Bafici 2023: diversidad, divino tesoro

Tiempo atrás escribíamos aquí que uno de los motivos por los que puede ser valorado un festival es por las películas que programa y premia: en ese sentido, el BAFICI sigue siendo un evento necesario y disfrutable, a pesar de algunos reparos. Es que –más allá de que ya poco tiene que ver con el maravilloso vértigo de propuestas e invitados de hace unos quince años– la cinefilia sigue atravesándolo, saludablemente.
Los reproches que pueden hacérsele a su edición Nº 24 son las consecuencias poco disimuladas de un evidente recorte presupuestario (pandemia, crisis económica y decisiones institucionales fueron llevándolo a este achicamiento), pero también la transformación que, casi imperceptiblemente, fue afectando a algunas secciones (desaparecieron Derechos Humanos y Competencia Latinoamericana, en tanto el material reunido en el apartado Políticas mostró un forzado intento de evitar temáticas con las que no simpatiza la coalición que gobierna la ciudad de Buenos Aires). Cierta flexibilidad para el ingreso a las salas de los periodistas acreditados compensó la falta de funciones de prensa, y la programación, aunque acotada, supo ser lo suficientemente diversa como para generar entusiasmo en espectadores con distintas predilecciones: amantes del cine animado, la comedia o el terror, seguidores de la obra de directores que trabajan al margen de la industria, interesados en la exhibición de films de otros tiempos en copias restauradas, en cortos y largos, ficciones y documentales.
A continuación, mis opiniones sobre algunas películas que pude ver durante mi paso por el festival.
LO NUEVO DE TRES BUENOS DIRECTORES. En Trayectorias fue programada Afire, del alemán Christian Petzold (Bárbara, Ave Fénix, Transit, Undine), uno de los pocos directores de relevancia internacional de los que cabe esperar algo bueno con cada nuevo trabajo. Premiada recientemente en Berlín, Afire divierte con un personaje curioso dentro de los que habitan la filmografía de Petzold: un joven algo reprimido y dubitativo (interpretado por Thomas Schubert), envuelto en un encadenamiento de imprevistos y equívocos en los que intervienen un amigo, la mujer que cuida la casa de verano donde pasan unos días (la luminosa Paula Beer) y un cuarto personaje que suma ambigüedad a la trama. El temor del protagonista a desenvolverse con espontaneidad, a dejarse llevar por demostraciones de afecto y por la propia naturaleza que lo rodea –excusándose con el cumplimiento de sus obligaciones–, deriva en situaciones graciosas sin descender a la burla, sobrevolando cierto encantador desconcierto. Un film serenamente bello, apenas misterioso, en buena medida alegre, con un tramo final que reúne hechos demasiado realistas y precisos para lo que se venía contando.
La francesa L’Envol (o Scarlet), dirigida por el italiano Pietro Marcello (La bocca del lupo, Martin Eden), que pasó por la Quincena de Realizadores de Cannes y pudo verse en Bafici también en Trayectorias, parte de un texto de Alexander Grin para plasmar la historia de una niña que crece en un ambiente rural junto a su padre, endurecido por su experiencia durante la Primera Guerra Mundial, y una vecina (excelente Noémie Lvovsky). Un drama que seduce enormemente con su belleza impresionista, las alternativas que van viviendo sus personajes (sobre todo su heroína, encarnada en su juventud por la bella Juliette Jouan), y el sutil poder que sugieren oficios nobles como el canto y la elaboración de juguetes de madera. Arriesga más al combinar materiales (breves fragmentos documentales insuflando realismo, música en momentos imprevisibles) que al forzar un encuentro en el desenlace.
Passages no solo formó parte de Trayectorias sino que el propio director, el estadounidense Ira Sachs (Por siempre amigos, Frankie) estuvo presente. En principio, el largometraje –preestrenado este año en Sundance– propone un triángulo amoroso entre un impulsivo cineasta (el alemán Franz Rogowski, habitual en el cine de Petzold), su marido (el británico Ben Whishaw, de Ellas hablan) y una maestra (la francesa Adèle Exarchopoulos, de La vida de Adèle). Pero si bien lo romántico, e incluso lo erótico, tienen su importancia en el relato, queda claro que a Sachs le interesó ir más allá, atraído por los vínculos entre estos seres frágiles pero decididos (a los que se suman circunstancialmente los padres de la chica y un cuarto en discordia), como si tuvieran vida propia. El que encarna Rogowski puede representar inmadurez, egoísmo, independencia o una suerte de recorte generacional: Passages estimula la discusión, y aunque podría inclinarse hacia el melodrama, por momentos parece preferir la comedia, o al menos una falta de gravedad y crueldad que se agradece, lo mismo que el hecho de evitar una puesta en escena chata o, digamos, televisiva.
CINE ARGENTINO: SELES, FARINA, LLINÁS. El premio a Mejor Largometraje de la Competencia Argentina fue para Terminal Young, escrita, dirigida y editada por Lucía Seles, alguien cuya personalidad y obra resultan atractivos para un festival como el BAFICI; de hecho ya tiene admiradores aunque sus películas anteriores no trascendieron mucho más allá de espacios porteños como la Sala Lugones. Terminal Young puede apreciarse como continuación o desprendimiento de trabajos previos, o no (como fue mi caso). Apenas empieza, se percibe que se trata de varios personajes relacionados entre sí, quienes, entre conversaciones nerviosas y tensas acciones cotidianas, hacen lo que pueden con sus vidas. La agitación de la cámara, tanto como algunos topetazos del montaje, son funcionales con el propósito de jugar con la inestabilidad emocional de estos seres que incluyen un treintañero inocentón y su madre (impagable Susana Pampín), una tenista de tendencias agresivas y otros, todos creíbles aunque lo que dicen y hacen se desliza ligeramente desde el realismo hacia un humor absurdo, medio inesperado. Sorprende que la atención que Salas deposita en gestos, miradas y repetición de algunas frases o lugares comunes (que tal vez todos tengamos) encuentre un apoyo tan admirable en sus actores y actrices, que bien podrían haber merecido un reconocimiento del jurado. La secuencia en la que distintos invitados van llegando a una reunión de cumpleaños, por ejemplo, demuestra una gran capacidad para manejar una supuesta o real improvisación. El recorrido en automóvil de dos de los personajes por puentes de Buenos Aires escuchando podcasts es otro condimento de este film con ecos de cierto Agresti, Martin Rejtman o el Daniel Burman de El abrazo partido (2004), aunque sin parecerse demasiado a alguno de ellos, con el discutible agregado de informales textos sobreimpresos en determinados momentos.
En Los convencidos, el joven y muy activo Martín Farina registra conversaciones a lo largo de una hora, en blanco y negro (salvo un fugaz momento en color en el que se alude a una película de Alfonso Cuarón), dividiendo el conjunto en cinco capítulos. En seguida surge una inquietud: ¿qué hacer cuando se está ante personas que no conocemos hablando o discutiendo? Una opción podría ser detenerse en sus miradas, gestos, risas y movimiento de sus manos; otra, prestar atención a lo que dicen y la convicción con la que lo dicen: teniendo en cuenta estas posibilidades, los dos últimos episodios resultan más simpáticos. En esas charlas asoman temas indudablemente importantes (capitalismo, monopolio, abusos sexuales), pero también diferentes grados de paciencia y apertura al diálogo, e incluso cierto larvado machismo. Un ejercicio de observación de usos y costumbres, un sencillo experimento, lejos del imaginativo despliegue audiovisual del anterior film de Farina, El fulgor (2022).
Clorindo Testa, por su parte, resulta más un show de módicos gags a cargo de Mariano Llinás en su casa y adyacencias junto a amigos y familiares, más algunos recuerdos de su padre Julio, que un documental sobre el arquitecto en cuestión. Bosqueja una crítica a una nota periodística del diario La Nación sobre Testa para finalmente ceder a la posibilidad de que lo escrito allí tiene lógica, y se cuida (como ocurre, de otra manera, en Argentina 1985, de la que fue guionista) de que no parezca un film antiperonista, pero sus principales problemas son otros. Al sostener que no quería hacer un documental sobre su padre “de esos en los que se sacan fotos y cartas de una caja”, ningunea a varias hermosas películas de ese tipo (como Carta a un padre, de Cozarinsky) y se despreocupa de poner en práctica esa ambición sin declamarla infantilmente. Por otra parte, la película de Llinás le escapa a la didáctica pero resulta egocéntrica y trivial, con chistes que parecen dirigidos a sus fans, que (en CABA, al menos, a juzgar por la sala colmada de la Alianza Francesa donde pude verla) no parecen ser pocos. El premio a Mejor Largometraje que obtuvo, teniendo en cuenta que casi todos los años El Pampero (la productora que integra) se lleva alguno, termina poniendo en duda el hecho de que el BAFICI procura descubrir, y recompensar, a nuevos valores.
DOS DE LA COMPETENCIA INTERNACIONAL. La portuguesa Índia, dirigida por un director de extraño nombre (Telmo Churro), es un recorrido por sitios y museos de Lisboa –con la excusa argumental de un guía turístico que, junto a su padre, debe acompañar a una turista brasileña– que emplea con libertad recursos creativos, oscilando entre la nostalgia y un tímido humor absurdo, pero sus voces en off y la dudosa efectividad de algunos chistes la tornan monótona. La chilena Muertes y maravillas, en cambio, escrita, dirigida y editada por Diego Soto, es igualmente mansa pero deja un efecto más persistente, siguiendo a tres jóvenes amigos que reparten su tiempo en vagabundeos varios, acompañando a un compañero enfermo (cuya muerte es sugerida con una admirable elipsis) e interesándose por la poesía después de descubrir un libro, lo cual no impide que un personaje diga, por ejemplo, Acá en Chile los precios son más altos que los salarios. Sensible film menor, amable con el espectador, obtuvo un Premio Especial del Jurado.
UN RESCATE, DOS CORTOS. En homenaje al centenario del nacimiento de la escritora y guionista rosarina Beatriz Guido, hubo una exhibición de objetos (libros, afiches) y la proyección ¡en 35 mm! de La casa del ángel (1957), La caída (1959) y El secuestrador (1958): tuve la oportunidad de ver esta última en una de las salas del Centro Cultural San Martín, intensa experiencia por los méritos del film, su valor histórico y la fortuna de apreciarla en esas condiciones, sumándose la satisfacción posterior de ver a un grupo de adolescentes de ambos sexos, eufóricos con lo que acababan de ver.
Entre los numerosos cortos que formaron parte de la programación, vale destacar los de dos artistas audiovisuales de valiosa trayectoria: Ernesto Baca y Gustavo Galuppo Alives.
En Fragmentación de un paisaje patagónico, Baca combina un breve poema de Roberto Santoro con material en super 8 misteriosamente encontrado bajo el rótulo Viaje a Puerto Stanley, 1981, es decir, antes de la Guerra con el Reino Unido. Un sugestivo ejercicio experimental de apenas tres minutos.
De Galuppo –único rosarino en esta edición del BAFICI, exceptuando la ya mencionada Beatriz Guido y Cristina Zaccaría Soprani, que da su testimonio sobre el legendario film de su padre El hombre bestia en Otra película maldita, documental sobre el cine de terror en Argentina– se exhibió Íntima, parte de una serie de obras realizadas a partir de impresiones en papel intervenidas materialmente. No mires, repite al comenzar (como le decía el protagonista de Tesis a Ana Torrent en una escena crucial de esa película), Siempre vuelven. Acá están. Yo te previne. La acariciante voz de GGA, inquietando con advertencias y reflexiones sobre espectros y demonios, acompaña una sucesión de imágenes editadas con una sofisticación sorprendente, superior incluso a trabajos anteriores suyos. Reverberaciones de las primeras experiencias del cine y del género de terror, con una banda sonora en la que rock y música amenazante se combinan con risas infantiles, más interrupciones que insinúan ataques, transmiten realmente una sensación angustiante. En la segunda de sus sesiones, suspiros (y sobre todo, escuchar la palabra besos) suavizan el atormentado ánimo que impera en el corto, perturbadoramente bello.

Por Fernando G. Varea

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El cine argentino tiene quien lo discuta

Tanto en sus documentales (M, Tierra de los padres, Adiós a la memoria) como en sus escritos, Nicolás Prividera cuestiona, discute, desliza interrogantes al tiempo que plantea sus opiniones, fundamentándolas con lucidez. El hecho de que su madre haya sido secuestrada y desaparecida en marzo de 1976 –cuando él tenía apenas cinco años– seguramente influye en su necesidad de reflexionar insistentemente sobre la memoria y los conflictos que atraviesan la historia de nuestro país. En los últimos años, entre sus preocupaciones se encuentra el rumbo que ha ido tomando el cine argentino, expresándose en textos difundidos en distintos medios y en dos libros: El país del cine – Para una historia política del nuevo cine argentino (2014) y Otro país – Muerte y transfiguración del nuevo cine argentino (2021), ambos publicados por Editorial Los Ríos. Sobre este último (que dedicó a David Viñas y Horacio González, “maestros en la lectura dramática de la historia argentina”) hablamos con él.
– ¿Cómo surgió tu interés por escribir sobre cine?
– En realidad, yo empecé a escribir antes que a filmar. Hacía crítica de cine en Cineísmo, uno de los primeros sitios que existieron cuando recién aparecía internet. Inevitablemente fui decantando por el cine argentino porque es mi tema. Debería ser el tema de todos los cineastas argentinos, aunque uno no espera que todos se pongan a escribir sobre esto. Para mí fue natural, creo que la relación entre la crítica y la realización es un ida y vuelta. Incluso fue natural seguir escribiendo después de haber filmado. La mayoría no sigue ese camino, y no solo acá: pienso en tipos como Godard o Truffaut, que empezaron en la crítica y después, de alguna manera, fueron abandonando la escritura. Pero pensar el cine es consustancial al propio trabajo del cine. Además, los que no somos prolíficos ni estamos metidos en una lógica industrial, cada tanto con suerte podemos hacer una película, mientras que escribir podemos hacerlo siempre. Mis libros, sobre todo el primero, fueron productos más aluvionales. Otro país… ya lo fui pensando como un segundo tomo, tejiendo de modo más consciente la relación entre presente y pasado. Esto significó también redescubrir un montón de películas que no había visto, porque nadie nace sabiendo ni habiendo visto todo. Yo pertenezco a esa generación que no solo no veía cine argentino clásico sino que en general lo despreciaba, así como nuestros abuelos de los años ’60 despreciaban ese cine previo. Lo descubrimos después.
– ¿Y por qué darle tanta importancia a este “nuevo cine argentino” de los años ‘90?
– Yo soy parte de la generación del ’90 y por lo tanto parte de ese cine, aunque lo critique de alguna manera. En todo caso, soy un cineasta crítico dentro de su propia generación. También porque soy un hijo de los ’70, literalmente. Creo que hay una generación innominada en el cine argentino que es la de los ’80. La del ’60 a veces llega hasta los ’70 –porque se habla de generación del ’70 en política pero no en cine– y después se salta al “nuevo cine argentino” de los ’90. Pero en el medio hay un montón de cineastas que conforman esa generación: Alejandro Agresti, Martín Rejtman, Ana Poliak, Juan José Campanella. Son muy diferentes, aunque si uno busca la unidad creo que se encuentra en que fueron adolescentes o muy jóvenes durante la dictadura y eso está, de un modo u otro, presente en sus películas.
– En tu libro sostenés que Aries tuvo sus mejores y peores exponentes en los años ‘80. Yo pensaba si los mejores no serían algunas películas de Fernando Ayala de los ’60 o La Patagonia rebelde (1974, Olivera).
– Probablemente yo haya estado pensando en Adolfo Aristarain. Después de hacer las películas de Porcel y Olmedo y cosas sinuosas, la gran apuesta de Aries fue Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982). También Plata dulce (1982, Ayala), donde se ven los efectos del neoliberalismo en la subjetividad. Probablemente esa sea una de las primeras películas, junto con La parte del león (1978, Aristarain), donde aparece la idea de salvarse, de vender a cualquiera para hacerse de un botín, algo que examina muy bien Marcela Visconti en su libro Cine y dinero. Esto más allá de si Plata dulce era buena o mala. No hace falta que sea una gran película, lo importante es que estaba abierta a lo que sucedía, dejando un registro de eso. Algo que al cine argentino más reciente le cuesta mucho hacer, si es que lo hace, de un modo por lo menos consciente.
– Entre los cineastas que destacás en tu libro están Fabián Bielinsky (decís incluso que Santiago Mitre no llega a ser su heredero) y Lucrecia Martel. Cuestionás bastante, en cambio, a Martín Rejtman.
– El problema con Bielinsky es que su muerte cerró su obra, si bien era una obra abierta. Uno se pregunta qué estaría filmando hoy, porque sus películas eran medio dialécticas. Nueve reinas (2000), con todo ese mecanismo de guion y de cine clásico, es más argentina que el dulce de leche. Esto se nota con la traslación que hicieron los norteamericanos, que no funciona en ningún sentido. Hay algo allí que tiene que ver con el retrato de un momento, incluso profético si se piensa en la escena final del banco, pre 2001. El aura (2005) es más abstracta, es una película sobre el ver, sobre las miradas, más Blow up (1966, Antonioni). Tiene que ver con la percepción. Además Bielinsky, junto con Campanella, fueron los directores que de alguna manera refundaron un cine industrial sólido. En cuanto a Rejtman, el problema es el equívoco respecto de su cine. Incluso un crítico sagaz como Emilio Bernini, de modo inexplicable para mí, habla de “la poética de la abstención”. Y uno ve que el sistema Rejtman empieza a chirriar, si somos sinceros y no solo fans. Porque Dos disparos (2014) no es lo mismo que Rapado (1994). Esos adolescentes lánguidos de 1994, trasplantados a 2014 ya no funcionan. En todo caso funciona más la parte de los padres, que son de la generación de Rejtman. Ahí hay una mirada más sarcástica, que es lo más interesante. En ese sentido, su gran película para mí es Los guantes mágicos (2003), donde más aparece filtrada la realidad política, con personajes cercanos a la propia generación de Rejtman y a su propio presente. Es una película muy crítica hacia la clase media argentina, su deriva cultural, social, política y económica, si recordamos el personaje que se quiere salvar precisamente con los guantes en cuestión, importados de no sé dónde. Uno podría ponerla en esa serie imaginaria junto con Plata dulce o incluso antes, La calle grita (1948, Demare), entre los pocos ejemplos que hay en el cine argentino de ficción. Y en cuanto a Martel, yo la veo como una hija de Nilsson y Favio.
– Con su mirada de mujer, que no era tan manifiesta en la obra de ambos, salvo que uno lo piense por el lado de Beatriz Guido. Es una de los aportes del cine de Martel ¿no?
– Y claro, desde ya.
– En tu libro analizás también el rol de la crítica, objetando, por ejemplo, que la revista El Amante hiciera del “antiintelectualismo su bandera”, o que ciertos críticos en la actualidad elogien una película porque “es política y de la buena” o porque no está “politizada”.
– Alguien debería hacer una tesis sobre el derrotero de El Amante, en relación a la realidad política y qué pasó con lo que era su línea editorial, dónde empezaron y dónde terminaron sus plumas más recordadas. Ahora algunos de ellos escriben en Seúl, el órgano del macrismo, la derecha o como le queramos llamar. Antes había un blog llamado Los trabajos prácticos donde estaba Hernán Iglesias Illa (director de Seúl, funcionario macrista y escriba en las sombras de Macri) y algún que otro Amante como Gustavo Noriega. Revisando esos textos uno podría ver esa deriva, qué fue de cierto progresismo. Desde ya, en los años ’90 era fácil ser antimenemista: ahí se juntaban los antiperonistas, la izquierda… Estábamos todos en una misma vereda. Después del 2001, y sobre todo a partir del kirchnerismo –que fue un nuevo avatar del peronismo pero un avatar de centro izquierda, así como el menemismo había sido de centro derecha, muy cercano en términos de lógica económica y cultural a lo que fue y es el macrismo y sus adyacencias–, se generó la famosa grieta, que no es nueva en la historia argentina pero que, de alguna manera, ordenó el campo cultural e intelectual. Insisto en que habría que buscar esas viejas revistas de El Amante y empezar a ver ahí esos signos. Aun cuando había notas políticas como una que escribió en plena crisis del 2001 Quintín, que hoy uno firmaría. El que no la firmaría es él… La tendencia al impresionismo o la crítica subjetiva, el cahierismo en el peor de los sentidos (el de la opinión fuerte a veces con argumentaciones no muy sólidas pero dichas a los gritos, digámoslo así), eran características de la revista junto con la vocación de discusión, paradójicamente. Tenía una línea editorial en la que se atacaban y defendían ciertas cosas, con el cine argentino como una de las cuestiones centrales. Hoy no veo en la crítica de cine, ni en las revistas de papel ni en las digitales, una línea editorial tan precisa ni una reflexión constante en relación a la problemática del cine argentino.
– En uno de los comentarios de tu libro señalás que el INCAA “mal o bien, prohijó la nueva época de oro que tuvo el cine argentino durante los últimos veinte años” ¿A qué te referís?
– Claramente, en términos de producción hubo una cantidad de películas producidas o filmadas –ni hablar de documentales, que literalmente explotaron– por lo que puede decirse que nunca se filmó tanto como en los últimos veinte años del cine argentino. Si en el futuro se sigue filmando tanto será considerado algo normal, si no es así quedará como época de oro como lo fue aquella en la que también había una producción sostenida básicamente, más allá de la calidad de las películas.
– Al escribir sobre La flor (2018, Llinás) decís que allí “todo es posible salvo la realidad”.
– Sé que la palabra “realidad” puede tener muchos sentidos, yo la pienso en referencia a David Viñas y Literatura argentina y realidad política, un libro sobre cómo la literatura expresó la realidad argentina. La flor es una película de una ambición y una desmesura total. Uno imagina todas las películas posibles que podrían estar en La flor. Podría durar más horas o ser infinita, y aun así probablemente estaría faltando lo que llamamos la realidad. Por supuesto que la época siempre se va a leer en una película, aunque sea por las pintadas que aparecen en las calles, o incluso por las no referencias, pero uno puede ver La flor en cualquier momento, o dentro de cincuenta años, y será siempre una suerte de burbuja. Hay referencias temporales pero son foráneas, las locales son las que más hacen ruido. Como el episodio de los cantantes: parecerían ser los primeros ’80, pero evita la referencia concreta como si eso pudiera perturbarla.
– El año pasado, tres revistas concretaron una encuesta de cine argentino, muy celebrada y discutida, después de la cual Fernando Martín Peña llevó adelante exhibiciones de las películas más votadas, que fueron muy concurridas.
– Todo es bienvenido. Pero no sé si proyectar Los paranoicos (2008, Medina) en el Malba aporta mucho para repensar la historia del cine argentino. En relación a la formulación de la encuesta yo escribí una larga nota donde creo que quedó bastante claro lo que pienso. Con otra encuesta reciente, organizada por Sight & Sound, pasó algo parecido. Está bien ampliar la cantidad de votantes, pero tenés que darles reglas muy precisas para que no se convierta en algo sin eje. En la de cine argentino se votaron tantas películas de la década del ‘50 como del 2020 para acá. Tal vez una regla podría haber sido no votar películas de los últimos cinco años o no autovotarse. No estoy en contra de abrir la encuesta más allá de la gente que supuestamente tiene algún saber sobre el cine argentino, al contrario, pero entonces hagamos una encuesta pública por internet y que vote cualquiera. Seguramente saldría primera Esperando la carroza (1985, Doria) o cosas así, y está muy bien, serían las películas más populares. Pero una lista que intenta pensar un canon de las películas más recordadas, o que por algún motivo consideramos mejores (no porque lo sean, eso objetivamente no existe), permitiría conocer la mirada que un grupo tiene sobre el propio campo, digamos. Eso sería interesante. La encuesta que hicieron me parece que está viciada porque aparecen películas medio inexplicables por esa cosa de los fans, que pueden tener Los paranoicos o Silvia Prieto (1999, Rejtman). Otra cosa que denota es la falta de conocimiento del cine argentino de décadas previas por parte de muchos votantes.
– Vos has dicho que los resultados de esa encuesta deberían aprovecharse para debatir.
– Para eso son las encuestas, supongo. Pero hasta ahora no ha sucedido. Y algo peor: hay muchas de las películas más antiguas, o previas a las contemporáneas, sobre las que no tendremos opiniones de sus realizadores y nadie les fue a preguntar nada en vida. Y no nos tenemos que ir tan lejos ¿eh? Se sigue muriendo gente a la que nadie ha ido a entrevistar. A pesar de que tenemos más estudiantes de cine en Argentina que en otros países de América Latina y probablemente de Europa, todo ese interés por el cine argentino no se traduce en estas cosas. En una de esas revistas digitales entrevistan por ejemplo a docentes, todos en general bastante jóvenes, mientras uno diría que tal vez sea más urgente ocuparse de los pocos sobrevivientes que quedan del cine argentino de los años ’60 y ‘70. Cuando se mueren, uno se lamenta que nadie les hizo una entrevista en profundidad: pasó con Solanas, con Favio mismo. Está el libro de Adriana Schettini, que es de los años ’90 y que tampoco agotó todo lo posible de ser preguntado… Nadie se tomó tampoco el trabajo de hacer un equivalente argentino de la serie francesa Cineastas de nuestro tiempo.

Por Fernando G. Varea

Los espacios de la memoria

LA CASA DE LOS TÍOS
(2022; dir. Verónica Rossi)

Las primeras imágenes lucen difusas, de colores disgregados, hasta que el sonido permite advertir que se trata de la proyección de viejas diapositivas. Las personas que empiezan a aparecer allí van siendo reconocidas, no sin sorpresa, por Mariano –quien luego irá acompañándonos con su presencia y su voz en off– y sus hijos (un varón y una nena avispadísima). Pronto descubrimos que detrás de la cámara que registra momentos como ese se encuentra Verónica Rossi, directora de La casa de los tíos y productora junto a Ana Taleb.
El film precisamente se llama así porque Mariano descubre en esas antiguas fotos a sus tíos y la casa que habitaban en Río Ceballos junto a sus primos Pepe y Migue, militantes políticos asesinados, siendo muy jóvenes, en distintas circunstancias. El reencuentro no es solo a través de fotografías sino de la vivienda misma, ya que después de varios años la abre, explora y recorre. Entonces, aunque la casa es hermosa y también lo es el entorno (las apacibles sierras de Córdoba), afloran recuerdos apesadumbrados y reflexiones agridulces, mientras se va hurgando en revistas, cartas y documentación familiar que ha perdurado en estanterías y cajones. Con naturalidad, en medio de conversaciones informales, el film provee información sobre el compromiso social del tío médico y la participación de los primos de Mariano en ciertas luchas y reivindicaciones que encendieron a buena parte de la juventud argentina a fines de los años ’60.
El hecho de desmontar y desmalezar el lugar no transmite la sensación de un allanamiento policial sino, en todo caso, una idea de exploración, de rastreo, de cariñosa búsqueda de restos de un pasado en el que confluían momentos angustiantes y felices, actitudes solidarias, la entereza del tío Miguel y la contención de su esposa Hilda.
La intimidad familiar en la que se mueve Mariano permite que algunas de las cosas que cuenta o evoca parezcan confesiones, como quien piensa en voz alta entre seres queridos: “Siento que he vivido entre fantasmas”, dice en un momento. Otros parientes y algunos vecinos suman sus voces, siempre de manera casual, ya que La casa de los tíos evita el didactismo impostado. Es interesante cómo registrando la inspección de esa casa por cuestiones familiares, va trazándose espontáneamente un bosquejo de lo que fue la historia argentina desde el primer peronismo hasta la última dictadura. Pocos apuntes bastan: por ejemplo, un fragmento documental en colores en el que se ve al presidente Arturo Illia (algo poco común en nuestro cine), o la valiente carta escrita por el tío Miguel a la revista Primera Plana, haciendo referencia al asesinato de su hijo de veintidos años y a una “campaña que tiene tanta similitud en toda Latinoamérica”, preguntándose en 1972 a qué consecuencias llevará “esta siembra de odio”. U otra carta, dirigida a un prominente político cordobés de la época, cuestionando el rol del peronismo ante la masacre de Trelew.
Aunque en la Argentina actual no faltan discusiones simplistas sobre hechos históricos que aquí aparecen a veces medio de soslayo, el film de Verónica Rossi procura la humanidad y la comprensión antes que dejarse ganar por la indignación. Esto incluye un tramo final benigno, en el que se revela el motivo de la conservación de una sencilla maqueta, y en el que ciertas señales de reparación histórica se funden con la emoción que despierta ver, desde remotos registros familiares (y con el acompañamiento de la oportuna música de Pablo Sorini y Pablo Alfredo Vergara), a Pepe y Migue jugando en un arroyo serrano con toda su luminosa juventud, o los pies descalzos de la tía Hilda caminando con suavidad sobre el agua, entre las piedras de la Historia.

Por Fernando G. Varea

Clara Zappettini: «Todo trabajo audiovisual es como una batalla»

Cuando se presentó el libro Huellas e historias del cine platense 1955/1978 en el reciente 37º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Clara Zappettini (Buenos Aires, 1940) protestaba con una sonrisa porque en la tapa había una foto suya, aunque –más allá de su modestia– ese reconocimiento parece razonable para quien, después de estudiar cine y TV en las universidades de la Plata y del Salvador, empezó a ocupar con dignidad espacios importantes en el medio audiovisual en tiempos en que no era habitual encontrar allí mujeres. Buscar en la web información sobre sus trabajos, sin embargo, no es tarea fácil: como ocurre con otros valiosos profesionales argentinos de su generación, no ha sido muy entrevistada. Tal vez por ese motivo, o por su comunicativa personalidad, se predispuso sin problemas a que le hiciera una serie de preguntas. La charla se inició en noviembre en Mar del Plata y continuó, desde Rosario, por mail y por whatsapp, nutriéndose de comentarios de Zappettini sobre contratiempos varios (el viento marplatense, el calor porteño, algún problema de salud, los ruidos imprevistos en el consultorio del departamento de arriba al que alquila) con sus numerosos recuerdos.
– ¿Es cierto que, cuando empezaste a estudiar cine, Antonio Ripoll te dijo “Las mujeres no pueden ser montajistas, solo cortan negativos”?
– Sí, fue realmente así. Muy amablemente, evitó el compromiso de dejarme ir a la cabina para ver cómo se compaginaba. Habíamos tenido dos años de clase con él en La Plata. Teníamos una moviola vertical, la única vertical que recuerdo haber visto alguna vez. Ripoll era muy macanudo y tenía mucha confianza con nosotros, por eso me atreví a planteárselo. Le había dado trabajo a compañeros nuestros, como Armando Blanco y Carlitos Piaggio. No recuerdo cómo era el tema del pago pero era algo rentado. Yo además veía en el montaje –que siempre me interesó– la posibilidad de trabajar, ya que estábamos terminando los estudios y había que ver para qué lado rumbeaba uno.
– ¿Te costó desarrollar tu vocación siendo mujer?
– Yo lo que tenía claro es que no tenía una vocación doméstica. Con todo respeto, lo digo hoy también: no soy ama de casa. Me encantaría serlo pero no lo soy. A lo mejor era también la marca de mis padres inmigrantes, esa necesidad de pensar en el trabajo. Por ser mujer me costó integrar equipos de trabajo y tener autoridad, pero también por mi carácter: uno tiene que tener flexibilidad y no siempre fui muy flexible que digamos.
– En la presentación en Mar del Plata del libro sobre la carrera de cine de la Universidad Nacional de La Plata se mencionó en varias ocasiones a Raymundo Gleyzer. ¿Lo conociste?
– Lo recuerdo muy poco, no lo traté. Raymundo no era de nuestro grupo. Sí me acuerdo que me había impactado mucho su trabajo en Malvinas, para Canal 13. Lo que me molesta es esa actitud que tenemos en general en Argentina, de subrayar y engrandecer la entrega de la vida en favor de la patria y a través de la profesión. No tengo por qué criticarlo a él ni a los que se dedicaron a la política en forma expresa y violenta, pero hay distintas formas de vivir la patria y de encarar la propia vida.
– En 1968 participaste del Festival de Mar del Plata como coordinadora en seminarios de especialistas en cine. ¿En qué consistía tu trabajo?
– En ese momento el secretario del festival era el periodista Germinal Nogués, del cual me hice muy amiga. La tarea consistía en coordinar los encuentros culturales que habían caracterizado al festival hasta ese momento. No únicamente invitar directores, como ocurre últimamente, sino organizar charlas. Otros años había sido coordinador Rolando Fustiñana [Roland], que había sido profesor nuestro de Historia del cine. Se trataba de organizar esos encuentros y estar en los lugares donde se realizaban.
– De 1972 a 1979 fuiste productora ejecutiva en Canal 7 (TV Pública). ¿Cómo fue esa experiencia?
– Yo trataba de evitar cierto tipo de situaciones, me refiero a algunos invitados en determinado momento… Pero me acuerdo cuando se anunció la tablita [cambiaria] y la llegada al canal de Martínez de Hoz, que me quedé para espiarlo un poco. La famosa tablita la explicó en un pizarrón con tiza. Huelgan mis comentarios. Prefiero hablar de las cosas que pude realizar. Hubo, por ejemplo, un proyecto con Roberto Grasso sobre inmigrantes españoles e italianos, llegamos a grabar entrevistas que después regrabábamos en off con otras voces, como un relato. Eso fue en diciembre de 1975 y principios de 1976. Al volver de unas vacaciones, quisimos retomar esa experiencia pero con el golpe [del 24/3/1976] el proyecto se desmembró, solo pudimos revivirlo en un programa especial de una hora y media que fue un desastre como realización. Había además muchos programas que no eran de nuestra creación, que salían en vivo. Todos los días, por ejemplo, había programas musicales específicos: uno de tango, otro de jazz, otro de folklore. Recuerdo que Antonio Tarragó Ros debutó en ese viejo Canal 7 de calle Viamonte, inclusive –aunque él no se debe acordar– le ofrecí presentar un programa litoraleño porque no teníamos quien lo hiciera, y, como él siempre fue tan dicharachero, aceptó. Se fomentaba muchísimo la música de Argentina. Me acuerdo también que estuve en la coordinación de producción de los programas del Teatro Colón, que transmitían los espectáculos más importantes que se hacían allí. Eso dentro de la programación, por supuesto en blanco y negro.
– ¿Es cierto que cuando empezaste a trabajar en TV conociste a Luis Moglia Barth?
– Lo de Moglia fue un privilegio de mi vida, que yo, tímida y corta, no supe aprovechar en ese momento. Él andaba por los setenta y pico de años y estaba en la pobreza, en la lona; de hecho, terminó sus días en la Casa del Teatro… como corresponde a uno de los primeros directores que hicieron cine sonoro en la Argentina (se ríe, irónicamente). A mediados de los años ’70, este señor había conseguido un apoyo del Fondo Nacional de las Artes, que le prestó su filmoteca para un programa de TV que se llamaba El cine y el Fondo Nacional de las Artes. Utilizó ese material, que era reversible, reeditando las películas que pasaba en moviola. El problema fue que no le dieron oportunidad ni horarios para rearmarlas después, o sea que ese material quedó desarmado. Mucho después, por el 2005, jovencitos de la época en un documental que hicieron sobre el FNA lo criticaron por esta cuestión de depredar el material. Pero, en realidad, no lo depredaba sino que lo ponía en valor. Trabajaba solo, era muy exigente. Ese programa duró unos meses y era simple, digamos, pero de gran envergadura, aunque después lo hayan minimizado porque el viejo –como le decíamos– no pudo rearmarlo. Ay de mí cuando no tenemos el foco puesto en el respeto por la gente…
– Fuiste parte de programas televisivos de divulgación cultural muy recordados: Generación espontánea (1974), Argentina secreta (1975, retomado en 1984 como Historias de la Argentina secreta), Historias con aplausos (1989/1992). ¿Qué apoyo tenían?
Generación espontánea es un gratísimo recuerdo porque pudimos tratar en profundidad a un periodista y productor extraordinario como fue Miguel Ángel Merellano. Él traía ese programa de la radio, un programa nocturno que había sido un éxito total. En Argentina secreta mi colaboración fue breve, en la primera o segunda temporada. Llegué a acompañar a Roberto Vacca en algunos viajes. Iba como fotógrafo Jorge De León. El programa era realmente de Vacca y el otro periodista, Daniel Pla, ya que cuando el programa empezó a hacerse en ATC estaba Otelo Borroni. La responsabilidad era de ellos. Historias con aplausos fue un programa de ATC, se generó artesanalmente y pudo existir porque el canal público tenía ciertos elementos técnicos casi artesanales. Ningún canal tenía un transfer en 35 mm, por ejemplo. Y los viejos técnicos –que venían del Canal 7 de calle Viamonte, o incluso del de calle Posadas o del Palais de Glace– armaron un transfer. Nosotros en general pedíamos las películas en 16 mm pero muchas veces nos facilitaban algunos actos (no completas) en 35 mm. La moviola que el canal tenía era grande, de varios platos, y tenía la opción de 16 mm y 35 mm. Es muy loco imaginárselo ahora, en la era digital: ver las películas muchas veces incompletas y marcarlas –porque tampoco las cortábamos– de papel a papel, o sea una entrada y una salida. Después teníamos un horario especial para el transfer en el laboratorio, que tanto el viejo canal como ATC tenían para revelar el material reversible que se usaba en los noticieros. Era un trabajo chino lograr la transcripción en el laboratorio, donde estaba el viejo proyector de 35 mm, pasando a video los fragmentitos que nosotros elegíamos. Se producían simultáneamente tres capítulos de personajes distintos, era la única manera de terminar los programas semanales que eran como mediometrajes de 50 minutos.
– ¿Cómo fue entrevistar a tantas figuras del cine y el espectáculo, la mayoría ya retiradas, incluyendo algunas que no accedían fácilmente a la TV en esos años, como Zully Moreno?
– No recuerdo quién aprobó el proyecto de Historias con aplausos, probablemente haya sido Marito Sábato, que era gerente artístico. Recurrimos a Claudio España para la investigación. Fue un ciclo muy laborioso, lo mismo que La otra tierra (1986/1988, retomado en 2000), sobre los inmigrantes, con Marta Prada como investigadora. Porque obviamente no se podía improvisar. En general, se encaraba de entrada la búsqueda de material de archivo. Suponéte que te entrevistábamos a vos: ya sabías que íbamos a hablar de tus padres o tus abuelos y si tenías alguna fotografía, un pasaporte, o algún hecho significativo, tratábamos de ilustrarlo de cualquier forma. La otra tierra llegó a tener entre Canal 7 y Canal (á) 99 capítulos. Habría que rescatar esas entrevistas, porque había testimonios de inmigrantes del comienzo de siglo, que habían vivido la primera Guerra Mundial… Pero bueno, alguna vez Argentina tendrá buenos archivos. El apoyo del público para Historias con aplausos fue inmediato. La famosa entrevista con Zully Moreno fue precaria, de eso me hago cargo, porque fue tan difícil durante un año y medio estar detrás de ella… Representó una cuestión emblemática de producción porque no había enfrentado una cámara desde que había vuelto a la Argentina, después de radicarse en España con [Luis César] Amadori por la caída de Perón. Ellos habían sido muy oficialistas, Amadori fue uno de los pocos directores que filmaba porque conseguía película en una época en la que no había. El encuentro con ella fue fantástico aunque tenía un problema de salud del que prefiero no hablar, realmente. Pero ese capítulo logró 11 puntos de rating, que para Canal 7 era completamente excepcional. Para ambos ciclos tuvimos un gran apoyo periodístico. Independientemente que Claudio España, dentro de lo que podía, movía en Espectáculos de La Nación, fue Pablo Sirvén en los comienzos de su carrera –creo que en el diario Tiempo Argentino– quien apoyó mucho este programa y otros que hicimos. Por ejemplo Café con Canela (1985), en el que hacíamos transmisiones en vivo desde las provincias. Pero desde los canales provinciales, no llevando el móvil del canal como se hizo después en El espejo. Historias con aplausos ganó dos premios Martín Fierro seguidos y eso le dio más difusión.
– ¿Hubo gente a la que no pudieron entrevistar o programas que les trajeron problemas?
– Todos los programas eran problemáticos en lo cotidiano. Siempre fue muy difícil hacer cierto tipo de TV. Los argentinos somos un poco problemáticos, en nuestra forma de organizarnos desorganizadamente. De pronto, había que conseguir dos equipos permanentes para rotar, cuando el sindicato te obligaba a salir con once personas para hacer un reportaje (se ríe)… Porque nosotros no solo teníamos la cámara sino también el sonido y la iluminación. Además, estaba el chofer de la camioneta que siempre venía y se metía en un departamento chiquitito, o al revés, en la sala del Liceo, recuerdo ahora, se paraba a inspeccionar lo que estábamos haciendo en la mitad del palco donde estábamos preparando la entrevista con Enrique Pinti. Todo era levemente promiscuo en cuanto a la cantidad de personas. Teníamos también dos editores que rotaban. No te cuento lo que era musicalizar los programas, porque puede ser largo y aburrido. Y sí, quedó gente afuera que no pudimos entrevistar. Una fue María Duval, que tenía una actitud de privacidad muy grande. Por las vueltas de la vida, la llegué a conocer en el Festival de Mar del Plata, cuando en 2001 hubo un homenaje de la sección La Mujer y el Cine a todas las actrices argentinas. Allí aceptó ir. Me acuerdo que fuimos a una cena juntas, fuera del festival, que le habían brindado a ella y a Olga Zubarry. Era una señora encantadora y muy ubicada en la vida. Más para una entrevista para La otra tierra, por el tema de la inmigración, que para Historias con aplausos. Los recuerdo con mucho respeto a todos los que entrevistamos, francamente. Hugo del Carril no aceptó ser entrevistado pero igualmente hicimos el programa con él presente, en su casa, mientras hablamos con el hijo, la hija y otras personas. Cuando entramos, todos me decían “No va a estar, no va a querer ver la grabación” Y yo les decía «¡Pero sí!… ¡Si el tipo ve que entramos con un farol va a querer oler la luz de la cámara que le está dando al hijo! ¿Se va a perder una grabación a esta altura de su vida?» Y efectivamente, en ese departamento de la calle Perón, al entrar había un living grande y a la izquierda un comedor enorme con una mesa muy larga, y Hugo estuvo sentado en la cabecera todas las veces que fuimos a verlo. Recuerdo cuando entramos –de esto tengo testigos vivos todavía–, lo primero que dijo fue “Uh, cuántas mujeres” (se ríe)…
– Es interesante que en tu documental Buenos Aires, la tercera fundación (1979) los protagonistas son los trabajadores, los ciudadanos anónimos. Incluso cuando aparecen algunas personalidades lo hacen fugazmente y sin hablar. ¿De quién había sido la idea de darle ese enfoque?
– El objetivo final era que la ciudad es fundada todos los días por la gente que trabaja. No sé si quedó muy claro, pero era el objetivo. Por eso, no queríamos ponerles nombres a las personas destacadas. Con Roberto Grasso, que trabajó en el guion conmigo, nos habíamos planteado que si poníamos los nombres de Caloi o quien fuera, era distinguirlos. Terminamos poniéndolos en los agradecimientos únicamente. La idea era que el trabajo nos iguala a todos. Volví a verla hace poco y nos preguntamos si hoy la gente reconocería a esas personalidades. La verdad es que no sé… En ese momento se celebraban los 400 años de la segunda fundación de Buenos Aires, la de Garay. Me parece que en la película no se aclara lo de las dos fundaciones, la primera tan cruenta, que termina de una manera tan espantosa. En realidad, para hacer un documental quizás era más atractiva la primera que la segunda… De todas formas, fue una feliz locura. La preproducción, la producción: fue todo muy artesanal, muy precario dentro de nuestros límites, de dinero y creativos. Uno tiene que hacerse cargo de lo que ha hecho y yo lo quiero realmente a este no largo, porque apenas tenía un poquito más de una hora. Pero en fin, Buenos Aires la tercera fundición (como algunas veces la llamé), fue una batalla. Todo lo que tenga que ver con lo audiovisual, o cualquier trabajo encarado en equipo, suele ser una batalla. Pueden ser batallas muy bellas, el problema es después pagar las consecuencias. En una Argentina en la que no había estrenos, ese jueves de junio que era el aniversario de la fundación de la ciudad se estrenó junto con otras dos películas argentinas, en salas de cine cercanas entre sí. Bastante suicida la cosa.
– En un momento de esta película la voz en off que representa a los ciudadanos dice “A veces sos tan pacífica, Buenos Aires”, y la ciudad responde “Cuando ustedes me dejan”. Resulta sugestivo ese diálogo si se piensa que se filmó en 1979 y se estrenó en 1980. ¿Tuvieron problemas de censura o algún condicionamiento?
– La película se pudo hacer porque aprobaron el guion en el Instituto Nacional de Cinematografía. Nos cuidamos muy bien de poner lo que creíamos que podía circular. Desde un punto de vista ideológico, no se ensalzaba lo militar. Nosotros pusimos hincapié en el laburo, en el trabajo. El metamensaje del trabajo no creo que le interesara mucho a esta gente… La película fue un poco consecuencia de ese proyecto sobre la inmigración que te contaba, previo al golpe. Surgió también por la frustración de que nos levantaran un programa documental llamado Memorias de una anciana dama, en homenaje a Buenos Aires, en el que habíamos puesto mucha energía, era muy bueno. No sé por qué lo levantaron, son esas cosas que suelen pasar en el canal estatal, que la programación se levanta de un día para otro al cambiar el director artístico, ese tipo de cosas. Con el mismo equipo surgió la idea de hacer un documental que no fuera histórico, no sobre la fundación de Garay sino sobre el Buenos Aires de todos los días. Y el INC lo aprobó, aunque censura por supuesto que había. Nosotros la filmamos en enero de 1979, sábados y domingos. No había mucha gente en la ciudad y ese fue otro de los problemas que tuvimos. La hicimos con mucho amor pero no previmos esas cosas. Hay un doble juego ahí: se dice “Cuando ustedes dejan de trabajar”… y había cosas que pasaban en la ciudad que no eran precisamente de trabajo ¿no? Era algo muy sutil. Sos una de las pocas personas que pudo entenderlo. Si nosotros hubiéramos encarado la temática del trabajo de otra manera hubiéramos tenido que hacerla con nuestra plata y estrenarla, no sé… El estreno en sí fue otro combate, porque nadie quería estrenar un documental. Llegaron a amenazar a nuestro exhibidor –prefiero no dar nombres–, que renunció después, y a quien hace poco lo vi en un BAFICI… Cuando logramos estrenarla y vimos que no se podía pagar el crédito, fue todo un calvario. Después el Instituto de Cine nos autorizó a hacer exhibiciones en los colegios.
– ¿Cómo se dio tu participación en El palacio de la risa (1992/95), el programa de Antonio Gasalla?
– A Gasalla lo conocía como actor, no personalmente. En un momento determinado me convoca porque yo seguía haciendo Historias con aplausos pero el programa, a pesar de los dos premios Martín Fierro, no salía al aire. En vez de ayudarte te bloqueaban, era bastante feo, un maltrato muy terrible. Cada gerente nuevo venía con sus ideas y su grilla, lo mismo que pasa en general con nuestro queridísimo país ¿no? Cada uno quiere imponer su impronta. Fue entonces que Antonio me convocó para hacer videos sobre figuras importantes de la época de oro del cine y contemporáneos. Cuando llegó el segundo año le planteé que no podíamos seguir con lo mismo y empezamos a recrear situaciones de actualidad. No tengo copias de esos programas, con tantas mudanzas tuve que desprenderme de esas cosas… El inconveniente fue que Antonio me plantó en cámara, y para los que no estamos acostumbrados y de alguna forma le tenemos fobia a eso, la primera vez fue horrible. Pero, por otro lado, fue muy divertido, por los comentarios de la gente que me había bloqueado el programa, porque de alguna manera yo lo seguía haciendo y hasta aparecía ante la cámara. Cosas propias de Gasalla, que siempre fue un tipo muy creativo. Recuerdo cuando falleció Federico Fellini. Fue muy difícil organizar un video para ¡Fellini! (se ríe)… era como una falta de respeto. Y se me ocurrió poner el fragmento de cuando llega el famoso barco Rex, de Amarcord (1973), en un mar artificial, de papeles. El barco no entraba de derecha a izquierda o al revés, sino desde el fondo. No compaginé nada, puse eso nomás.
– ¿Cómo fue tu contacto con otras mujeres cineastas de nuestro país? 
– Lamentablemente a Vlasta Lah no la conocí, sí al hijo y al marido, Catrano Catrani. Tampoco trabajé con María Herminia Avellaneda, aunque la tuve de gerente en ATC en un período no muy largo, en la época de Alfonsín. Hizo un par de películas pero era más que nada una excelente directora de TV, su tratamiento de los primeros planos era muy creativo y dramático. A Eva Landeck la quería conocer, además ella sí puso en su película Gente en Buenos Aires (1974) cosas que nosotros queríamos poner en Buenos Aires, la tercera fundación y no lo logramos. Tenía un concepto cinematográfico muy desarrollado. Con María Luisa Bemberg y Lita Stantic tuve el privilegio de compartir el trabajo en Camila (1983/84). Las productoras éramos Marta Parga y yo. Para mí significaba la tercer experiencia en cine, después de Buenos Aires, la tercera fundación y antes La balada del regreso (1974) con Oscar Barney Finn, en la que yo era multirubro porque llegó un momento en que se fue todo el equipo. Allí era asistente de dirección y llegué a hacer producción. En Camila mi trabajo en la producción fue algo único: hoy se me ocurre que sería una película imposible de producir. Haber conseguido carruajes del Museo de Luján, llevarlos a Colonia transportándolos en el buque bus… Francamente si alguna vez tuve que terminar de comprender muchas cosas del trabajo de producción eso me lo enseñó indirectamente Lita y la experiencia de haber trabajado con María Luisa. Ella no era muy… (piensa) no se acercaba mucho al equipo, en general… Por supuesto que uno hablaba con ella, pero estaba más con el equipo de luz y de dirección.
– ¿Hay en el cine argentino actual directoras que te gusten?
– Hay algunas que me interesan, me gusta mucho Ana Katz. Pero por el infarto que tuve, y después por la pandemia, en los últimos años he ido muy poco al cine y al teatro. Recién en este año que pasó fui al cine, a ver el documental sobre Ennio Morricone y Argentina 1985. Además estoy más abocada al tema de Derecho de Autor, participando de las comisiones directivas de Argentores. Esto me mantiene ocupada y activa.

Por Fernando G. Varea

La belleza finita

HERBARIA
(2022; dir. Leandro Listorti)

¿Qué texturas y colores de la naturaleza acompañaban la vida cotidiana de los seres humanos uno o dos siglos atrás? ¿Cómo recuperar esas sensaciones? Leandro Listorti (director de Los jóvenes muertos y La película infinita) procura ese rescate indagando en las inquietudes y quehaceres de preservadores de especies vegetales, relacionándolos con el trabajo de los archivistas audiovisuales.
Su ensayo documental es delicado y misterioso como el material que analiza. Evita la agitación que tendría un programa televisivo, prefiriendo el detenimiento en el detalle, la impresión que causan las imágenes en super 8 y 16 mm (incluso para registros recientes), el temblor de flores sacudidas por la brisa o la suavidad de las manos manipulando hojas de plantas o rollos de celuloide como tesoros. Afortunadamente –a diferencia de lo que ocurría con La película infinita– Listorti provee algo de información al espectador, deslizando datos a veces sobreimpresos y otras veces provistos por las voces en off de especialistas (cuyos nombres, en la mayoría de los casos, son eludidos). Las referencias pueden ser curiosas (el parentesco del botánico Cristóbal Hicken con el coleccionista Pablo Ducrós Hicken, que da nombre al Museo del Cine que existe en Buenos Aires) o dramáticas (la cantidad de especies vegetales extinguidas desde 1750, y asimismo el porcentaje de películas mudas e incluso sonoras que se consideran perdidas), así como certeros algunos interrogantes (¿qué debería conservarse y qué no?), y entre los testimonios aparece el de la mítica artista y cineasta experimental Narcisa Hirsch, en Bariloche (extrañamente disociando su voz del movimiento de sus labios).
La información no impide que el film sea provechosamente invadido por una suerte de danza etérea, generalmente acompañada por música que funciona como un rumor acuoso, combinándose lo científico con lo lírico, cruzándose los tiempos y aflorando cierta belleza límpida, nunca efectista. Coherentemente, por el tema abordado, la fragilidad, la sutileza, incluso alguna forma de pureza, aparecen como cualidades de Herbaria.
Por ahí asoma también un cuento ligeramente terrorífico narrado por una niña, lo cual –sumado a menciones a lo desconocido y lo monstruoso– aproxima el film de Listorti al terreno de lo fantástico. No parece desatinado: los afanes de la ciencia, el deseo de reanimar el pasado, el universo de los sueños y enigmas varios son parte del film (que mereció el premio a la Mejor Dirección de la Competencia Argentina en la 37ª edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), entre los pasillos de los museos y el encanto tenue o voluptuoso de jardines y bosques.

Por Fernando G. Varea

37º Festival de Mar del Plata: los cinéfilos todos

Asistir a un festival como el de Mar del Plata implica –aún por sobre la responsabilidad del compromiso profesional– sentirse como un chico en un parque de diversiones, estimulado ante el dilema permanente de tener que elegir entre placenteras opciones, llevado por intereses personales tanto como por referencias, recomendaciones o incluso imprevistos. Este año, además, significó el regreso pleno a las salas, sin protocolos sanitarios de por medio, y en este sentido lo primero que merece señalarse es que se vivió intensamente la concurrencia y el interés de un público diverso, desde estudiantes de cine y jóvenes de distintas partes del país hasta personas mayores residentes en la ciudad (era notable cómo, en muchas funciones, podía verse a señoras con sus bastones o gente en silla de ruedas esforzándose por llegar a la sala del Auditorium u otras no más amigables con quienes tienen dificultades para subir escaleras).
Al mismo tiempo, es justo mencionar que, por la crisis económica (y por decisiones o consentimiento de autoridades políticas, del INCAA o del festival), se añoraron esplendores no tan lejanos. Un ejemplo: haber invitado al director estadounidense John Mc Tiernan como principal figura internacional puede discutirse, pero sin dudas suena a poco si se recuerda que antes de la pandemia estuvieron presentes Jean-Pierre Lèaud, Vanessa Redgrave, Vittorio Storaro o Paul Schrader. Hubo otros indicadores de este declive: menos películas, escasos eventos musicales o festivos, nada de becas o beneficios para los estudiantes de las distintas provincias (tampoco beneficio alguno para periodistas como quien esto escribe, más allá de la acreditación), todo lo cual no se evidenciaba hasta tres o cuatro años atrás.
Las películas que pude ver son producto de circunstancias varias. La española Alcarrás, de Carla Simón (parte de la sección Nuevos Autores), Oso de Oro en la última edición del Festival de Berlín, es el retrato de un grupo familiar signado por altibajos emocionales y contratiempos en una localidad rural de Cataluña. Con un ritmo y una sensibilidad que la vuelven física y comunicativa, recorre las situaciones que atraviesan los distintos integrantes de la familia, amenazada por el riesgo de no poder continuar trabajando en su granja debido a que el heredero del terreno desea abandonar el cultivo de duraznos y poner paneles solares. Si bien maniobra algunos tópicos muy frecuentados por el cine (los chicos envueltos en travesuras y disfraces, el abuelo entonando enternecido una vieja canción), abre zonas de conflicto sin caer en el patetismo o la crueldad, con chispazos musicales y la vitalidad que se desprende del ámbito natural donde transcurre. Detrás de la cámara inquieta, en busca de gestos y reacciones, se advierte una directora sagaz.
En la competencia Estados Alterados pudo verse Fogo-Fátuo, el más reciente film del portugués Joâo Pedro Rodrigues (Morir como un hombre), que había pasado por la Quincena de Realizadores en Cannes. Muy poco solemne, deslizando ironías sobre problemas ambientales, racismo y diferencias sociales, va del año 2069 al 2011 siguiendo los recuerdos de un rey que, siendo un joven frágil, supo convertirse en bombero, enfrentando burlas de propios y extraños, y de paso iniciando con un compañero afroamericano una relación de amistad devenida erótica (en la realidad o en sus fantasías). Momentos que recuerdan a El discreto encanto de la burguesía (1972, Buñuel) se combinan con bailes coreografiados con gracia, conciliándose candor con cierta audacia, en un film ligero, bello a su manera, en buena medida por el trabajo del gran Rui Poças en la fotografía.
La boliviana Los de abajo, escrita y dirigida por Alejandro Quiroga, obtuvo el Premio a la Mejor Interpretación de la Competencia Internacional para Sonia Parada “porque con el peso de su presencia en pantalla eleva la narración con sensibilidad”: sin dudas, la actriz logra sacar un poco a la película de su dureza, de la rusticidad de sus personajes. Por encima del empecinamiento del protagonista por impedir lo que considera una injusticia (la construcción de diques en un paraje habitado por campesinos), bien podría verse como la lucha entre dos hombres que buscan salirse con la suya,  uno  con desesperada agresividad y el otro con los modales propios de quien sabe que tiene a su favor los recursos económicos para, a la larga, ganar la partida. La factura técnica es notable pero el guion reúne tópicos ya gastados, desde la sencillez del pequeño hijo (previsiblemente débil y deseando un juguete que, en algún momento, recibirá) hasta la forma elegida por su padre para descargar su bronca, e incluso la resolución del film, que va desentendiéndose de algunos antiguos resentimientos enquistados en la comunidad, simplificando complejidades en busca del efecto dramático.
El premio a Mejor Película de dicha sección fue para Saudade fez morada aquí dentro (Haroldo Borges), que también ganó el Premio del Público. El extrovertido director y parte de su equipo, al presentarla, hablaron de la alegría del triunfo de Lula Da Silva (levantando aplausos del público argentino) y los problemas de ceguera que fueron afectando a mucha gente en Brasil en los últimos tiempos, sin aclarar si se referían a algo más que lo que sugiere esa expresión como metáfora. Lo cierto es que la película, sin mencionar a Bolsonaro o hechos de actualidad, es política y oportuna porque, como consideró el jurado, retrata “con belleza y verdad una historia dramática que nos muestra que cuando las personas se preocupan unas por otras, hay esperanza”. Sin recovecos narrativos ni actores profesionales, convierte un tema digno de un telefilm lacrimógeno –un adolescente que debe afrontar la pérdida de la visión– en algo muy vivaz, ocupando también su lugar en el relato el cariño del joven protagonista por dos chicas que posiblemente no estén muy interesadas en los varones, sin que aparezcan definiciones ni frases terminantes respecto a la sexualidad, la familia, su vocación por el dibujo o el fútbol. La alegría de poder valerse por sí mismo (en este sentido, una secuencia en la que queda solo en un lugar apartado, al costado de un arroyo, es ejemplar) y de contar con otros (como un joven y providencial profesor) parece ser lo que importa. No evita la conmoción que depara un momento determinante, pero tampoco se regodea en el sufrimiento, envolviéndolo todo con la frescura de Bruno Jefferson (quien baila, mira, se enoja, ríe o llora con convincente naturalidad) y el resto de los pibes (que encarnan a su hermano menor y a sus compañeros y amigas). Es un film si se quiere narrativamente convencional, pero vívido y noble.
Una de las funciones que convocaron más espectadores era la que reunía cuatro cortos de directores prestigiosos, en la sección Autores. Las pupilas, de la italiana Alice Rohrwacher, sobre las niñas de un internado católico en tiempos de guerra, está realizado con indiscutible encanto, la ajustada actuación de Alba Rohrwacher y Valeria Bruni Tedeschi, y ambientes y sensaciones de cuento navideño, aunque procurando más la simpatía que la ternura almibarada. El sembrador de estrellas, del español Lois Patiño, sumerge al espectador con efecto hipnótico en una sucesión de imágenes sugestivas y a veces superpuestas del Tokio nocturno, con un texto en off algo solemne. Camarera de piso, de la argentina Lucrecia Martel, defraudó a cierto público que lo esperaba con expectativa, pero –a través del personaje de una aprendiz de empleada de hotel preocupada por una crisis familiar, de pronto convertida en una huésped indiferente en medio de comodidades– resulta fiel a los temas y seres de los que siempre se ha ocupado la directora de La ciénaga (2001), dejando irrumpir el deseo o alguna manifestación de lo irreal. El último de los cuatro, Un sueño como de colores, de la realizadora y guionista chilena Valeria Sarmiento, es un breve documental sobre mujeres dedicadas al striptease, realizado en 1972, valioso en cierta manera por el contexto y la época en que fue realizado.
En Autores se pudo ver, asimismo, Pacifiction, del español Albert Serra. A lo largo de casi tres horas, el film acompaña a un representante del gobierno francés (Benoît Magimel) quien, sin perder nunca su estilo relajado y modales diplomáticos, conversa con diversas personas en alguna isla de la Polinesia francesa, algo inquieto por la desconfianza que le despierta suponer que algo (una posible prueba nuclear en el lugar, la rebelión o incomprensión de los pobladores y un grupo de militares) desestabilice el bienestar de lo que bien podría considerarse vacaciones en un lugar exótico. Su opaca secretaria y una delicada nativa transexual suman misterio, tanto como la música enrarecida y el desasosiego constante, convirtiendo esa zona cubierta de opulenta vegetación y oleaje azul en un estado de la mente o del sueño.
Premiado como Mejor Largometraje de la Competencia Argentina, Sobre las nubes (María Aparicio) es una propuesta sensible, más tibia que cálida. El joven cocinero de un bar, un ingeniero desempleado, una instrumentadora quirúrgica de modos elegantes (notable siempre Eva Bianco) y una chica que empieza a trabajar en una librería integran este cuadro humano de la ciudad de Córdoba, con una recolectora de basura como nexo entre sus historias. Los problemas que genera el trabajo (Tiempos malos ¿eh? dice alguien en un momento de esta película cuya acción transcurre en 2019), la soledad y los dificultosos vínculos, se expresan con una mezcla de refinamiento y melancolía, planos fijos que registran gestos y lugares de la ciudad, la atención puesta en hábitos cotidianos y el entusiasmo que pueden deparar el teatro, los libros, trucos de magia o un deporte. No hay estridencias (ni siquiera en los bares) y todos se ven demasiado pacíficos y amables, con un ejemplo máximo en el cándido muchacho encarnado por Leandro García Ponzo (hasta una agente de policía da una indicación en la calle casi con temor): esto hace que las gráciles imágenes en blanco y negro se diluyan en cierta blandura. Recuerda, en cierta manera, a algunos trabajos de otros directores cordobeses como Mariano Luque (Salsipuedes) o Santiago Loza (Malambo, el hombre bueno).
Te prometo una larga amistad, escrita y dirigida por Jimena Repetto, explora la relación de la escritora argentina Victoria Ocampo con el poeta y dramaturgo rumano Benjamin Fondane en los años ’30, con recursos poco convincentes: bromas en torno a los actores convocados para interpretarlos, ensayos y escenas improvisadas, junto con testimonios  a cámara o en off, de personas que los estudiaron o conocieron. Solo ocasionalmente asoma algún apunte valioso, el resto parece (o es) un bosquejo.
También integró la Competencia Argentina Juana Banana, de Matías Szulanski como guionista, editor, director e incluso actor. Quien la presentó en la función en la que estuve presente prometió risas pero no hubo ninguna, lo cual parece lógico porque se trata de una película casi dramática, en torno a una impulsiva jovencita que atraviesa accidentados castings para actuar en publicidad, relaciones no muy prósperas e inesperados cambios y mudanzas, entre idas y venidas en bicicleta. Cuando una mujer, al verla medio desarrapada en un colectivo, le da una limosna, la chica se ríe tan histéricamente como cuando le roban el telefóno por la calle o cuando un amigo le aconseja que debe pensar un poco más en los demás; del mismo modo (con excitación un poco desbordada) la toma y la sigue todo el tiempo la cámara. La aparición ocasional de Fabián Arenillas, como un conductor de remises con el que la joven entabla una amistad, aporta una cuota de profesionalismo y sobriedad en medio de la nerviosa catarsis juvenil.
Aunque con otro tono (más interesado en el encanto de sus personajes adolescentes), Sublime, ópera prima de Mariano Biasin exhibida en la sección Galas, también sigue los pasos de un protagonista intranquilo, en este caso un pibe incómodo por sentirse atraído por un amigo. Aquí no se trata de Córdoba sino de una ciudad de la costa atlántica, y es para destacar que –entre informales ensayos musicales y buenos sentimientos que se cruzan, salvo alguna pelea ocasional– el film va generando un clima afable, recordando por momentos al cine de Ezequiel Acuña. Incluye buenos trabajos de Marcelo Subiotto como profesor y Javier Drolas como padre. Lástima que varias veces amaga con finalizar y, cuando lo hace, opta por una resolución inesperadamente convencional.
Finalmente, dos nombres habituales en los festivales, Maximiliano Schonfeld y Martín Farina, dieron a conocer sus trabajos más recientes en la Competencia Argentina. Luminum, de Schonfeld, es un documental de poco más de una hora sobre dos mujeres (madre e hija) que estudian con fervor el fenómeno OVNI y llevan adelante un sencillo museo en la ciudad de Victoria. Sin rozar siquiera la mirada irónica sobre ambas, el director entrerriano vuelve (como en La siesta del tigre) a las historias de seres que salen de su vida cotidiana buscando (en la naturaleza, en el suelo o en el cielo, en la ilusión de hallar algo deseado o soñado) tesoros que los alejan de la angustia y la rutina. Algunos planos de la madre sonriente y pensativa, sin hablar, mientras viaja o permanece sentada en algún sitio, contribuyen a la sensibilidad de la propuesta, que no evita el sentido del humor y se acerca ligeramente a la ciencia ficción (o a la ficción, a secas).
El planteo de Náufrago, que Martín Farina dirigió junto a Willy Villalobos, es menos candoroso y más complejo. Dos terceras partes de la película son imágenes y sonidos que sugieren malestar aunque se advierta soledad, mar y playa: es la forma elegida para acompañar las cavilaciones de Villalobos, militante montonero en la Argentina de los años ’70, ahora habitando una sencilla casa en Cabo Polonio, Uruguay. El resto es su conversación con dos viejos compañeros, durante la cual brotan recuerdos, anécdotas y planteos sobre lo vivido en aquellos tiempos conflictivos (“tenía 22 años, pero era más viejo que ahora” dice uno de ellos). Revelador es ese último tramo, y curioso el film en sí mismo, por su búsqueda formal y dramática, por sus resonancias, por su invitación al debate sin ser didáctico.
Cabe agregar que el festival se propuso recordar a Leonardo Favio al cumplirse diez años de su muerte, y lo hizo con canciones suyas interpretadas en distintas oportunidades y sitios, así como con la exhibición de El dependiente (1967), que contó con la presencia de Graciela Borges, Juan Moreira (1972/73) y Nazareno Cruz y el lobo (1975). Haber visto Juan Moreira en la enorme pantalla del Auditorium resultó emocionante, y no es menor el dato que la misma noche emitían la película por un canal de la TV abierta y, sin embargo, la sala marplatense desbordaba de espectadores (un tema para discutir es la calidad de esa copia restaurada: dudo que sus colores y ensombrecimiento sean los mismos de la película original). También fueron un acierto los spots –aplaudidos por el público en todas las funciones– con distintos técnicos y actores contando anécdotas de sus trabajos con Favio.
De las charlas con maestros tuve oportunidad de asistir a la de Lita Stantic en el Museo MAR, moderada por un dubitativo Sergio Rentero. De entre las otras charlas y actividades especiales, cabe mencionar la presentación de los resultados de la encuesta de cine argentino organizada por Taipei, La Vida Útil y La Tierra Quema, sobre cuyos resultados escribiremos más adelante.
Lamenté perderme algunas cosas, como la exhibición de clásicos japoneses, pero un punto de alto disfrute fue haber visto los cortos mudos de Reneé Oro (Las naciones de América, El stati di Santiago del Estero) en el Teatro Colón de Mar del Plata, musicalizados por la banda argentina Tremor, fusionando folklore con técnicas digitales. Por eventos como ése –días después se sumó, también con música en vivo, una proyección en el mismo ámbito de Nosferatu– hacen que valga la pena asistir a un festival de cine.

Por Fernando G. Varea