Francisco Lezama: «Hacer una película es como jugar con un cubilete y los dados»

Cuando en febrero el corto Un movimiento extraño, escrito y dirigido por el argentino Francisco Lezama, ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, la sorpresa fue bienvenida: era el primer reconocimiento a nuestro cine después de la asunción de Javier Milei como presidente, en medio de noticias varias descalificando la importancia del INCAA y de las películas realizadas en nuestro país. Además, al agradecer el premio, el treintañero Lezama se expresó con claridad sobre la preocupante situación.
Un movimiento extraño tiene puntos en común con dos cortometrajes anteriores de Lezama: en La novia de Frankestein (2015) y Dear Renzo (2016) también hay jóvenes crédulos o inocentones y al mismo tiempo atentos al intercambio de dinero, conociéndose azarosamente, desplazándose sin mucho conflicto de un espacio a otro. Se pierden, se encuentran, bailan, se conectan con cierto desapego y buscan sobrevivir como pueden. La exhibición en el FICIC de este corto premiado en Berlín (en el que actúan Laila Maltz, Paco Gorriz, Sofía Palomino y Susana Pampín, entre otros) fue una buena oportunidad para hablar un rato con Lezama, sentados –junto al amigo y colega Fernando Herrera– en la soleada Plaza San Martín de Cosquín.
– En tu corto se advierte un gusto por el cine de género: hay algo de comedia, también de suspenso.
– Es así. Aunque trato de pensarlo de otra manera. Siento que, a partir de la modernidad, ir al género sin ningun tipo de reflexión queda un poco corto. Sabemos que el cine comenzó transversal y popular, con las clases altas y bajas juntas en una misma sala, hasta que el mercado empezó a segmentar al público. Yo soy cinéfilo desde muy chiquito y me formé viendo cine de género. Evil dead II (1987), de Sam Reimi, por ejemplo, que tiene su propia disolución del género, me había  fascinado porque no entendía si era comedia o terror. Como un jugo gástrico, una película de género que se corrompía y autodestruía. De ahí en adelante fue un poco la vara con la que veía las películas de género. Jean Renoir hablaba de lo que va degenerándose como la vida, que no tiene género. ¿La gran ilusión (1937) es una comedia sobre la Primera Guerra Mundial o qué es? El río (1951) tiene un momento super alegre que hace que la película sea mucho más triste. No me gusta el género cuando toca una sola nota rindiendo pleitesía a sus propias reglas. En el caso de Un movimiento extraño, me gustaba la idea de hacer una comedia romántica deconstruida, con esa guardia de seguridad de clase media baja que adelanta información sin saber si realmente las cosas son así o las fantasea, y que al cobrar una indemnización cambia de estatus y compra dólares. Las personas cuando están más tranquilas pueden armarse una película ellas mismas. Al tener dólares, la chica crea una comedia con un arbolito. La comedia romántica es la película que se hace el personaje. Un planteo muy rohmeriano.
– Al mismo tiempo, algunos detalles me recuerdan al cine de El Pampero: la música que usás, la manera de hablar de los actores, cierto tipo de planos.
– Sí, para mí Mariano Llinás es un cineasta de la concha de la lora. Alejo Moguillansky también, claro, tiene una tradición muy Rohmer, muy Jacques Rozier. Es verdad, en El Pampero está eso de poner en evidencia algo que se relata. Es borgiano eso, o de César Aira. Es la tradición literaria argentina.
– Los personajes intercambian dinero sin muchos escrúpulos pero eso es contado con encanto y sentido del humor.
– Eso de negociar, de sacar rédito, es parte del entramado del ser humano. Se trata de ver con cariño esa actitud, que puede ser  perversa desde un punto de vista moral, o perdonavidas, como creo que debe ser el cine. Ahí están como referencia Robert Bresson, Erich von Stroheim, por ejemplo Avaricia (1924) que está cumpliendo cien años. Es además como un registro de gestos. Una disposición a mostrar lo que fluctúa en el ser humano.
– A su vez, no parecen disfrutar mucho lo que van consiguiendo.
– No pienso en la psicología de los personajes. En la vida real cualquier cosa puede cambiar. Si un día hay mucho viento, cambia la psicología del personaje. Me gusta ir sorprendiéndome: a diferencia de otras disciplinas, el cine da esa posibilidad de poder contraponer sentido y armar algo más de colisión. Se puede ser realista bazinianamente y, al mismo tiempo, trabajar con la matriz del montaje y una síntesis. En algun punto no me caso con ninguna de las escuelas.
– Hay una realidad socio-económica que aparece lateralmente, como esa villa cercana al lugar donde la protagonista va a trabajar o las manifestaciones populares que se escuchan.
– Esas manifestaciones no estaban planeadas y fue algo así como “Vamos a aceptar lo que me da el destino”. En el guion se hablaba de una corrida cambiaria, la aparición de los trabajadores marchando fue algo imprevisto. Quedó muy bien pero yo podría haber decidido no filmar eso. Lo que pasa es que hacer una película es como jugar con un cubilete y los dados, aunque haya gente que hace cine de género queriendo hacer doble generala todo el tiempo. Hay que captar los imprevistos. Eso pasa con los actores, que me ofrecen una batería de gestos.
– ¿Cómo fue la elección de Laila Maltz y la idea de que su personaje trabaje como guardia de museo?
– Laila Maltz es una de las actrices más talentosas de la Argentina. Lo raro sería no llamarla. Lo mismo Susana Pampín, que está siempre muy dispuesta al juego. Por otra parte, me gusta escribir según lo que la vida me da. Voy construyendo los guiones a partir de ideas muy disímiles, aprovechando lo que tengo a mano. Yo trabajaba en el MALBA y veía siempre a los guardias de seguridad. En un encuentro de fin de año aparecían vestidos de civiles. Y claro, es un tipo de trabajo sin movilidad y, salvo que te conviertas en el capo de la seguridad de un museo, eso genera una sensación de libertad que muchos ven como irresponsabilidad. Además me interesó la idea de la atmósfera, de trabajar a la noche en un museo cerrado, esa cosa medio sonámbula. Y allí estaba la obra de Pablo Suárez, un artista que trabajó sobre las crisis con humor. Una de las fichas era filmar una de sus obras a la noche, con la linterna. El final incluso era distinto pero la pandemia cambió los planes. El que quedó lo veo chaplinesco y es como decir “Continuará eternamente”.

Fernando G. Varea

13º FICIC: Amor cinéfilo en tiempos de cólera

Había estado en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín en dos oportunidades: en su segunda edición, allá por 2012, invitado a ser parte del jurado de la sección Largometrajes de Ficción, y dos años atrás, cuando la post pandemia estimuló mis ganas de respirar un poco de aire serrano y le agregué el plus de ver buen cine, permaneciendo allí poco más de un día, para luego dirigirme a otra localidad cordobesa.
Mi tercera visita al FICIC respondió a la necesidad de vivir el clima de un festival cinematográfico contrarrestando la zozobra de esta Argentina sometida a la experiencia de ser gobernada, o algo así, por un anarcocapitalista rodeado de funcionarios desdeñosos hacia lo que ha sido siempre parte de la riqueza de nuestro país (la lucha de los organismos de derechos humanos y el Juicio a las Juntas, la universidad y la salud públicas, el cine argentino). Sentirse acompañado durante unos días por personas de distintas generaciones y ciudades que comparten la misma idea del cine como un medio que puede ayudarnos (a aprender, a comprender, a imaginar) es algo impagable y en ese sentido, aunque sin la magnitud del BAFICI o el Festival de Mar del Plata –ahora de destino incierto–, el FICIC volvió a ser una fiesta cinéfila (tal vez este año más que nunca, por los motivos señalados). El evento suma el acierto de ofrecer alojamiento a realizadores, productores y periodistas, aunque esas gratificaciones impliquen no pocas dificultades de financiación: «Ante lo imposible, ante la evidencia de la falta (de recursos y tiempo), ante toda palabrería que solicite nuestra renuncia –expresaba en su texto de bienvenida el director artístico Roger Koza– solamente decimos no, afirmamos nuestra voluntad, seguimos adelante, pensamos en la acción, buscamos una alternativa para cada caso y confiamos en la cooperación virtuosa de muchas otras personas que no están dispuestas a dimitir. Si el FICIC puede hoy celebrarse es debido a nuestro deseo».
Llegando a Cosquín el viernes a la mañana, no pude ver largometrajes exhibidos el día anterior como Las ausencias (Juan José Gorasurreta) –de bello afiche–, la ucraniana La palisiada (Philip Sotnychenko) –a la que el jurado que integraron los realizadores Julián D’Angiolillo y Mariano Luque junto a la escritora Eugenia Almeida terminó premiando como Mejor Película de la Competencia Internacional–, y El realismo socialista (film inconcluso del maestro chileno Raúl Ruiz rescatado y reconstruido en 2023 por su viuda y colaboradora Valeria Sarmiento). Pero ya la amabilidad y simpatía de los directores del festival, Carla Briasco y Eduardo Leyrado (y de Facundo, el hijo de la pareja, incorporado este año a los jóvenes colaboradores del evento), más el encuentro ocasional con colegas, realizadores, actores y productores, anticipaban ratos placenteros. Así fue que, después de la contemplación del apacible río Cosquín y un paseo por las calles coscoínas (que un automóvil recorría con su propaladora, invitando a participar), pude internarme en el ritmo festivalero –más provinciano y amigable que en certámenes más grandes–, que abarcaba desde funciones a las diez de la mañana hasta otras a la medianoche en el teatro El alma encantada y el Centro de Congresos y Convenciones con su microcine.
De la programación pude ver varios cortometrajes, incluyendo Un movimiento extraño, del argentino Francisco Lezama, que con gracia, habilidad narrativa y calidad formal sigue los pasos de una chica supersticiosa que debe dejar su trabajo como guardia de seguridad en un museo y luego se involucra con el empleado de una casa de cambio. Algo de la realidad socio económica reciente de la Argentina y del deseo encontrándose con alguna forma de soledad asoman a través de ambos personajes (jóvenes anhelantes y desorientados, de actitudes algo cándidas y al mismo tiempo materialistas), muy bien encarnados por Laila Maltz (vista en varios largometrajes a partir de Noelia, el corto dirigido por María Alché) y Paco Gorriz, más unos pocos más, además de certeros toques humorísticos y musicales. Aquí la entrevista que pude hacerle a Lezama en torno a este trabajo, premiado en FICIC y antes, en febrero, en el Festival de Berlín.
Muy diferentes son otros cortos que competían en el festival: enigmático y con un lúcido uso del sonido Bloom (de los españoles Samuel M. Delgado y Helena Girón), sobre una isla cierta o imaginaria; de tono cordial pero girando alrededor de una sola idea reiterada con la voz en off Yo fui asistente de Eduardo Coutinho (del brasileño Allan Ribeiro); razonablemente caótico, como un collage frío pero cautivante sobre estos tiempos revolucionados por el dinero y la tecnología, For here am i sitting in a tin can far above the world (de la francesa Gala Hernández López); de un interés que se diluye por monótonas voces en off en francés Tu trembleras pour moi (Pablo García Canga) y Pas Crever (de la cordobesa Sofía Bordenave); luminoso y despojado Rolle (del joven crítico argentino Tomás Guarnaccia), registro de una búsqueda en una ciudad suiza, con la casa de Jean-Luc Godard como objetivo aunque se podría prescindir de ese dato, y con la providencial aparición de un gato más sociable de lo que aparenta. Se exhibió también un mediometraje de Nicolás Prividera que había pasado por el BAFICI: Carta a una señorita en París, «una película sobre fantasmas atrapados en el limbo de la historia», como lo definió Luciano Monteagudo según cuenta el propio Prividera aquí. Los films y los textos de NP estimulan la reflexión y el debate; algunos los evitan mientras otros los deseamos. Sentido y disperso, Carta a una señorita… reúne registros en super 8 realizados por los padres del realizador durante su luna de miel en París en 1968 con otros recientes del propio Nicolás, atravesados por reverberaciones de Cortázar, la voz de la crítica francesa Claire Allouche e imágenes de agitadas protestas callejeras en la Francia actual.
El viernes se proyectaron dos largometrajes que convocaron mucho público y generaron comentarios: Las cosas indefinidas (María Aparicio), que el jurado de la Competencia Internacional premió con una Mención Especial, y El escuerzo (Augusto Sinay), que integró la sección Planos de provincia. Aparicio es la realizadora cordobesa de Sobre las nubes (2022) y en esta historia sobre una montajista (Eva Bianco, excelente una vez más) que cumple con su trabajo acompañada de un joven asistente (simpático personaje encarnado por Ramiro Sonzini, co-director del notable corto Mi última aventura, premiado en el BAFICI de hace dos años, y crítico en La vida útil) mientras sobrelleva el dolor por la muerte de un amigo, repite virtudes y deficiencias de su largometraje anterior: por un lado, una sensibilidad y una melancolía contenidas, expresando estados de ánimo a través de elaborados encuadres, planos que duran lo justo, suavidad en tonos y situaciones sin que esto genere apatía; por otro, cierta impostación (locaciones e iluminación forzadamente taciturnas, diálogos no siempre convincentes, plantas y flores como señales de ternura) y la recurrencia a las contrariedades que surgen del trabajo audiovisual, algo que suele usarse como pretexto narrativo para enriquecer un film. En cuanto a El escuerzo –que transcurre en el siglo XIX y era relacionado por algunos con el cine de Leonardo Favio de los años ’70–, no pude verlo pero valga la anécdota: con Sinay, joven director cordobés egresado de la ENERC, nos conocíamos solo por redes sociales después que yo compartiera una foto que le había sacado, de casualidad, en el Festival de Mar del Plata de 2013 junto a Bong Joon-ho.
Otras propuestas eran los Cortos de Escuela (con Sinay, la programadora Carla Briasco y la actriz Jazmín Carballo conformando el jurado), una retrospectiva de Julián D’Angiolillo (exhibiéndose todos sus cortos y largometrajes documentales, incluyendo el valioso Cuerpo de letra y el reciente La gruta continua) y una sección cuyo nombre generaba cierta intriga entre los asistenes (Invitación de la casa), dentro de la cual se incluyó El verano más largo del mundo, dirigida por Alejandra Lipoma y Romina Vlachoff.
A diferencia de mis dos experiencias previas en FICIC, no hubo mesas de debate ni presentaciones de libros. Pero no faltó Filmoteca en vivo, con proyecciones de películas en 35 mm. aportadas por Fernando Martín Peña, que no pudo estar presente. En mi caso, volver a ver El estado de las cosas (1982, Win Wenders, estrenada comercialmente en Argentina únicamente en el cine Lorca, de Buenos Aires, en marzo de 1988) fue, indudablemente, un acontecimiento cinéfilo, en un año en el que probablemente haya pocos a mi alcance: no había vuelto a ver la película desde que la alquilé en VHS muchos años atrás, por lo cual pude redescubrir sus méritos al tiempo que disfruté, junto al nutrido público, las sensaciones despertadas por esa proyección similar a las que se sucedían en las salas del mundo a lo largo del siglo pasado. No eran pocos los que se acercaban, antes y después, a hablar con el proyectorista coscoíno Luis Nogués, valorando su noble y ya postergado oficio. Después supe que fueron muchos también los que asistieron el sábado y el domingo para ver, en el mismo salón del Centro de Congresos y Convenciones, Alicia en las ciudades (1974) y Hammet (1982), igualmente dirigidas por Wenders, el realizador alemán que, después de une etapa irregular, volvió a interesar al público y la critica este año con Días perfectos (2023).
Todo estuvo a la altura de mis expectativas y el balance es positivo. Aunque entre las películas, las caminatas, los encuentros y los saludos se hacía presente, a cada momento, la preocupación por las dificultades para llevar adelante rodajes y festivales a partir de las medidas anunciadas y perpetradas por el actual gobierno nacional, con la anuencia de buena parte de nuestros legisladores. La fotografía que ilustra este texto (con la bandera argentina y un eslogan nada falso, teniendo en cuenta que en torno al mismo nos aglutinamos directores, organizadores, actores, críticos, estudiantes y asistentes en general) da cuenta de esa inquietud.

Fernando G. Varea

Las películas y las palabras de Leopoldo Torre Nilsson

Este 5 de mayo se cumplen cien años del nacimiento de Leopoldo Torre Nilsson (1924/1978), sin dudas, una de las personalidades más importantes en la historia de nuestro cine, en principio por sus películas (las que hizo junto a su padre Leopoldo Torres Ríos, la severa y misteriosa Días de odio, las inquietas exploraciones en zonas turbias del alma humana y de la historia argentina que implican La caída, El secuestrador, La casa del ángel, Fin de fiesta, La mano en la trampa, Un guapo del 900 y La terraza, las estimables producciones que dirigió con capitales extranjeros a mediados de los ’60, sus discutidas películas históricas, los aciertos aislados de sus transposiciones de textos de Roberto Arlt, Manuel Puig y Adolfo Bioy Casares en los ’70, finalmente la calidoscópica pesadilla de Piedra libre), pero también por sus vínculos con la literatura, el teatro, la publicidad, los debates culturales, la lucha contra la censura en sus distintas formas, su apoyo como productor a directores jóvenes (incluyendo Nicolás Sarquís y Leonardo Favio). Para recordar y valorar su obra comparto este video que edité hace poco más de un año, reuniendo reflexiones y anécdotas contadas por él mismo durante una entrevista para un programa de la televisión española en 1976, acompañadas por fragmentos de los films que menciona.

Una guerra dentro de otra

CIVIL WAR
(2024; dir Alex Garland)

(Por JOAQUÍN ZANARDI)
La cadena nacional es una de las maneras mas directas que tiene un gobierno para comunicar de forma oficial la actualidad del país. Al inicio de Civil War el presidente (Nick Offerman) de una Estados Unidos distópica anuncia por televisión que la victoria (del gobierno federal) frente a una guerra interna contra varios estados secesionistas está cerca. Ese discurso establecido, falso como se verá mas adelante, incluye otra guerra, contra uno de las profesiones que promete defenderla, el periodismo. Una guerra en pos de “la verdad”.
La película nos ofrece un escenario ficticio, aunque posible, donde el conflicto bélico no ocurre a miles de kilómetros de Washington D.C. sino todo lo contrario. Se muestra el quiebre de la democracia y se dibujan posibles posiciones por las cuales los ciudadanos pueden tomar partido por uno de los territorios mas beligerantes del mundo, por ejemplo el ultra nacionalismo xenófobo. Todo esto, sin explicar en profundidad cuáles fueron los hechos ficticios para que el país haya terminado en esa terrible realidad, como si no importara mucho la raíz de las posturas de ambos bandos, evitándose nombrar, o más bien proyectar, posiciones reales, actuales o históricas de los Estados Unidos que podrían ser causa de lo que ocurre en la película. Todo este seteo imaginario es el marco para el tema principal: el periodismo en la guerra, su ética y el trabajo de campo de quienes intentan echar luz sobre la verdad en medio de esos sucesos.
Los personajes, arquetipos de foto periodistas y escritores, son introducidos como un equipo: Lee, Joel y Sammy (Kirsten Dunst, Wagner Moura, Stephen McKinley Henderson) quienes deberán realizar una cobertura de la posible toma del poder en la ciudad capital por el ejército de las “Fuerzas Occidentales”. Al equipo se le suma por intromisión una joven aspirante a fotógrafa y admiradora de Lee, Jessie (Cailee Spaeny), haciendo que esta incorporación funcione para la novata como un despiadado curso acelerado del oficio. La película básicamente funciona como una road movie traccionada por la urgencia periodística de la exclusividad. Lee ve en Jessie la joven entusiasta que ella fue alguna vez y Jessie tiene enfrente no solo su role model sino la muestra viva de los estragos psicológicos del trabajo.
Hay un momento decisivo de la película que es donde Jessie le deja en claro a Lee que ella esta allí bajo su propio riesgo. El riesgo, ese estado determinante para el periodista de guerra que apuesta la vida en pos de acercarse a los hechos para poder construir, en este caso con imágenes, un relato que pretende ser objetivo. Una verdad que es fruto de la acción arbitraria de recortar el espacio y fragmentar el tiempo.

Deseos en competencia

DESAFIANTES
(2024, Challengers; dir. Luca Guadagnino)

Algunas características de Llámame por tu nombre (2017) –el film de Guadagnino más premiado y comentado, aunque hizo otros antes y después– reaparecen en esta historia de una ascendente tenista y dos amigos envueltos en dudas, deseos, ambiciones, ansias competitivas, oscilante honestidad y sentimientos varios, generando chispazos de tensión sexual y adrenalina deportiva. Como en aquel film, aquí también el innegable encanto de personajes y amoríos juveniles, canciones, ocasionales bailes, diálogos capciosos y cierto desprejuicio o frescura para abordar ambigüedades sexuales se articulan con imágenes, poses y astucias del guion que se perciben algo forzadas en procura de un film placentero tanto como complaciente, seductor y liviano.
En Desafiantes, los vértices del triángulo amoroso son dos jóvenes comunicativos que generan empatía (Mike Faist, visto en la Amor sin barreras de Steven Spielberg, y Josh O’Connor, el protagonista de sonrisa entradora de La quimera, de Alice Rohrwacher, exhibida el año pasado en el Festival de Mar del Plata) y la chica que se enreda con ellos, enérgica y decidida (Zendaya, de las dos Duna de Denis Villeneuve, no muy carismática pero idónea como actriz). El film logra que estemos atentos a sus pasos, yendo y viniendo en el tiempo, sabiendo que la manera en que se relacionan puede cambiar de un momento a otro.
La sensualidad no es tanta (aunque Guadagnino claramente la estimula en secuencias como la de Zendaya bailando con actitud sexy, o mostrando a Faist y O’Connor en un sauna o comiendo churros) y el resultado es desparejo. El uso de la música, por ejemplo, y la atención puesta en los detalles, permiten que director y actores se luzcan en el segmento de una conversación de noche frente al mar o en la escena de crisis de una pareja (recurriendo en esta ocasión a una única canción en español, que no espoilearemos aquí). La escena de ella tomando conciencia de que tal vez no pueda volver a jugar, o la de uno de los jóvenes acurrucado junto a su pequeña hija, buscan legítimamente la emoción de los espectadores. Mientras tanto, siguiéndole el ritmo al vivaz trío, la película descuida los personajes de esa niña y de su abuela, que parecen adornos, e invade innecesariamente con música varios tramos.
En los últimos minutos, Guadagnino juega con el suspenso administrando breves gestos, movimientos ralentizados, planos detalle, miradas y sonrisas que parecen señales de lo que está sucediendo o por suceder, fluctuando –otra vez– entre una edición y una musicalización incitantes y cierto empalagamiento cool, propio del lenguaje publicitario.

Fernando G. Varea

Películas argentinas comentadas con pasión

LAS BATALLAS INFINITAS – CINE ARGENTINO (1929/1989)
(Varios autores, 2023)

Hubo un tiempo en que los libros de cine argentino eran pocos, muy buscados y leídos. En los últimos años fueron publicándose varios pero suelen ser ignorados por los medios de comunicación y las revistas digitales especializadas: mucho han cambiado los hábitos y el cine mismo (no tanto los libros como medios de divulgación cultural) y, a veces, el entusiasmo por nuestro cine parece agotarse en eventos (festivales, estrenos propios o de amigos) y debates entre colegas, quedando las reseñas atentas de muchas obras tal vez para alguna clase o monografía.
Hacerse la crítica –sitio que fue cambiando de dirección editorial desde sus comienzos– sumó el año pasado uno nuevo, con un hermoso diseño de tapa y apasionamiento detrás de una buena cantidad de textos relativamente breves. En la introducción se aclara que primó lo lúdico antes que lo académico, así como en el prólogo el gran Fernando Martín Peña recuerda cómo los prejuicios pueden llevarnos a desdeñar películas valiosas de directores de oscilante prestigio. Esto se manifiesta en Las batallas infinitas por los films elegidos para escribir, combinándose auténticos clásicos con otros excluidos de los ensayos habituales. Podría usarse la ilustración de la tapa para afirmar que los autores recorren algunas calles conocidas pero también se desvían por cortadas y pasajes menos transitados. Algo indudablemente meritorio, aunque hubiera sido mejor –más allá del ordenamiento en tres capítulos– un hilo conductor entre los textos. La mirada positiva es una muestra más de que prevaleció el placer de escribir sobre películas preferidas (por una u otra razón), permitiéndose, de todos modos, ocasionales consideraciones desaprobatorias al referirse a aspectos puntuales de las mismas o al tratamiento que recibieron de la crítica especializada.
Los autores son veinticinco, algunos conocidos por quienes frecuentamos este tipo de publicaciones y otros no (lamentablemente no se han agregado referencias profesionales de todos ellos).
El primer artículo es el único sobre el cine silente y fue escrito por Lucio Mafud, investigador reconocido después de haber abordado este período en un par de libros. Aporta aclaraciones valiosas respecto a Las aventuras de Pancho Talero (1928/29, Lanteri) y suma a su texto una breve bibliografía. Eduardo Rojas (uno de los ex El Amante que, desde hace un tiempo, escriben para Hacerse la Crítica) se centra en dos cautivantes obras del período de los estudios: La vuelta al nido (1938, Torres Ríos) y El muerto falta a la cita (1944, Chenal), aventurando en ambos casos ciertos conceptos (sobre el declive del costumbrismo en nuestro cine y sobre la relación del personaje de Sebastián Chiola en el film de Chenal con el incipiente peronismo) que estimulan saludablemente la discusión. Constanza Grela se ocupa de Cándida (1939, Bayón Herrera), a la que denomina “heroína cómica”, y de la lucidez de su creadora Niní Marshall para los juegos lexicales y la gesticulación singular, mientras que Paula Vázquez Prieto (periodista en La Nación, el suplemento Radar de Página/12 y otros medios) vincula la notable Isabelita (1940, Romero) con Frank Capra y la Guerra Mundial, ensalzando ese “mundo propio, con ritmo de tango y aroma a muzzarella” que el film sabe crear, ayudado por la gracia de Paulina Singerman.
Carlos Adrián Muoyo, periodista y director de la Biblioteca en el INCAA/ENERC, vuelca su pasión por la cultura del tango escribiendo sobre Yo no elegí mi vida (1949, Momplet) y El último payador (1950, Manzi/Pappier), buena oportunidad para detenerse en la personalidad de Homero Manzi. El tercer film del que se ocupa es más cercano en el tiempo pero, además de contar con música del Tata Cedrón, respira tango por su apesadumbrado clima urbano: Tute cabrero (1968, Jusid). Las sentidas palabras de Muoyo sobre el rescate que hace esta película de la Costanera Sur me recuerdan lo que, en su momento, escribió Jorge Miguel Couselo sobre cómo ese mismo espacio aparece en Crecer de golpe (1976, según puede leerse en el libro dedicado a Sergio Renán de la colección Directores del cine argentino, 1993). A su texto sobre la película de Jusid le agrega varias citas y un hermoso cierre.
José Luis Visconti (autor de El peligro está en los vivos – Representaciones y omisiones en el cine argentino 1976/1983) relaciona atinadamente elementos de Pajarito Gómez (1965, Kuhn) con el cine de Enrique Carreras y los satíricos antecedentes de El negoción (1959, Feldman) y La herencia (1963, Alventosa). Escribe además sobre El fantástico mundo de la María Montiel (1977, Jury), aquella película pensada para la niña Andrea del Boca que finalmente protagonizó Juanita Lara, cuyas acciones parecen detenidas en un tiempo indefinido (lo que beneficia su tono de fábula al mismo tiempo que puede verse como una forma de autocensura en tiempos de dictadura).
El docente y periodista Luis Franc aborda Apenas un delincuente (1949, Fregonese) y dos films del grupo Cine Liberación: El camino hacia la muerte del viejo Reales (1968/71, Vallejo), que –reconoce– podría haber sido concebido hoy, y Los hijos de Fierro (1972/75, Solanas). Gerardo Martínez reseña tres películas de gran riqueza, muy diferentes entre sí: Kilómetro 111 (1938, Soffici), La Quintrala (1954, del Carril) y Circe (1964, Antín), reparando en entrelíneas que reivindican el rol de las mujeres (con un desliz al reemplazar la palabra mejilla por cachete). Carla Leonardi salva de cierto desdén crítico de la época a La que no perdonó (1935, José A. Ferreyra), título que bien podría servir para acercarse al personaje principal de la otra película de la que se ocupa, Señora de nadie (1981/82, Bemberg). Romina Quevedo analiza la capacidad de Madreselva (1938, Amadori) para hacernos disfrutar de lo que se ofrece claramente como representación o entretenimiento melodramático, la de Malambo (1942, de Zavalía) para unir creencias cristianas y mitologías autóctonas a un carácter fabulesco y –arriesga– subversivo para la época, y de la olvidada El grito de Celina (1975, David) para aludir indirectamente a los años en los que se gestó (a este último texto puede objetársele un párrafo final algo confuso y agregar el dato cierto del estreno comercial del film en 1983). Ignacio Verguilla describe con calidad dos películas de los años ’40: Safo, historia de una pasión (1943, Christensen, encontrando en el estilo de su director rastros de Jacques Tourner), y La danza de la fortuna (1944, Bayón Herrera, con su dominio del timing por encima de burlas por defectos físicos habituales en esos años políticamente incorrectos).
Pablo Ventura se dedica a Vidalita (1949, Saslavasky), comedia con vocación de musical de la que destaca su movimiento constante y alusiones avanzadas para la época, y Rosaura a las diez (1958, Soffici), mereciéndole razonablemente atención las presencias de Susana Campos y María Concepción César. Juan Pablo Susel encuentra virtudes en Dios se lo pague (1948, Amadori), comenzando con un recuerdo ligado a su infancia. Hernán Gómez se entusiasma con El hincha (1951, Romero) “una suerte de unipersonal de Discépolo”, coherente con la visión política del inolvidable músico y dramaturgo. Diego Baridó desemenuza las características de la obra de Schlieper a través de Arroz con leche (1950) y desliza apuntes interesantes en torno a La casa del ángel (1956, Torre Nilsson), como que “Ana (Elsa Daniel) sobre todo mira y mira sobre todo”, advirtiendo incluso puntos de contacto con el presente.
Ignacio Izaguirre explora el retrato social que propone La barra de la esquina (1950, Saraceni) y defiende Esperando la carroza (1985, Doria) comparándola con una fiesta con excesos, cuestionando a los que la critican por lo que llama «sobreanálisis moral» (a Baridó podría señalársele que dicha «fiesta» incluye situaciones de crueldad y desesperación, que solo podrían resultar divertidas si no se es parte de las mismas, y que la frase “una buena fiesta se tiene que poder bancar un muerto” suena extraña, si no desafortunada). Marcela Ojea siente que Deshonra (1952, Tinayre) equivale a un laberinto –incluso en términos estéticos– y se pregunta qué sería deshonroso para las mujeres de ese tiempo; Amorina (1961, del Carril), a su vez, le permite comentar rasgos del melodrama. Gabriela López Zubiría analiza cómo en la adaptación de La bestia debe morir (1952, Viñoly Barreto) lo policial va virando a lo moral y cómo Procesado 1040 (1958, Cavallotti) podía asumir con valentía un tema ríspido que puede tener vinculaciones con la actualidad. Pedro Berardi abre su texto con una cita de Martin Scorsese sobre el Cine B para desarrollar sus impresiones sobre la incitante No abras nunca esa puerta (1952, Christensen), al tiempo que encuentra en Dar la cara (1962, Martínez Suárez) una lúcida visión del Buenos Aires de comienzos de los ’60.
El escrito de Soledad Bianchi sobre Shunko (1960, Murúa) es muy justo, valorando su visión del mundo de la enseñanza y reparando en un flashback revelador y diálogos emotivos; en otro, compara provechosamente The players vs. Ángeles caídos (1969, Fischerman) con films de esos años. Gastón Molayoli escribe sobre El centroforward murió al amanecer (1961, Mugica), notando cómo el costumbrismo deviene farsa (y exagerando al sostener que en ese momento “el pueblo” estaba proscripto), y la sólida Tiempo de revancha (1981, Aristarain), preguntándose si Federico Luppi no habrá sido nuestro Fonda (Henry, suponemos) y celebrando la fuerza de la alegoría en ese “momento bisagra”. Juan Pablo Susel se ocupa únicamente de la encantadora Soñar soñar (1976, Favio), observando, entre otras cosas, la ambigua sexualidad de la figura de Carlos Monzón en la película y el sugestivo uso de la frase Antes muerto que vencido iniciada la dictadura.
El periodista Gabriel Orqueda reflexiona sobre Los inundados (1962, Birri, subrayando la secuencia de un baile por lo que implica como catarsis), Invasión (1969, Santiago, pudiendo discutirse su opinión respecto a que los postulados estéticos del film no tienen antecedentes ni discípulos), y Habeas Corpus (1987, Acha, ciertamente “resplandeciente y única”). La comparación que hace Gustavo F. Gros de Prisioneros de una noche (1962, Kohon) con De caravana (2010, Ruiz) parece –más allá de lo temático– algo antojadiza, como también debatible el hecho de alabar que los personajes del film de Kohon “no se quejen”; apunta, por otra parte, datos interesantes sobre ciertos sitios en los que se filmó una secuencia de Los traidores (1971/72, Gleyzer) y deja pensando cuando habla del “placer” que supone haber traicionado.
Victoria Lencina da importancia a tres producciones poco respetadas: Operación Rosa Rosa (1974, Fleider), Insaciable (1976, Bo) y Susana quiere, el negro también (1987, de Grazia). Un error (tal vez de tipeo) es referirse al Ente de Calificación como de “Clasificación”, una opinión para la polémica es si debe agradecerse que el film de Bo no sea un melodrama y sí una parodia (¿por qué sería mejor una cosa que la otra?) y, respecto al film de Julio de Grazia con Alberto Olmedo, vale la aclaración que su subtítulo El que quiere celeste era, en realidad, el título original (que ansiedades comerciales impulsaron a cambiar) y que, entre las posibles referencias, además de Mujer bonita (1990, Marshall), podría haber mencionado Pigmalión. Acierta, en tanto, al destacar la fotografía (de Horacio Maira) y al dejar un acertado comentario como final de su texto (que es, además, el del libro).
En poco menos de doscientas páginas, mucho para leer, debatir y pensar el cine argentino, tan fecundo y con tanta historia, actualmente tan desprotegido.

Fernando G. Varea