Bafici 2023: diversidad, divino tesoro

Tiempo atrás escribíamos aquí que uno de los motivos por los que puede ser valorado un festival es por las películas que programa y premia: en ese sentido, el BAFICI sigue siendo un evento necesario y disfrutable, a pesar de algunos reparos. Es que –más allá de que ya poco tiene que ver con el maravilloso vértigo de propuestas e invitados de hace unos quince años– la cinefilia sigue atravesándolo, saludablemente.
Los reproches que pueden hacérsele a su edición Nº 24 son las consecuencias poco disimuladas de un evidente recorte presupuestario (pandemia, crisis económica y decisiones institucionales fueron llevándolo a este achicamiento), pero también la transformación que, casi imperceptiblemente, fue afectando a algunas secciones (desaparecieron Derechos Humanos y Competencia Latinoamericana, en tanto el material reunido en el apartado Políticas mostró un forzado intento de evitar temáticas con las que no simpatiza la coalición que gobierna la ciudad de Buenos Aires). Cierta flexibilidad para el ingreso a las salas de los periodistas acreditados compensó la falta de funciones de prensa, y la programación, aunque acotada, supo ser lo suficientemente diversa como para generar entusiasmo en espectadores con distintas predilecciones: amantes del cine animado, la comedia o el terror, seguidores de la obra de directores que trabajan al margen de la industria, interesados en la exhibición de films de otros tiempos en copias restauradas, en cortos y largos, ficciones y documentales.
A continuación, mis opiniones sobre algunas películas que pude ver durante mi paso por el festival.
LO NUEVO DE TRES BUENOS DIRECTORES. En Trayectorias fue programada Afire, del alemán Christian Petzold (Bárbara, Ave Fénix, Transit, Undine), uno de los pocos directores de relevancia internacional de los que cabe esperar algo bueno con cada nuevo trabajo. Premiada recientemente en Berlín, Afire divierte con un personaje curioso dentro de los que habitan la filmografía de Petzold: un joven algo reprimido y dubitativo (interpretado por Thomas Schubert), envuelto en un encadenamiento de imprevistos y equívocos en los que intervienen un amigo, la mujer que cuida la casa de verano donde pasan unos días (la luminosa Paula Beer) y un cuarto personaje que suma ambigüedad a la trama. El temor del protagonista a desenvolverse con espontaneidad, a dejarse llevar por demostraciones de afecto y por la propia naturaleza que lo rodea –excusándose con el cumplimiento de sus obligaciones–, deriva en situaciones graciosas sin descender a la burla, sobrevolando cierto encantador desconcierto. Un film serenamente bello, apenas misterioso, en buena medida alegre, con un tramo final que reúne hechos demasiado realistas y precisos para lo que se venía contando.
La francesa L’Envol (o Scarlet), dirigida por el italiano Pietro Marcello (La bocca del lupo, Martin Eden), que pasó por la Quincena de Realizadores de Cannes y pudo verse en Bafici también en Trayectorias, parte de un texto de Alexander Grin para plasmar la historia de una niña que crece en un ambiente rural junto a su padre, endurecido por su experiencia durante la Primera Guerra Mundial, y una vecina (excelente Noémie Lvovsky). Un drama que seduce enormemente con su belleza impresionista, las alternativas que van viviendo sus personajes (sobre todo su heroína, encarnada en su juventud por la bella Juliette Jouan), y el sutil poder que sugieren oficios nobles como el canto y la elaboración de juguetes de madera. Arriesga más al combinar materiales (breves fragmentos documentales insuflando realismo, música en momentos imprevisibles) que al forzar un encuentro en el desenlace.
Passages no solo formó parte de Trayectorias sino que el propio director, el estadounidense Ira Sachs (Por siempre amigos, Frankie) estuvo presente. En principio, el largometraje –preestrenado este año en Sundance– propone un triángulo amoroso entre un impulsivo cineasta (el alemán Franz Rogowski, habitual en el cine de Petzold), su marido (el británico Ben Whishaw, de Ellas hablan) y una maestra (la francesa Adèle Exarchopoulos, de La vida de Adèle). Pero si bien lo romántico, e incluso lo erótico, tienen su importancia en el relato, queda claro que a Sachs le interesó ir más allá, atraído por los vínculos entre estos seres frágiles pero decididos (a los que se suman circunstancialmente los padres de la chica y un cuarto en discordia), como si tuvieran vida propia. El que encarna Rogowski puede representar inmadurez, egoísmo, independencia o una suerte de recorte generacional: Passages estimula la discusión, y aunque podría inclinarse hacia el melodrama, por momentos parece preferir la comedia, o al menos una falta de gravedad y crueldad que se agradece, lo mismo que el hecho de evitar una puesta en escena chata o, digamos, televisiva.
CINE ARGENTINO: SELES, FARINA, LLINÁS. El premio a Mejor Largometraje de la Competencia Argentina fue para Terminal Young, escrita, dirigida y editada por Lucía Seles, alguien cuya personalidad y obra resultan atractivos para un festival como el BAFICI; de hecho ya tiene admiradores aunque sus películas anteriores no trascendieron mucho más allá de espacios porteños como la Sala Lugones. Terminal Young puede apreciarse como continuación o desprendimiento de trabajos previos, o no (como fue mi caso). Apenas empieza, se percibe que se trata de varios personajes relacionados entre sí, quienes, entre conversaciones nerviosas y tensas acciones cotidianas, hacen lo que pueden con sus vidas. La agitación de la cámara, tanto como algunos topetazos del montaje, son funcionales con el propósito de jugar con la inestabilidad emocional de estos seres que incluyen un treintañero inocentón y su madre (impagable Susana Pampín), una tenista de tendencias agresivas y otros, todos creíbles aunque lo que dicen y hacen se desliza ligeramente desde el realismo hacia un humor absurdo, medio inesperado. Sorprende que la atención que Salas deposita en gestos, miradas y repetición de algunas frases o lugares comunes (que tal vez todos tengamos) encuentre un apoyo tan admirable en sus actores y actrices, que bien podrían haber merecido un reconocimiento del jurado. La secuencia en la que distintos invitados van llegando a una reunión de cumpleaños, por ejemplo, demuestra una gran capacidad para manejar una supuesta o real improvisación. El recorrido en automóvil de dos de los personajes por puentes de Buenos Aires escuchando podcasts es otro condimento de este film con ecos de cierto Agresti, Martin Rejtman o el Daniel Burman de El abrazo partido (2004), aunque sin parecerse demasiado a alguno de ellos, con el discutible agregado de informales textos sobreimpresos en determinados momentos.
En Los convencidos, el joven y muy activo Martín Farina registra conversaciones a lo largo de una hora, en blanco y negro (salvo un fugaz momento en color en el que se alude a una película de Alfonso Cuarón), dividiendo el conjunto en cinco capítulos. En seguida surge una inquietud: ¿qué hacer cuando se está ante personas que no conocemos hablando o discutiendo? Una opción podría ser detenerse en sus miradas, gestos, risas y movimiento de sus manos; otra, prestar atención a lo que dicen y la convicción con la que lo dicen: teniendo en cuenta estas posibilidades, los dos últimos episodios resultan más simpáticos. En esas charlas asoman temas indudablemente importantes (capitalismo, monopolio, abusos sexuales), pero también diferentes grados de paciencia y apertura al diálogo, e incluso cierto larvado machismo. Un ejercicio de observación de usos y costumbres, un sencillo experimento, lejos del imaginativo despliegue audiovisual del anterior film de Farina, El fulgor (2022).
Clorindo Testa, por su parte, resulta más un show de módicos gags a cargo de Mariano Llinás en su casa y adyacencias junto a amigos y familiares, más algunos recuerdos de su padre Julio, que un documental sobre el arquitecto en cuestión. Bosqueja una crítica a una nota periodística del diario La Nación sobre Testa para finalmente ceder a la posibilidad de que lo escrito allí tiene lógica, y se cuida (como ocurre, de otra manera, en Argentina 1985, de la que fue guionista) de que no parezca un film antiperonista, pero sus principales problemas son otros. Al sostener que no quería hacer un documental sobre su padre “de esos en los que se sacan fotos y cartas de una caja”, ningunea a varias hermosas películas de ese tipo (como Carta a un padre, de Cozarinsky) y se despreocupa de poner en práctica esa ambición sin declamarla infantilmente. Por otra parte, la película de Llinás le escapa a la didáctica pero resulta egocéntrica y trivial, con chistes que parecen dirigidos a sus fans, que (en CABA, al menos, a juzgar por la sala colmada de la Alianza Francesa donde pude verla) no parecen ser pocos. El premio a Mejor Largometraje que obtuvo, teniendo en cuenta que casi todos los años El Pampero (la productora que integra) se lleva alguno, termina poniendo en duda el hecho de que el BAFICI procura descubrir, y recompensar, a nuevos valores.
DOS DE LA COMPETENCIA INTERNACIONAL. La portuguesa Índia, dirigida por un director de extraño nombre (Telmo Churro), es un recorrido por sitios y museos de Lisboa –con la excusa argumental de un guía turístico que, junto a su padre, debe acompañar a una turista brasileña– que emplea con libertad recursos creativos, oscilando entre la nostalgia y un tímido humor absurdo, pero sus voces en off y la dudosa efectividad de algunos chistes la tornan monótona. La chilena Muertes y maravillas, en cambio, escrita, dirigida y editada por Diego Soto, es igualmente mansa pero deja un efecto más persistente, siguiendo a tres jóvenes amigos que reparten su tiempo en vagabundeos varios, acompañando a un compañero enfermo (cuya muerte es sugerida con una admirable elipsis) e interesándose por la poesía después de descubrir un libro, lo cual no impide que un personaje diga, por ejemplo, Acá en Chile los precios son más altos que los salarios. Sensible film menor, amable con el espectador, obtuvo un Premio Especial del Jurado.
UN RESCATE, DOS CORTOS. En homenaje al centenario del nacimiento de la escritora y guionista rosarina Beatriz Guido, hubo una exhibición de objetos (libros, afiches) y la proyección ¡en 35 mm! de La casa del ángel (1957), La caída (1959) y El secuestrador (1958): tuve la oportunidad de ver esta última en una de las salas del Centro Cultural San Martín, intensa experiencia por los méritos del film, su valor histórico y la fortuna de apreciarla en esas condiciones, sumándose la satisfacción posterior de ver a un grupo de adolescentes de ambos sexos, eufóricos con lo que acababan de ver.
Entre los numerosos cortos que formaron parte de la programación, vale destacar los de dos artistas audiovisuales de valiosa trayectoria: Ernesto Baca y Gustavo Galuppo Alives.
En Fragmentación de un paisaje patagónico, Baca combina un breve poema de Roberto Santoro con material en super 8 misteriosamente encontrado bajo el rótulo Viaje a Puerto Stanley, 1981, es decir, antes de la Guerra con el Reino Unido. Un sugestivo ejercicio experimental de apenas tres minutos.
De Galuppo –único rosarino en esta edición del BAFICI, exceptuando la ya mencionada Beatriz Guido y Cristina Zaccaría Soprani, que da su testimonio sobre el legendario film de su padre El hombre bestia en Otra película maldita, documental sobre el cine de terror en Argentina– se exhibió Íntima, parte de una serie de obras realizadas a partir de impresiones en papel intervenidas materialmente. No mires, repite al comenzar (como le decía el protagonista de Tesis a Ana Torrent en una escena crucial de esa película), Siempre vuelven. Acá están. Yo te previne. La acariciante voz de GGA, inquietando con advertencias y reflexiones sobre espectros y demonios, acompaña una sucesión de imágenes editadas con una sofisticación sorprendente, superior incluso a trabajos anteriores suyos. Reverberaciones de las primeras experiencias del cine y del género de terror, con una banda sonora en la que rock y música amenazante se combinan con risas infantiles, más interrupciones que insinúan ataques, transmiten realmente una sensación angustiante. En la segunda de sus sesiones, suspiros (y sobre todo, escuchar la palabra besos) suavizan el atormentado ánimo que impera en el corto, perturbadoramente bello.

Por Fernando G. Varea

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Sensible crónica de otro niño solo

RINOCERONTE
(2022; dir. Arturo Castro Godoy)

El comienzo no puede ser mejor: cuatro o cinco planos fijos sucesivos en los que, con pocos elementos, sin textos ni diálogo, se expresan elocuentemente características de la vida diaria y rasgos personales de Damián, preadolescente a la deriva. Ya desde allí, Castro Godoy (realizador venezolano residente desde chico en la ciudad de Santa Fe, donde está filmada la película) hace un uso admirable del sonido y el fuera de campo, respetando siempre el punto de vista del pibe en cuestión: a su padre, por ejemplo, se lo oye sin que se lo vea, como tampoco hay primeros planos de los adultos con los que Damián interactúa de diferentes formas, desde un chofer de colectivo hasta los asistentes y especialistas que lo acompañan y contienen en un hogar de tránsito. Solo cuando empieza a confiar en un amigo de su edad y un terapeuta (Diego Cremonesi), aparecen primeros planos de esos rostros, además de algunas conversaciones menos problemáticas, resueltas con delicada tensión.
Las películas de ficción de Castro Godoy cuentan historias de manera clásica y cronológica, con el eje en los conflictos que sobrellevan la paternidad, la institución familiar y el vínculo entre chicos y adultos. Tanto en El silencio (2016) y en Aire (2018) como aquí, ciertos intérpretes conocidos se cruzan con otros que no lo son, sin que eso dificulte la verosimilitud general; en este caso, además, como en El silencio, una secuencia emotiva permite que temores o sentimientos contenidos estallen en el tramo final, sin ceder a un desborde lacrimógeno.
A Rinoceronte –título que, en principio, alude a un juguete y al dibujo en una pared– debe agradecérsele el pudor y la sensibilidad con los que cuenta una crónica dura, recurriendo a detalles simples y oportunos. Aunque uno desearía que Damián recibiera mayores explicaciones de los adultos para entender su situación, y a pesar de que el relato del pasado del terapeuta puede sonar algo forzado, no son pocos los aspectos estimables del film: la combinación de comprensión, paciencia, resignación y cansancio de los adultos del hogar de tránsito (interpretados con precisión por Cremonesi, Eva Bianco y otros), la sutileza al mostrar –como distraídamente– las cicatrices en el cuerpo de Damián o su sorpresa ante algo tan poco habitual para él como el perfume de un jabón, la inteligente decisión de no recargar con música los climas logrados por ciertos diálogos. Damián habla poco, pero dice mucho: ¿Quéres volver a tu casa? ¿No te fajaban a vos? se sorprende su amigo; Sí, pero era mi casa, responde Damián.
Entre los aciertos debe mencionarse el notable trabajo de dirección actoral con los niños, destacándose Vito Contini Brea como Damián, expresivo en cada uno de sus movimientos, su desaliño, su parquedad y su mirada (conmovedora la escena en la que vuelve a ver su casa). Desde ya, cuando el próximo año aparezcan las nominaciones a los Cóndor u otros premios destinados al cine argentino, sería justo que Contini Brea compita como Revelación Masculina de igual a igual con Santiago Armas Estevarena, el recordado Strasserita de Argentina 1985 (2021/2022, Santiago Mitre).

Por Fernando G. Varea

Los espacios de la memoria

LA CASA DE LOS TÍOS
(2022; dir. Verónica Rossi)

Las primeras imágenes lucen difusas, de colores disgregados, hasta que el sonido permite advertir que se trata de la proyección de viejas diapositivas. Las personas que empiezan a aparecer allí van siendo reconocidas, no sin sorpresa, por Mariano –quien luego irá acompañándonos con su presencia y su voz en off– y sus hijos (un varón y una nena avispadísima). Pronto descubrimos que detrás de la cámara que registra momentos como ese se encuentra Verónica Rossi, directora de La casa de los tíos y productora junto a Ana Taleb.
El film precisamente se llama así porque Mariano descubre en esas antiguas fotos a sus tíos y la casa que habitaban en Río Ceballos junto a sus primos Pepe y Migue, militantes políticos asesinados, siendo muy jóvenes, en distintas circunstancias. El reencuentro no es solo a través de fotografías sino de la vivienda misma, ya que después de varios años la abre, explora y recorre. Entonces, aunque la casa es hermosa y también lo es el entorno (las apacibles sierras de Córdoba), afloran recuerdos apesadumbrados y reflexiones agridulces, mientras se va hurgando en revistas, cartas y documentación familiar que ha perdurado en estanterías y cajones. Con naturalidad, en medio de conversaciones informales, el film provee información sobre el compromiso social del tío médico y la participación de los primos de Mariano en ciertas luchas y reivindicaciones que encendieron a buena parte de la juventud argentina a fines de los años ’60.
El hecho de desmontar y desmalezar el lugar no transmite la sensación de un allanamiento policial sino, en todo caso, una idea de exploración, de rastreo, de cariñosa búsqueda de restos de un pasado en el que confluían momentos angustiantes y felices, actitudes solidarias, la entereza del tío Miguel y la contención de su esposa Hilda.
La intimidad familiar en la que se mueve Mariano permite que algunas de las cosas que cuenta o evoca parezcan confesiones, como quien piensa en voz alta entre seres queridos: “Siento que he vivido entre fantasmas”, dice en un momento. Otros parientes y algunos vecinos suman sus voces, siempre de manera casual, ya que La casa de los tíos evita el didactismo impostado. Es interesante cómo registrando la inspección de esa casa por cuestiones familiares, va trazándose espontáneamente un bosquejo de lo que fue la historia argentina desde el primer peronismo hasta la última dictadura. Pocos apuntes bastan: por ejemplo, un fragmento documental en colores en el que se ve al presidente Arturo Illia (algo poco común en nuestro cine), o la valiente carta escrita por el tío Miguel a la revista Primera Plana, haciendo referencia al asesinato de su hijo de veintidos años y a una “campaña que tiene tanta similitud en toda Latinoamérica”, preguntándose en 1972 a qué consecuencias llevará “esta siembra de odio”. U otra carta, dirigida a un prominente político cordobés de la época, cuestionando el rol del peronismo ante la masacre de Trelew.
Aunque en la Argentina actual no faltan discusiones simplistas sobre hechos históricos que aquí aparecen a veces medio de soslayo, el film de Verónica Rossi procura la humanidad y la comprensión antes que dejarse ganar por la indignación. Esto incluye un tramo final benigno, en el que se revela el motivo de la conservación de una sencilla maqueta, y en el que ciertas señales de reparación histórica se funden con la emoción que despierta ver, desde remotos registros familiares (y con el acompañamiento de la oportuna música de Pablo Sorini y Pablo Alfredo Vergara), a Pepe y Migue jugando en un arroyo serrano con toda su luminosa juventud, o los pies descalzos de la tía Hilda caminando con suavidad sobre el agua, entre las piedras de la Historia.

Por Fernando G. Varea

La reina que desnuda

LA REINA DESNUDA
(2022; dir. José Celestino Campusano)

(Por EZEQUIEL GUERRICO)
Victoria: la vikinga. Entre la promiscuidad, la desfachatez moral y su posición de clase, se desenvuelve Victoria (de treinta y tantos o cuarenta y pocos), desequilibrando la taciturna vida de la ciudad santafesina de Gálvez. Pueblo chico infierno grande reza el refrán, pero para la libido de la protagonista no hay más infierno que el que se gesta como loop en su vientre violado desde adolescente.
La reina desnuda, de José Celestino Campusano y la productora CineBruto, nos entrega una nueva edición de su canon cinematográfico y tal vez una de las mejores performances en un protagónico femenino, a cargo de la rosarina Natalia Page. Esta femme fatal de la segunda década del SXXI, a diferencia de las blondas que supieron lucirse en pantalla en el noir policial del anterior siglo, no mata, no traiciona, no manipula: pero te la pone, te doma, te ubica. El correctivo antimoral que aplica va más allá de ella, y es ella. Lejos de moralizar, su “violencia” defensiva es táctica contra todo pero a favor de nada, su antiheroísmo es más vindicador de su desidia que una posición política militante. Léase: no, no es feminista en el sentido de praxis colectiva o de la cuarta ola, por ejemplo. Es un feminismo anarco individualista en épocas de Trump y decadencia progresista, de crisis de ideas, de terraplanismo y bitcoin.
Natalia Page se come la película: el registro actoral que logra la actriz en confluencia con el “dispositivo” cine bruto es de lo mejor que se vio en la filmografía de José Celestino. Está al nivel de los best moments del entrañable Vikingo pero por ahora sin secuela.
Violar el método, los métodos. Ética y belleza: des-respetando la imagen como objetividad de la belleza, el registro es más perverso que lo que el neurótico cree. Ahí radica la belleza de este cine. En un dialogo de Vikingo, uno de los personajes pregunta irónico: ¿Y el hígado?; ¿Qué hígado?, responde el segundo. Ambos ríen y fin del chiste. Podríamos reemplazar hígado por belleza. Explicitemos: los labios carnosos de tal «actriz del momento» yanqui, british o francesa, contra el de la morocha que va en patas al quiosco del barrio. Elija su propia belleza.
El tótem de la estética un poco nublado en la era del smartphone y de la compulsión, a la creación de imágenes que autoritariamente democratizan las social networks, se vuelve difuso; registrarlo todo es una contradicción dentro de lo contradictorio. El filtro predeterminado que todo lo “embellece”, la banda sonora random de algún clásico del rock, enaltecen no solo una story de Instagram sino también una serie de Netflix o el último producto audiovisual del impotente artístico de Adrián Suar. Entonces: ¿Qué hígado?
Violar la regla como método honesto de construcción artística, narrativa, estética, constituye lo más importante de la obra del binomio Campusano/CineBruto.
Del western del conurbano bonaerense hacia la pampa gringa. Este Clint Eastwood argento y suburbano –el realizador–, peronista por emisión u omisión, se une a directores tan disímiles como cercanos, de Pedro Almodóvar a John Ford y Sergio Leone, de Nicholas Ray a Scorsese; el progresismo de su obra radica tal vez en su conservadurismo territorial.
“Si el cine muere el único capaz de revivirlo sería John Ford”, dijo alguna vez Jean-Luc Godard. El melodrama sucio y desprolijo del autor de Vikingo, Vil romance o Fantasmas de la ruta es quizás la última carta de la pulsión cinematográfica. En tiempos de salas de cine muertas, resucitadas como iglesias o templos, y de la perversa multisala mainstream hegemonizando el business con sus recetas de tanques hollywoodenses, que expulsa y asesina todo lo que no se vea como oro e insinúa como mierda lo otro que, en realidad, es una expresión artística y cultural de calidad. Otra calidad.
¿Qué tiene que ver el autor del encabezado de este subtítulo con el cine del salvador que propone? Nada en términos de método narrativo/estético, todo en términos de tradición y poética. El cinebruto que propone todo el dispositivo que centraliza Campusano, con su diseño de producción en todas las etapas (desde técnicos a personajes, no actores y actores y actrices), es del cine necesario que genera fandom y mueve el amperímetro aunque pareciera caer en el nicho. Claro que combate contra grandes molinos las industrias culturales, pero tal vez caiga en el pecado de quijotarse.
SI en los 90s el nuevo cine argentino irrumpía en nuestra vida con Pizza, birra, faso como nave nodriza de una generación, tal vez el cine de Campusano deba pensarse como la superación estética en clave “lumpen”. Lo lumpen no como categoría de lo malo (lo no bello), lo moralmente repudiable, sino como lo que está y hay que “filmar”, lo que se ve pero se oculta.

Hugo Grosso: «Me interesa contar la realidad desde la ficción»

Así como en los años ’90 Hugo Grosso se ocupó de figuras de la memoria popular de nuestra ciudad (los documentales Negasegro y La salvaje – Rita, con el alma al desnudo, ambos codirigidos con Sergio García), y en 2007 estrenó A cada lado (2004/2005), con actores porteños y santafesinos dando vida a personajes cuyas vidas se relacionan a partir de la construcción del puente Rosario-Victoria, ahora puso su atención en una leyenda urbana que derivó en titulares de diarios y charlas de café varios años atrás, por la cual distintos perros habrían caído al vacío en el Parque España, confundidos por algún sonido o atraídos por una posible fuerza misteriosa. Perros del viento parte de esos hechos para rondar otras ansiedades, ligadas al paso del tiempo, las dificultades en los afectos, la idea de la muerte: Siempre hay algo escondido detrás de lo que vemos afirma su eslogan.
Hablamos con Grosso –quien estudió y fue docente en instituciones educativas de Rosario y en la mítica Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba, y dirigió también uno de los episodios de Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo (2017)– sobre este film sensible, protagonizado por el siempre eficaz Luis Machín (con quien ya había trabajado en varias ocasiones), junto a Gilda Scarpetta (cuya mirada y elegancia, por momentos, traen recuerdos de Julia Von Grolman), un sobrio Carlos Portaluppi, Marta Lubos (actriz que ha trabajado dirigida por cineastas como Lucrecia Martel y  Diego Lerman), el uruguayo Roberto Suárez, la española Estrella Zapatero, Lorenzo Machín, Juan Nemirovsky, Roberto Moyano y Claudio Danterre, entre otros.
– Tanto en A cada lado como en Perros del viento vinculás hechos de nuestra región (incluso imágenes de construcciones emblemáticas) con historias de ficción. ¿Te interesa el cruce entre documental y ficción?
– Tanto en estas dos películas como en Balas perdidas (2017), la serie de ficción que hicimos para la TV Pública que cuenta la estafa del tesoro regional Rosario del Banco Provincial de Santa Fe de 1993, el procedimiento es más o menos el mismo. Reconozco la influencia en mi formación de la Escuela Documental de Santa Fe, de Fernando Birri, con una metodología cercana a la investigación en las Ciencias Sociales, y entrevistas en profundidad a sujetos inmersos en esa realidad que, a la vez, operan sobre la misma. Esto me permite tener como un gran reservorio en el cual nutrirme a la hora de escribir el guion, construir un verosímil a partir de eso, que ya no es la realidad misma sino la de mi subjetividad y la de lo que me cuentan. Porque es muy interesante lo que la gente cree y crea a partir de ese fenómeno, atravesado por las palabras y las formas en que se expresan. Eso me da una especie de arcilla sobre la cual modelar el guion de ficción, con ciertas seguridades. Fundamentalmente en los diálogos, cuando necesito que el verosímil esté cercano al hecho real. También hay una cuestión que vengo analizando: la observación de la realidad en los medios, sobre todo en la TV, hoy es pura ficción. Eso me despierta el deseo de contar la realidad desde la ficción. Creo más en la mentira de la ficción que en el tratamiento de la realidad.
– En Perros del viento hay un enigma propio de un policial o de cine fantástico, y a la vez una historia digna de un melodrama. Pero con un tono contenido, sin acentuar los rasgos característicos de estos géneros cinematográficos.
– Coincido con lo que decís respecto al tono contenido y al aprovechamiento de ciertos mecanismos de los géneros. Godard decía que todas las películas tienen principio, desarrollo y desenlace pero no necesariamente en ese orden: esa provocación es siempre un estímulo para quienes intentamos escribir un guion. Creo que esos mecanismos me permitían trabajar esa contención, ya que me interesaba que la película fuera atrapante sin caer en el estereotipo. La propuesta siento que se cumple: que el espectador esté en un estado de inmanencia, ante algo que puede ocurrir o no. Alguna vez me adentré en el libro de Rick Altman sobre los géneros cinematográficos tratando de ver por dónde iba lo que yo quería contar… y no encuentro muchas respuestas. Las encontrarán los espectadores o las miradas más críticas.
– Por ahí asoman algunos indicadores de los años en que transcurre, como los precios en un bar o el uso de contestadores automáticos. ¿Por qué no te interesó mostrar otros detalles de la época?
– Es algo que sufrió muchas modificaciones durante el proceso de guion. Por eso hay cosas que no están planteadas con precisión, posiblemente. También porque parto de un hecho real que se ubica entre los ’90 y la actualidad, no quise precisar demasiado en qué momento pasó. Preferí concentrarme en la situación, o en la pintura de época, más o menos cercana a nuestros días, pero sin exactitud. Empezarían a entrar otros fenómenos, como la quema de las islas, o el intento de magnicidio a la vicepresidenta… Tiene que ver con tu primera pregunta: como los medios de comunicación construyen ficción, prefiero que mi película universalice…
– En el vínculo del protagonista con el pibe se advierte un cariño, una ternura muy particular. ¿La decisión de trabajar con Luis y su hijo Lorenzo Machín, así como con su esposa Gilda Scarpetta, estuvo desde el comienzo?
– Me interesaba reflexionar sobre algo que me obsesiona: las influencias con las que se forma una generación. La figura paterna puede no estar necesariamente ligada al padre sino a un mentor. Al padre uno lo reconoce cuando llega a los cuarenta años y se encuentra parecido a él, o se da cuenta el esfuerzo que ha hecho para superarlo, pero en el día a día a los chicos los forman un montón de cosas, incluyendo el vínculo con un maestro o un extraño. Yo, por una cuestión generacional, ya que veníamos de una situación represiva muy fuerte, fui parte de un sueño colectivo de que los hijos de los amigos sean también nuestros hijos, esa idea de que nos llamen tíos… Quería construir eso, que el chico puede llevarse mejor con quien no es su padre que con quien lo es. Lorenzo Machín en un principio no era el actor para el personaje, pero al filmar en pandemia la idea de filmar en familia cerró. Con Luis nos reíamos porque cuando empezó el guion su hijo tenía dos años, no pensamos que podía terminar trabajando en la película. En el proceso, Luis pensaba que no era su hijo para provocar el necesario distanciamiento actoral. Es muy interesante cómo se corrían del vínculo padre-hijo y, después del corte, volvían a esa relación.
– Sé que el proyecto atravesó los problemas de la pandemia, de hecho en las calles o en el mismo Parque España se ve menos gente de la que habría ahora, por ejemplo. ¿Cómo fue la experiencia de filmar durante ese tiempo?
– Teníamos fecha de rodaje febrero-marzo de 2020, y casi entrando en preproducción, con la firma de los avales y los problemas administrativos resueltos, vino un parate muy grande y doloroso. A partir de la vacunación –yo hasta me anoté como voluntario para las vacunas, para ver si podía estar cubierto de la enfermedad lo antes posible– retomamos. El equipo trabajó en estas condiciones, la pandemia hizo que nos cuidáramos todos con todos. El hecho de que se vea una ciudad un poco desolada tiene dos cosas opinables: por un lado, yo quería una película de invierno, atravesada por el viento y el frío, si nos distraíamos con el verde de los árboles perdíamos ese componente dramático; y, por otra parte, era más cómodo filmar con menos curiosos. Volviendo a una pregunta tuya anterior: no queríamos que se vieran barbijos ni nada referido a la pandemia para no anclarla en ese momento. Y el contexto terminó favoreciendo el sentimiento de soledad de los personajes, envueltos en sus propias culpas y angustias.

Por Fernando G. Varea

https://www.instagram.com/perrosdelviento/

Modos de abordar el policial y el terror

UN CRIMEN ARGENTINO
(dir. Lucas Combina)
¡NOP!
(Nope; dir. Jordan Peele)

El libro Un crimen argentino, de Reynaldo Sietecase –cuyo valor principal estaba en el hecho de rescatar el singular caso de un asesinato seguido de desaparición curiosamente no perpetrado por militares represores en 1980, es decir, en plena dictadura– comienza explicando qué hizo el homicida con el cadáver de su víctima. Claramente, además de convertir sucesos reales en una novela, el interés del periodista rosarino era bucear en la personalidad del criminal, a tono con lo turbio de la época. “Cuerpos que se borran para siempre” es la tercera oración disparada al comenzar el relato: como otros miles en los mismos años, con métodos igualmente o más crueles.
La película, procurando el suspenso, prefiere convertir el dato (los motivos por los que no aparece el cuerpo del secuestrado) en una revelación casi final. No es el único cambio: entre otras cosas, hay personajes interesantes descartados (como la equívoca tía) y utiliza como cierre una expresión inocua, algo canchera, en vez del “Nadie desaparece así nomás” que un personaje dice a otro en el original, ironía inquietante aún si se piensa en casos ocurridos años después de la dictadura, como el de Julio López.
El film, de hecho, no es perturbador, y centra su interés en la búsqueda de pruebas para condenar al sospechado. En ese sentido, desecha tópicos propios del género policial, ya que la iluminación no crea una atmósfera enrarecida, el único personaje femenino importante aparece desprovisto de misterio, y los diálogos tienden a las puteadas antes que a intercambios capciosos. La recreación del Rosario de 1980 tiene sus aciertos, pero el director parece haberse limitado a cumplir con el profesionalismo que se espera de una producción de este tipo, desentendiéndose de imprimirle un estilo propio y sin conseguir la solidez de, por ejemplo, La parte del león (1978, Adolfo Aristarain), por mencionar un policial argentino realizado en su momento por un director debutante. Aquí hay algunas decisiones formales con criterio dudoso (como la manera de mostrar a los interlocutores en secuencias de conversaciones), así como es errática la dirección de actores: Rita Cortese es la única que logra darle un poco de vitalidad y gracia a su episódico personaje; Nicolás Francella y Matías Mayer (que ya habían trabajado juntos en Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca) no aportan mucho más que su simpatía; a diferencia de Luis Luque –más contenido que de costumbre–, Alberto Ajaka se desmadra bastante en su estereotipado policía inescrupuloso (lejos de notables trabajos suyos como el de El silencio, de Arturo Castro Godoy); en tanto Darío Grandinetti solo ocasionalmente logra dibujar con malicia y atractivo a su abogado, cuyas experiencias de vida incluyen una activa vida nocturna y un paso por la cárcel.
Una fugaz persecución automovilística y el escape del personaje interpretado por Juan Nemirovsky son momentos eficaces, en comparación con otros que retrotraen a cierto cine argentino sensacionalista de mediados de los ’80, como ese comienzo en el que la voz en off del dictador Videla se funde (vaya uno a saber por qué) con una escena de sexo, o una secuencia de tortura que incomoda no solo por la crueldad que obviamente conlleva, sino porque a la víctima de la historia (y a las víctimas del terrorismo de Estado) casi no se los ve sufrir en el transcurso del film. El torturado posteriormente pretende denunciar esos apremios ilegales, recibiendo como respuesta que no es víctima sino victimario, algo sin dudas arriesgado.
Bien distinto es el caso del tercer largometraje de Jordan Peele después de Get out (2017) y Us (2019), que parte de determinadas fórmulas del género cinematográfico que aborda (lo que en inglés suele denominarse horror movies) para desplegar una serie de ideas divertidas en términos narrativos. Esto lleva inevitablemente a que el tema central se disperse, o que cueste delimitarlo (yendo de la discriminación racial y social hasta diversos momentos de la historia del cine, la variedad de formatos y registros audiovisuales, la sordidez que puede esconder la gestación de una simpática sitcom, o la conexión con fenómenos extraterrestres), pero sin ceder a la confusión y manteniendo la tensión durante poco más de dos horas.
No faltan las casa como trampa y refugio, las luces que imprevistamente se apagan, el temible silencio como síntoma de presagios, ni los lazos de solidaridad que van surgiendo entre los personajes: los hijos de un legendario entrenador de caballos (Daniel Kaluuya y Keke Palmer) con el arisco empleado de una tienda (Brandon Perea) cuya novia –no casualmente– lo abandonó al ingresar al mundo del espectáculo, un actor coreano con un pasado traumático (Steven Yeun, visto en Okja y Burning), y un director de fotografía capaz de llevar su curiosidad por lo exótico hasta las últimas consecuencias (el canadiense Michael Wincott).
El conjunto es abigarrado pero vivaz, con una puesta en escena sin pasos en falso. El colorido parque de atracciones es atravesado por situaciones de angustia y soledad. Cierta presencia animal o fenómeno paranormal, que empieza a asomar en determinado momento, es de una extraña belleza plástica. Los crímenes que provoca un simio supuestamente amaestrado en un estudio de TV –probablemente la secuencia más escalofriante de ¡Nop!, que se anticipa al principio– permanecen, lúcidamente, fuera de campo. Y asoman sutilezas, sobre espionaje y cámaras de seguridad, o las aspiraciones de salvarse económicamente captando imágenes inéditas, así como detalles que denotan alarma a la vez que completan el friso argumental (como el rostro de la mujer sobreviviente de la desastrosa experiencia televisiva antes mencionada). Tal vez el título algo insípido y la división en capítulos sean flancos débiles de este film ambicioso, aunque ligero a la vez.

Por Fernando G. Varea