Las nueve piezas del juego

Los más entusiasmados por las nueve nominadas al Oscar a Mejor Película deben ser, seguramente, sus directores, productores, guionistas y actores, ya que el reconocimiento implica chances de conseguir mejor distribución y recaudaciones, de despertar mayor interés en el público y la crítica, e incluso de contar con más posibilidades de trabajo en el futuro. Para el resto, sobre todo si hablamos de gente medianamente cinéfila, la competencia entre las elegidas por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood no debería ser mucho más que un pasatiempo de alcance global (sobreviviendo a duras penas la lúdica disputa a la suerte de desfile de modas previo a cargo de las estrellas participantes, al que la TV viene dándole inusitada importancia en los últimos años). Si quisiera saberse qué fue lo mejor que el cine ofreció en 1982 o 1991 o 2008, por ejemplo, no sería buena idea revisar las películas candidatas al Oscar en esos años. Pero más allá del juego y yendo al grano: veamos qué valor le encontramos a las nueve bendecidas este año por la Academia.

  • Dos sobresalen por su madurez conceptual y fluidez narrativa. Aún siendo muy distintas, El hilo fantasma (Phantom Thread, escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson) y ¡Huye! (Get out, escrita y dirigida por Jordan Peele) podrían ser en el futuro referentes del mejor cine de estos tiempos, así como han perdurado Barrio Chino, The Truman Show, Perdidos en Tokio y algunas otras –no muchas– nominadas al Oscar de las últimas décadas. La de Anderson tiene la singularidad de ser una película con personajes adultos atravesando conflictos de adultos, destinada a espectadores adultos. Sin que ocurran hechos demasiado excepcionales a lo largo de poco más de dos horas, mantiene la tensión con gestos y detalles: una pausa dentro de un diálogo, una mirada cariñosa o desconfiada, una expresión de fastidio, son los elementos de los que se vale para retratar a un obsesivo modisto, su hermana y una joven que se convertirá –no sin dificultades– en su esposa, en la Londres de los años ’50. La trama podría haber conducido al despliegue de lujos de vestuario y escenografía, y sin embargo los vestidos sólo importan en tanto son parte del oficio del protagonista y sus ayudantes (a propósito: qué inusual es ver gente que trabaja, y con esfuerzo, en una película de ficción consagrada por Hollywood). La secuencia en la que el hombre se introduce en una fiesta de fin de año en busca de su amada es un ejemplo de cómo aludir a un evento rebosante de oropeles con la opulencia apenas asomando, casi de soslayo. La historia de amor de El hilo fantasma está cruzada de sospechas y hasta de malicia, sin que esto provenga de un enigma policial sino de los pliegues de la complejidad de los seres humanos. Su intensidad reside en lo que sienten y dicen (o callan) los personajes centrales, pero los intérpretes que les dan vida lo hacen de manera contenida, sin ceder nunca al desborde exhibicionista: por eso mismo, cuando por excepción alguno de ellos sube el tono de voz el espectador se sobresalta. Siempre inquieto, PTA realiza esta vez un film maravillosamente clásico, sobrio en sus formas y con sigilosos homenajes a Hitchcock. ¡Huye!, en tanto, es original y divertida, feroz y afilada: ya habíamos celebrado la aparición de esta ópera prima aquí.
  • The Post, los oscuros secretos del Pentágono (dirigida por Steven Spielberg sobre guión de Liz Hannah y Josh Singer), Llámame por tu nombre (Call me by your name, dirigida por Luca Guadagnino, con guión del veterano James Ivory), Lady Bird (escrita y dirigida por Greta Gerwig) y Dunkerque (Dunkirk, escrita y dirigida por Christopher Nolan) son películas estimables, a las que pueden objetársele algunos puntos. En The Post Spielberg dramatiza hechos ligados a la lucha de la prensa estadounidense por la libertad de expresión en los años ’70, con tal astucia que resulta un film de aventuras con héroes y villanos, metas loables, personajes forzados a adoptar difíciles decisiones (entrañable Meryl Streep) y logros de relevancia política obtenidos gracias a la fuerza de un equipo. Es un film vital, más allá de su verborragia y de que (al igual que ocurría con Spotlight, el film de Tom McCarthy ganador del Oscar tres años atrás) lleva a preguntarse si Hollywood abordará alguna vez el poder de los grandes diarios al servicio de algo turbio. Llámame por tu nombre y Lady Bird son películas sobre el crecimiento: sus protagonistas son adolescentes que maduran en medio de dudas, deseos y obstáculos, con la familia como marco ineludible. En Llámame por tu nombre se trata de un pibe que se siente atraído por el joven ayudante de su padre, en un verano de 1983, mientras disfruta de soleadas jornadas en la casa de campo familiar. La película juega sagazmente a despertar sensaciones de frescura y sensualidad, con la ayuda de una cálida fotografía y envolventes paneos. Hay planos en los que los personajes asoman en un costado o yéndose, como si tras la cámara hubiera alguien mirándolos sin invadirlos. La ambigüedad sexual de la pareja en cuestión y los gestos de indiferencia o resistencia que complican la relación conducen al film por carriles bastante imprevisibles: la espera, la inquietud, el descubrimiento, desvelan a los personajes y son los estados de ánimo que importan en Llámame por tu nombre. Entre los problemas de la película de Guadagnino están su música a veces melindrosa, el hecho de decorar el argumento con referencias al arte y el regodeo con ciertos placeres mundanos en esa casa (“heredada”, aclaran) que puede embelesar a los espectadores, imponiendo por sobre la melancólica historia de amor los discretos encantos de la burguesía. El progresismo, la calma y el lustre intelectual de los padres del chico de Llámame por tu nombre no los tiene, desde ya, la familia de Lady Bird, habiendo allí un primer mérito en la única película del conjunto dirigida por una mujer: se trata de gente de clase media, cuya felicidad encuentra barreras en sus necesidades económicas y encontronazos emocionales. Los vínculos de la joven protagonista con una madre poco complaciente, con una compañera de colegio y con otros personajes menores son el fuerte de esta comedia agridulce que no se pasa de lista ni señala a nadie con dedo acusador. Con algunos momentos mejores que otros, Lady Bird tiene ese brío que el cine estadounidense consigue ocasionalmente cuando sabe reunir intérpretes simpáticos y competentes (Saoirse Ronan, Laurie Metcalf), enredos bien pensados, ironías cordiales y escenas discretamente emotivas. Sin dejar de ser un cine de fórmula –incluyendo el consabido repertorio de canciones pegadizas en su banda sonora–, compensa sus convencionalismos con encanto suficiente. Por su parte, ambiciosa y potente, Dunkerque es otra muestra de la brillantez técnica y solemnidad de su director, de la que nos hemos ocupado oportunamente aquí.
  • Firmes candidatas a llevarse algunos de los principales premios, Tres anuncios por un crimen (Three billboards outside ebbing, Missouri, escrita y dirigida por Martin McDonagh) y La forma del agua (The shape of water, dirigida por Guillermo del Toro sobre guión escrito por el propio del Toro junto a Vanessa Taylor) cimentan su atractivo en estructuras demasiado calculadas. El film protagonizado por la gran Frances McDormand (sobre el que ya habíamos escrito aquí) manipula pizcas de drama, humor y violencia sin llegar a otra meta que la de ofrecer un divertimento intenso y eficaz, deslizando temas conflictivos mientras va desentendiéndose de los mismos. Con disposición de vodevil, empalma sorpresas sin que un sentido último las eleve hacia un fin noble. Algo similar ocurre con La forma del agua, cuyo eje parece una suerte de Amélie enamorada de uno de los humanoides de Avatar, en el contexto de la Guerra Fría en los años ’60. La gracia del film de del Toro depende de una serie de operaciones calibradas para gustar: personaje indefenso con pasado de desprotección (Sally Hawkins) enfrentado a seres malévolos (Michael Shannon) y contando con el afecto de amigos bonachones (Richard Jenkins, Octavia Spencer), un amor resistido, guiños al cine de los ’50, moralejas con consenso, persecuciones y toques fantásticos. La creación de un mundo existente sólo en la película es resultado de un trabajo minucioso y visualmente seductor, aunque concebido con un diseño artificioso que recuerda la obra de los franceses Jeunet y Caro (Delicatessen). Asimismo, el hecho de introducir al espectador en un clima de fábula puede agradecerse, pero –a pesar de algunos desnudos y momentos sádicos, característicos del cine de del Toro– La forma del agua no puede desprenderse de un aniñamiento que no tiene que ver específicamente con su carácter mágico, sino con el simplismo con el que han sido elaborados personajes, diálogos y resoluciones. Tres anuncios por un crimen y La forma del agua parecen golosinas más que películas, obras construidas con buenos materiales que brillan por separado, resultantes de un guión ingenioso y de un lustroso andamiaje estético respectivamente.
  • Finalmente, Las horas más oscuras (Darkest Hour, guión de Anthony McCarten, dirección de Joe Wright), es la típica recreación de hechos y figuras de la Historia (en este caso, el rol de Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial) resuelta de manera plana y con rústico criterio didáctico. Fechas sobreimpresas, exaltados discursos, frases perspicaces y predecibles textos en el desenlace (contando cómo continuaron los acontecimientos) enmarcan la rutinaria dramatización, con Churchill como una especie de showman moviéndose entre haces de luz. En cine, hay muchas maneras de hacer que los pormenores de una guerra interesen al espectador poco informado: Las horas más oscuras acude a la cómoda táctica de darle relevancia al personaje de una joven secretaria, a quien el Primer Ministro británico le explica cosas con pedagógico paternalismo. Encarnando a Churchill, Gary Oldman vuelve a demostrar que es un actor dúctil, aunque lo suyo aquí no supera los excelentes trabajos interpretativos de Timothée Chalamet en Llámame por tu nombre, Daniel Kaluuya en ¡Huye! y Daniel Day Lewis en El hilo fantasma. Argumento que poco importará a la hora de los premios, teniendo en cuenta la confusión entre actuación e imitación que suele advertirse entre los votantes de la Academia de Hollywood, así como su deslumbramiento por tics acompañados de disfraces, pelucas y maquillaje.

Por Fernando G. Varea

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