Tierra de los padres, Adiós a la memoria) como en sus escritos, Nicolás Prividera cuestiona, discute, desliza interrogantes al tiempo que plantea sus opiniones, fundamentándolas con lucidez. El hecho de que su madre haya sido secuestrada y desaparecida en marzo de 1976 –cuando él tenía apenas cinco años– seguramente influye en su necesidad de reflexionar insistentemente sobre la memoria y los conflictos que atraviesan la historia de nuestro país. En los últimos años, entre sus preocupaciones se encuentra el rumbo que ha ido tomando el cine argentino, expresándose en textos difundidos en distintos medios y en dos libros: El país del cine – Para una historia política del nuevo cine argentino (2014) y Otro país – Muerte y transfiguración del nuevo cine argentino (2021), ambos publicados por Editorial Los Ríos. Sobre este último (que dedicó a David Viñas y Horacio González, “maestros en la lectura dramática de la historia argentina”) hablamos con él.
– ¿Cómo surgió tu interés por escribir sobre cine?
– En realidad, yo empecé a escribir antes que a filmar. Hacía crítica de cine en Cineísmo, uno de los primeros sitios que existieron cuando recién aparecía internet. Inevitablemente fui decantando por el cine argentino porque es mi tema. Debería ser el tema de todos los cineastas argentinos, aunque uno no espera que todos se pongan a escribir sobre esto. Para mí fue natural, creo que la relación entre la crítica y la realización es un ida y vuelta. Incluso fue natural seguir escribiendo después de haber filmado. La mayoría no sigue ese camino, y no solo acá: pienso en tipos como Godard o Truffaut, que empezaron en la crítica y después, de alguna manera, fueron abandonando la escritura. Pero pensar el cine es consustancial al propio trabajo del cine. Además, los que no somos prolíficos ni estamos metidos en una lógica industrial, cada tanto con suerte podemos hacer una película, mientras que escribir podemos hacerlo siempre. Mis libros, sobre todo el primero, fueron productos más aluvionales. Otro país… ya lo fui pensando como un segundo tomo, tejiendo de modo más consciente la relación entre presente y pasado. Esto significó también redescubrir un montón de películas que no había visto, porque nadie nace sabiendo ni habiendo visto todo. Yo pertenezco a esa generación que no solo no veía cine argentino clásico sino que en general lo despreciaba, así como nuestros abuelos de los años ’60 despreciaban ese cine previo. Lo descubrimos después.
– ¿Y por qué darle tanta importancia a este “nuevo cine argentino” de los años ‘90?
– Yo soy parte de la generación del ’90 y por lo tanto parte de ese cine, aunque lo critique de alguna manera. En todo caso, soy un cineasta crítico dentro de su propia generación. También porque soy un hijo de los ’70, literalmente. Creo que hay una generación innominada en el cine argentino que es la de los ’80. La del ’60 a veces llega hasta los ’70 –porque se habla de generación del ’70 en política pero no en cine– y después se salta al “nuevo cine argentino” de los ’90. Pero en el medio hay un montón de cineastas que conforman esa generación: Alejandro Agresti, Martín Rejtman, Ana Poliak, Juan José Campanella. Son muy diferentes, aunque si uno busca la unidad creo que se encuentra en que fueron adolescentes o muy jóvenes durante la dictadura y eso está, de un modo u otro, presente en sus películas.
– En tu libro sostenés que Aries tuvo sus mejores y peores exponentes en los años ‘80. Yo pensaba si los mejores no serían algunas películas de Fernando Ayala de los ’60 o La Patagonia rebelde (1974, Olivera).
– Probablemente yo haya estado pensando en Adolfo Aristarain. Después de hacer las películas de Porcel y Olmedo y cosas sinuosas, la gran apuesta de Aries fue Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982). También Plata dulce (1982, Ayala), donde se ven los efectos del neoliberalismo en la subjetividad. Probablemente esa sea una de las primeras películas, junto con La parte del león (1978, Aristarain), donde aparece la idea de salvarse, de vender a cualquiera para hacerse de un botín, algo que examina muy bien Marcela Visconti en su libro Cine y dinero. Esto más allá de si Plata dulce era buena o mala. No hace falta que sea una gran película, lo importante es que estaba abierta a lo que sucedía, dejando un registro de eso. Algo que al cine argentino más reciente le cuesta mucho hacer, si es que lo hace, de un modo por lo menos consciente.
– Entre los cineastas que destacás en tu libro están Fabián Bielinsky (decís incluso que Santiago Mitre no llega a ser su heredero) y Lucrecia Martel. Cuestionás bastante, en cambio, a Martín Rejtman.
– El problema con Bielinsky es que su muerte cerró su obra, si bien era una obra abierta. Uno se pregunta qué estaría filmando hoy, porque sus películas eran medio dialécticas. Nueve reinas (2000), con todo ese mecanismo de guion y de cine clásico, es más argentina que el dulce de leche. Esto se nota con la traslación que hicieron los norteamericanos, que no funciona en ningún sentido. Hay algo allí que tiene que ver con el retrato de un momento, incluso profético si se piensa en la escena final del banco, pre 2001. El aura (2005) es más abstracta, es una película sobre el ver, sobre las miradas, más Blow up (1966, Antonioni). Tiene que ver con la percepción. Además Bielinsky, junto con Campanella, fueron los directores que de alguna manera refundaron un cine industrial sólido. En cuanto a Rejtman, el problema es el equívoco respecto de su cine. Incluso un crítico sagaz como Emilio Bernini, de modo inexplicable para mí, habla de “la poética de la abstención”. Y uno ve que el sistema Rejtman empieza a chirriar, si somos sinceros y no solo fans. Porque Dos disparos (2014) no es lo mismo que Rapado (1994). Esos adolescentes lánguidos de 1994, trasplantados a 2014 ya no funcionan. En todo caso funciona más la parte de los padres, que son de la generación de Rejtman. Ahí hay una mirada más sarcástica, que es lo más interesante. En ese sentido, su gran película para mí es Los guantes mágicos (2003), donde más aparece filtrada la realidad política, con personajes cercanos a la propia generación de Rejtman y a su propio presente. Es una película muy crítica hacia la clase media argentina, su deriva cultural, social, política y económica, si recordamos el personaje que se quiere salvar precisamente con los guantes en cuestión, importados de no sé dónde. Uno podría ponerla en esa serie imaginaria junto con Plata dulce o incluso antes, La calle grita (1948, Demare), entre los pocos ejemplos que hay en el cine argentino de ficción. Y en cuanto a Martel, yo la veo como una hija de Nilsson y Favio.
– Con su mirada de mujer, que no era tan manifiesta en la obra de ambos, salvo que uno lo piense por el lado de Beatriz Guido. Es una de los aportes del cine de Martel ¿no?
– Y claro, desde ya.
– En tu libro analizás también el rol de la crítica, objetando, por ejemplo, que la revista El Amante hiciera del “antiintelectualismo su bandera”, o que ciertos críticos en la actualidad elogien una película porque “es política y de la buena” o porque no está “politizada”.
– Alguien debería hacer una tesis sobre el derrotero de El Amante, en relación a la realidad política y qué pasó con lo que era su línea editorial, dónde empezaron y dónde terminaron sus plumas más recordadas. Ahora algunos de ellos escriben en Seúl, el órgano del macrismo, la derecha o como le queramos llamar. Antes había un blog llamado Los trabajos prácticos donde estaba Hernán Iglesias Illa (director de Seúl, funcionario macrista y escriba en las sombras de Macri) y algún que otro Amante como Gustavo Noriega. Revisando esos textos uno podría ver esa deriva, qué fue de cierto progresismo. Desde ya, en los años ’90 era fácil ser antimenemista: ahí se juntaban los antiperonistas, la izquierda… Estábamos todos en una misma vereda. Después del 2001, y sobre todo a partir del kirchnerismo –que fue un nuevo avatar del peronismo pero un avatar de centro izquierda, así como el menemismo había sido de centro derecha, muy cercano en términos de lógica económica y cultural a lo que fue y es el macrismo y sus adyacencias–, se generó la famosa grieta, que no es nueva en la historia argentina pero que, de alguna manera, ordenó el campo cultural e intelectual. Insisto en que habría que buscar esas viejas revistas de El Amante y empezar a ver ahí esos signos. Aun cuando había notas políticas como una que escribió en plena crisis del 2001 Quintín, que hoy uno firmaría. El que no la firmaría es él… La tendencia al impresionismo o la crítica subjetiva, el cahierismo en el peor de los sentidos (el de la opinión fuerte a veces con argumentaciones no muy sólidas pero dichas a los gritos, digámoslo así), eran características de la revista junto con la vocación de discusión, paradójicamente. Tenía una línea editorial en la que se atacaban y defendían ciertas cosas, con el cine argentino como una de las cuestiones centrales. Hoy no veo en la crítica de cine, ni en las revistas de papel ni en las digitales, una línea editorial tan precisa ni una reflexión constante en relación a la problemática del cine argentino.
– En uno de los comentarios de tu libro señalás que el INCAA “mal o bien, prohijó la nueva época de oro que tuvo el cine argentino durante los últimos veinte años” ¿A qué te referís?
– Claramente, en términos de producción hubo una cantidad de películas producidas o filmadas –ni hablar de documentales, que literalmente explotaron– por lo que puede decirse que nunca se filmó tanto como en los últimos veinte años del cine argentino. Si en el futuro se sigue filmando tanto será considerado algo normal, si no es así quedará como época de oro como lo fue aquella en la que también había una producción sostenida básicamente, más allá de la calidad de las películas.
– Al escribir sobre La flor (2018, Llinás) decís que allí “todo es posible salvo la realidad”.
– Sé que la palabra “realidad” puede tener muchos sentidos, yo la pienso en referencia a David Viñas y Literatura argentina y realidad política, un libro sobre cómo la literatura expresó la realidad argentina. La flor es una película de una ambición y una desmesura total. Uno imagina todas las películas posibles que podrían estar en La flor. Podría durar más horas o ser infinita, y aun así probablemente estaría faltando lo que llamamos la realidad. Por supuesto que la época siempre se va a leer en una película, aunque sea por las pintadas que aparecen en las calles, o incluso por las no referencias, pero uno puede ver La flor en cualquier momento, o dentro de cincuenta años, y será siempre una suerte de burbuja. Hay referencias temporales pero son foráneas, las locales son las que más hacen ruido. Como el episodio de los cantantes: parecerían ser los primeros ’80, pero evita la referencia concreta como si eso pudiera perturbarla.
– El año pasado, tres revistas concretaron una encuesta de cine argentino, muy celebrada y discutida, después de la cual Fernando Martín Peña llevó adelante exhibiciones de las películas más votadas, que fueron muy concurridas.
– Todo es bienvenido. Pero no sé si proyectar Los paranoicos (2008, Medina) en el Malba aporta mucho para repensar la historia del cine argentino. En relación a la formulación de la encuesta yo escribí una larga nota donde creo que quedó bastante claro lo que pienso. Con otra encuesta reciente, organizada por Sight & Sound, pasó algo parecido. Está bien ampliar la cantidad de votantes, pero tenés que darles reglas muy precisas para que no se convierta en algo sin eje. En la de cine argentino se votaron tantas películas de la década del ‘50 como del 2020 para acá. Tal vez una regla podría haber sido no votar películas de los últimos cinco años o no autovotarse. No estoy en contra de abrir la encuesta más allá de la gente que supuestamente tiene algún saber sobre el cine argentino, al contrario, pero entonces hagamos una encuesta pública por internet y que vote cualquiera. Seguramente saldría primera Esperando la carroza (1985, Doria) o cosas así, y está muy bien, serían las películas más populares. Pero una lista que intenta pensar un canon de las películas más recordadas, o que por algún motivo consideramos mejores (no porque lo sean, eso objetivamente no existe), permitiría conocer la mirada que un grupo tiene sobre el propio campo, digamos. Eso sería interesante. La encuesta que hicieron me parece que está viciada porque aparecen películas medio inexplicables por esa cosa de los fans, que pueden tener Los paranoicos o Silvia Prieto (1999, Rejtman). Otra cosa que denota es la falta de conocimiento del cine argentino de décadas previas por parte de muchos votantes.
– Vos has dicho que los resultados de esa encuesta deberían aprovecharse para debatir.
– Para eso son las encuestas, supongo. Pero hasta ahora no ha sucedido. Y algo peor: hay muchas de las películas más antiguas, o previas a las contemporáneas, sobre las que no tendremos opiniones de sus realizadores y nadie les fue a preguntar nada en vida. Y no nos tenemos que ir tan lejos ¿eh? Se sigue muriendo gente a la que nadie ha ido a entrevistar. A pesar de que tenemos más estudiantes de cine en Argentina que en otros países de América Latina y probablemente de Europa, todo ese interés por el cine argentino no se traduce en estas cosas. En una de esas revistas digitales entrevistan por ejemplo a docentes, todos en general bastante jóvenes, mientras uno diría que tal vez sea más urgente ocuparse de los pocos sobrevivientes que quedan del cine argentino de los años ’60 y ‘70. Cuando se mueren, uno se lamenta que nadie les hizo una entrevista en profundidad: pasó con Solanas, con Favio mismo. Está el libro de Adriana Schettini, que es de los años ’90 y que tampoco agotó todo lo posible de ser preguntado… Nadie se tomó tampoco el trabajo de hacer un equivalente argentino de la serie francesa Cineastas de nuestro tiempo.

Por Fernando G. Varea

Los espacios de la memoria

LA CASA DE LOS TÍOS
(2022; dir. Verónica Rossi)

Las primeras imágenes lucen difusas, de colores disgregados, hasta que el sonido permite advertir que se trata de la proyección de viejas diapositivas. Las personas que empiezan a aparecer allí van siendo reconocidas, no sin sorpresa, por Mariano –quien luego irá acompañándonos con su presencia y su voz en off– y sus hijos (un varón y una nena avispadísima). Pronto descubrimos que detrás de la cámara que registra momentos como ese se encuentra Verónica Rossi, directora de La casa de los tíos y productora junto a Ana Taleb.
El film precisamente se llama así porque Mariano descubre en esas antiguas fotos a sus tíos y la casa que habitaban en Río Ceballos junto a sus primos Pepe y Migue, militantes políticos asesinados, siendo muy jóvenes, en distintas circunstancias. El reencuentro no es solo a través de fotografías sino de la vivienda misma, ya que después de varios años la abre, explora y recorre. Entonces, aunque la casa es hermosa y también lo es el entorno (las apacibles sierras de Córdoba), afloran recuerdos apesadumbrados y reflexiones agridulces, mientras se va hurgando en revistas, cartas y documentación familiar que ha perdurado en estanterías y cajones. Con naturalidad, en medio de conversaciones informales, el film provee información sobre el compromiso social del tío médico y la participación de los primos de Mariano en ciertas luchas y reivindicaciones que encendieron a buena parte de la juventud argentina a fines de los años ’60.
El hecho de desmontar y desmalezar el lugar no transmite la sensación de un allanamiento policial sino, en todo caso, una idea de exploración, de rastreo, de cariñosa búsqueda de restos de un pasado en el que confluían momentos angustiantes y felices, actitudes solidarias, la entereza del tío Miguel y la contención de su esposa Hilda.
La intimidad familiar en la que se mueve Mariano permite que algunas de las cosas que cuenta o evoca parezcan confesiones, como quien piensa en voz alta entre seres queridos: “Siento que he vivido entre fantasmas”, dice en un momento. Otros parientes y algunos vecinos suman sus voces, siempre de manera casual, ya que La casa de los tíos evita el didactismo impostado. Es interesante cómo registrando la inspección de esa casa por cuestiones familiares, va trazándose espontáneamente un bosquejo de lo que fue la historia argentina desde el primer peronismo hasta la última dictadura. Pocos apuntes bastan: por ejemplo, un fragmento documental en colores en el que se ve al presidente Arturo Illia (algo poco común en nuestro cine), o la valiente carta escrita por el tío Miguel a la revista Primera Plana, haciendo referencia al asesinato de su hijo de veintidos años y a una “campaña que tiene tanta similitud en toda Latinoamérica”, preguntándose en 1972 a qué consecuencias llevará “esta siembra de odio”. U otra carta, dirigida a un prominente político cordobés de la época, cuestionando el rol del peronismo ante la masacre de Trelew.
Aunque en la Argentina actual no faltan discusiones simplistas sobre hechos históricos que aquí aparecen a veces medio de soslayo, el film de Verónica Rossi procura la humanidad y la comprensión antes que dejarse ganar por la indignación. Esto incluye un tramo final benigno, en el que se revela el motivo de la conservación de una sencilla maqueta, y en el que ciertas señales de reparación histórica se funden con la emoción que despierta ver, desde remotos registros familiares (y con el acompañamiento de la oportuna música de Pablo Sorini y Pablo Alfredo Vergara), a Pepe y Migue jugando en un arroyo serrano con toda su luminosa juventud, o los pies descalzos de la tía Hilda caminando con suavidad sobre el agua, entre las piedras de la Historia.

Por Fernando G. Varea

La reina que desnuda

LA REINA DESNUDA
(2022; dir. José Celestino Campusano)

(Por EZEQUIEL GUERRICO)
Victoria: la vikinga. Entre la promiscuidad, la desfachatez moral y su posición de clase, se desenvuelve Victoria (de treinta y tantos o cuarenta y pocos), desequilibrando la taciturna vida de la ciudad santafesina de Gálvez. Pueblo chico infierno grande reza el refrán, pero para la libido de la protagonista no hay más infierno que el que se gesta como loop en su vientre violado desde adolescente.
La reina desnuda, de José Celestino Campusano y la productora CineBruto, nos entrega una nueva edición de su canon cinematográfico y tal vez una de las mejores performances en un protagónico femenino, a cargo de la rosarina Natalia Page. Esta femme fatal de la segunda década del SXXI, a diferencia de las blondas que supieron lucirse en pantalla en el noir policial del anterior siglo, no mata, no traiciona, no manipula: pero te la pone, te doma, te ubica. El correctivo antimoral que aplica va más allá de ella, y es ella. Lejos de moralizar, su “violencia” defensiva es táctica contra todo pero a favor de nada, su antiheroísmo es más vindicador de su desidia que una posición política militante. Léase: no, no es feminista en el sentido de praxis colectiva o de la cuarta ola, por ejemplo. Es un feminismo anarco individualista en épocas de Trump y decadencia progresista, de crisis de ideas, de terraplanismo y bitcoin.
Natalia Page se come la película: el registro actoral que logra la actriz en confluencia con el “dispositivo” cine bruto es de lo mejor que se vio en la filmografía de José Celestino. Está al nivel de los best moments del entrañable Vikingo pero por ahora sin secuela.
Violar el método, los métodos. Ética y belleza: des-respetando la imagen como objetividad de la belleza, el registro es más perverso que lo que el neurótico cree. Ahí radica la belleza de este cine. En un dialogo de Vikingo, uno de los personajes pregunta irónico: ¿Y el hígado?; ¿Qué hígado?, responde el segundo. Ambos ríen y fin del chiste. Podríamos reemplazar hígado por belleza. Explicitemos: los labios carnosos de tal «actriz del momento» yanqui, british o francesa, contra el de la morocha que va en patas al quiosco del barrio. Elija su propia belleza.
El tótem de la estética un poco nublado en la era del smartphone y de la compulsión, a la creación de imágenes que autoritariamente democratizan las social networks, se vuelve difuso; registrarlo todo es una contradicción dentro de lo contradictorio. El filtro predeterminado que todo lo “embellece”, la banda sonora random de algún clásico del rock, enaltecen no solo una story de Instagram sino también una serie de Netflix o el último producto audiovisual del impotente artístico de Adrián Suar. Entonces: ¿Qué hígado?
Violar la regla como método honesto de construcción artística, narrativa, estética, constituye lo más importante de la obra del binomio Campusano/CineBruto.
Del western del conurbano bonaerense hacia la pampa gringa. Este Clint Eastwood argento y suburbano –el realizador–, peronista por emisión u omisión, se une a directores tan disímiles como cercanos, de Pedro Almodóvar a John Ford y Sergio Leone, de Nicholas Ray a Scorsese; el progresismo de su obra radica tal vez en su conservadurismo territorial.
“Si el cine muere el único capaz de revivirlo sería John Ford”, dijo alguna vez Jean-Luc Godard. El melodrama sucio y desprolijo del autor de Vikingo, Vil romance o Fantasmas de la ruta es quizás la última carta de la pulsión cinematográfica. En tiempos de salas de cine muertas, resucitadas como iglesias o templos, y de la perversa multisala mainstream hegemonizando el business con sus recetas de tanques hollywoodenses, que expulsa y asesina todo lo que no se vea como oro e insinúa como mierda lo otro que, en realidad, es una expresión artística y cultural de calidad. Otra calidad.
¿Qué tiene que ver el autor del encabezado de este subtítulo con el cine del salvador que propone? Nada en términos de método narrativo/estético, todo en términos de tradición y poética. El cinebruto que propone todo el dispositivo que centraliza Campusano, con su diseño de producción en todas las etapas (desde técnicos a personajes, no actores y actores y actrices), es del cine necesario que genera fandom y mueve el amperímetro aunque pareciera caer en el nicho. Claro que combate contra grandes molinos las industrias culturales, pero tal vez caiga en el pecado de quijotarse.
SI en los 90s el nuevo cine argentino irrumpía en nuestra vida con Pizza, birra, faso como nave nodriza de una generación, tal vez el cine de Campusano deba pensarse como la superación estética en clave “lumpen”. Lo lumpen no como categoría de lo malo (lo no bello), lo moralmente repudiable, sino como lo que está y hay que “filmar”, lo que se ve pero se oculta.

Pueblo chico, historias grandes

TRENQUE LAUQUEN
(2017/2022; dir. Laura Citarella)

El propósito es claramente lúdico: reposada y cuidadosamente, van desplegándose situaciones que implican búsqueda de rastros, encuentro de papeles semiescondidos o de un audio revelador, descubrimiento de sitios misteriosos, desmenuzamiento de posibles pistas, interés por secretos y vestigios de la Historia. De hecho, puede decirse que está planteada como un cuento, o varios cuentos en realidad, que se entrecruzan sin dispersarse, gracias a un hábil guion. En varios tramos, una voz (generalmente la de Laura, la inquieta protagonista) lee o relata, convirtiendo distintos acontecimientos en historias dignas de asombro.
Dos peculiaridades caracterizan esta inmersión en intrigas menores o no tanto: la delicadeza que esparce a lo largo de sus cuatro horas y veinte minutos (entre cartas y flores, bares pueblerinos y bibliotecas, circulan voces nunca estridentes, y hasta la ocasional lectura de ciertas palabras escritas en unos textos eróticos se hace bajando la voz, gesto desacostumbrado en el cine argentino de estos tiempos) y su impronta feminista, que se manifiesta con más o menos sutileza según los incidentes que van aconteciendo, abarcando desde la participación de Laura (Paredes) en un programa radial para hablar de “Mujeres que hicieron historia”, o la revelación de una lejana historia de amor de una maestra con un extranjero, hasta la atracción que ejerce sobre ella una pareja algo enigmática (encarnada por Elisa Carricajo y Verónica Llinás): “Las amaba cada día más, quería ser ellas”, confiesa en un momento.
El espectador sensible sabrá dejarse seducir por la manera con la que se dosifican los detalles, descubriendo la mirada que diferentes personajes tienen sobre lo que ocurre o pudo haber ocurrido. Además, Trenque Lauquen crece estirando las posibilidades de los géneros, yendo de la intriga detectivesca y el romanticismo sosegado al terror –con más conversaciones y tensión que sobresaltos concretos–, sin abandonar nunca la deriva de la aventura.
La principal objeción que puede hacérsele es que, por momentos, parece un desprendimiento de Historias extraordinarias (2008) e incluso La flor (2018), las ambiciosas películas de Mariano Llinás (colaborador aquí en el guion y el montaje). Cuando se escucha a Laura decir “Supongamos que…” o “Imaginemos esto…”, o se ven imágenes ilustrando lo que dice la voz en off, resulta inevitable relacionar Trenque Lauquen con esos antecedentes de El Pampero Cine, del que Citarella es productora. Algunos de los segmentos que transcurren en un estudio de radio estancan la acción, así como se dibujan con trazos ligeramente gruesos la secuencia en una escuela primaria (de un costumbrismo fraterno que recuerda ciertos films de Carlos Sorín) y los personajes del periodista deportivo y la extrovertida empleada municipal.
Están también los problemas que ya aparecían en las películas de Llinás antes mencionadas: ¿por qué no acotar, de alguna manera, esa duración desmesurada? Hay alusiones a decisiones desatinadas del intendente de la localidad e incluso al avance de la “centroderecha”, según se lee fugazmente en un artículo periodístico, pero ¿por qué ninguno de los personajes tiene problemas económicos ni laborales? ¿Por qué, a propósito de la “laguna artificial” que proyecta el intendente, no deslizar algún apunte perspicaz sobre otras fuerzas vivas, más allá de la dirigencia política? No es que uno hubiera deseado enturbiar un film que pretende ser cordial, sino verlo alejado lo más posible de cómodos lugares comunes.
Por encima de estos reparos, Trenque Lauquen –premiada tres meses atrás como Mejor Película de la Competencia Latinoamericana en el Festival de Mar del Plata– ostenta calidad, sin arrogancia ni rasgos de esnobismo. Con sus ojos vivaces, su sonrisa y sus medidos tonos de voz, Laura Paredes impone más encanto que verdad: pese a su indiscutible profesionalismo, parece faltarle algo para transmitir plenamente la zozobra o la pasión que conducen a su personaje a tantas averiguaciones y a querer liberarse de ciertas ataduras. Están muy bien Rafael Spregelburd (el novio de Laura) y Juliana Muras (la conductora radial), y contribuye decididamente al clima general del film la comunicativa presencia de Ezequiel Pierri (Chicho), de mirada profundamente melancólica .
El sonido ambiente (demasiado interrumpido por la música) y el admirable trabajo con la luz natural se integran notablemente al rigor de Citarella como directora: la precisión de muchos encuadres (un improvisado picnic de Laura con Chicho, los pasajes imaginados en Italia, el plano general del encuentro de una extraña criatura en la laguna con personas y automóviles rodeándola, el bello recorrido final por lugares de la pampa bonaerense) y los acariciantes fundidos encadenados, logran dar forma a este film apacible y cautivante.

Por Fernando G. Varea