Películas argentinas comentadas con pasión

LAS BATALLAS INFINITAS – CINE ARGENTINO (1929/1989)
(Varios autores, 2023)

Hubo un tiempo en que los libros de cine argentino eran pocos, muy buscados y leídos. En los últimos años fueron publicándose varios pero suelen ser ignorados por los medios de comunicación y las revistas digitales especializadas: mucho han cambiado los hábitos y el cine mismo (no tanto los libros como medios de divulgación cultural) y, a veces, el entusiasmo por nuestro cine parece agotarse en eventos (festivales, estrenos propios o de amigos) y debates entre colegas, quedando las reseñas atentas de muchas obras tal vez para alguna clase o monografía.
Hacerse la crítica –sitio que fue cambiando de dirección editorial desde sus comienzos– sumó el año pasado uno nuevo, con un hermoso diseño de tapa y apasionamiento detrás de una buena cantidad de textos relativamente breves. En la introducción se aclara que primó lo lúdico antes que lo académico, así como en el prólogo el gran Fernando Martín Peña recuerda cómo los prejuicios pueden llevarnos a desdeñar películas valiosas de directores de oscilante prestigio. Esto se manifiesta en Las batallas infinitas por los films elegidos para escribir, combinándose auténticos clásicos con otros excluidos de los ensayos habituales. Podría usarse la ilustración de la tapa para afirmar que los autores recorren algunas calles conocidas pero también se desvían por cortadas y pasajes menos transitados. Algo indudablemente meritorio, aunque hubiera sido mejor –más allá del ordenamiento en tres capítulos– un hilo conductor entre los textos. La mirada positiva es una muestra más de que prevaleció el placer de escribir sobre películas preferidas (por una u otra razón), permitiéndose, de todos modos, ocasionales consideraciones desaprobatorias al referirse a aspectos puntuales de las mismas o al tratamiento que recibieron de la crítica especializada.
Los autores son veinticinco, algunos conocidos por quienes frecuentamos este tipo de publicaciones y otros no (lamentablemente no se han agregado referencias profesionales de todos ellos).
El primer artículo es el único sobre el cine silente y fue escrito por Lucio Mafud, investigador reconocido después de haber abordado este período en un par de libros. Aporta aclaraciones valiosas respecto a Las aventuras de Pancho Talero (1928/29, Lanteri) y suma a su texto una breve bibliografía. Eduardo Rojas (uno de los ex El Amante que, desde hace un tiempo, escriben para Hacerse la Crítica) se centra en dos cautivantes obras del período de los estudios: La vuelta al nido (1938, Torres Ríos) y El muerto falta a la cita (1944, Chenal), aventurando en ambos casos ciertos conceptos (sobre el declive del costumbrismo en nuestro cine y sobre la relación del personaje de Sebastián Chiola en el film de Chenal con el incipiente peronismo) que estimulan saludablemente la discusión. Constanza Grela se ocupa de Cándida (1939, Bayón Herrera), a la que denomina “heroína cómica”, y de la lucidez de su creadora Niní Marshall para los juegos lexicales y la gesticulación singular, mientras que Paula Vázquez Prieto (periodista en La Nación, el suplemento Radar de Página/12 y otros medios) vincula la notable Isabelita (1940, Romero) con Frank Capra y la Guerra Mundial, ensalzando ese “mundo propio, con ritmo de tango y aroma a muzzarella” que el film sabe crear, ayudado por la gracia de Paulina Singerman.
Carlos Adrián Muoyo, periodista y director de la Biblioteca en el INCAA/ENERC, vuelca su pasión por la cultura del tango escribiendo sobre Yo no elegí mi vida (1949, Momplet) y El último payador (1950, Manzi/Pappier), buena oportunidad para detenerse en la personalidad de Homero Manzi. El tercer film del que se ocupa es más cercano en el tiempo pero, además de contar con música del Tata Cedrón, respira tango por su apesadumbrado clima urbano: Tute cabrero (1968, Jusid). Las sentidas palabras de Muoyo sobre el rescate que hace esta película de la Costanera Sur me recuerdan lo que, en su momento, escribió Jorge Miguel Couselo sobre cómo ese mismo espacio aparece en Crecer de golpe (1976, según puede leerse en el libro dedicado a Sergio Renán de la colección Directores del cine argentino, 1993). A su texto sobre la película de Jusid le agrega varias citas y un hermoso cierre.
José Luis Visconti (autor de El peligro está en los vivos – Representaciones y omisiones en el cine argentino 1976/1983) relaciona atinadamente elementos de Pajarito Gómez (1965, Kuhn) con el cine de Enrique Carreras y los satíricos antecedentes de El negoción (1959, Feldman) y La herencia (1963, Alventosa). Escribe además sobre El fantástico mundo de la María Montiel (1977, Jury), aquella película pensada para la niña Andrea del Boca que finalmente protagonizó Juanita Lara, cuyas acciones parecen detenidas en un tiempo indefinido (lo que beneficia su tono de fábula al mismo tiempo que puede verse como una forma de autocensura en tiempos de dictadura).
El docente y periodista Luis Franc aborda Apenas un delincuente (1949, Fregonese) y dos films del grupo Cine Liberación: El camino hacia la muerte del viejo Reales (1968/71, Vallejo), que –reconoce– podría haber sido concebido hoy, y Los hijos de Fierro (1972/75, Solanas). Gerardo Martínez reseña tres películas de gran riqueza, muy diferentes entre sí: Kilómetro 111 (1938, Soffici), La Quintrala (1954, del Carril) y Circe (1964, Antín), reparando en entrelíneas que reivindican el rol de las mujeres (con un desliz al reemplazar la palabra mejilla por cachete). Carla Leonardi salva de cierto desdén crítico de la época a La que no perdonó (1935, José A. Ferreyra), título que bien podría servir para acercarse al personaje principal de la otra película de la que se ocupa, Señora de nadie (1981/82, Bemberg). Romina Quevedo analiza la capacidad de Madreselva (1938, Amadori) para hacernos disfrutar de lo que se ofrece claramente como representación o entretenimiento melodramático, la de Malambo (1942, de Zavalía) para unir creencias cristianas y mitologías autóctonas a un carácter fabulesco y –arriesga– subversivo para la época, y de la olvidada El grito de Celina (1975, David) para aludir indirectamente a los años en los que se gestó (a este último texto puede objetársele un párrafo final algo confuso y agregar el dato cierto del estreno comercial del film en 1983). Ignacio Verguilla describe con calidad dos películas de los años ’40: Safo, historia de una pasión (1943, Christensen, encontrando en el estilo de su director rastros de Jacques Tourner), y La danza de la fortuna (1944, Bayón Herrera, con su dominio del timing por encima de burlas por defectos físicos habituales en esos años políticamente incorrectos).
Pablo Ventura se dedica a Vidalita (1949, Saslavasky), comedia con vocación de musical de la que destaca su movimiento constante y alusiones avanzadas para la época, y Rosaura a las diez (1958, Soffici), mereciéndole razonablemente atención las presencias de Susana Campos y María Concepción César. Juan Pablo Susel encuentra virtudes en Dios se lo pague (1948, Amadori), comenzando con un recuerdo ligado a su infancia. Hernán Gómez se entusiasma con El hincha (1951, Romero) “una suerte de unipersonal de Discépolo”, coherente con la visión política del inolvidable músico y dramaturgo. Diego Baridó desemenuza las características de la obra de Schlieper a través de Arroz con leche (1950) y desliza apuntes interesantes en torno a La casa del ángel (1956, Torre Nilsson), como que “Ana (Elsa Daniel) sobre todo mira y mira sobre todo”, advirtiendo incluso puntos de contacto con el presente.
Ignacio Izaguirre explora el retrato social que propone La barra de la esquina (1950, Saraceni) y defiende Esperando la carroza (1985, Doria) comparándola con una fiesta con excesos, cuestionando a los que la critican por lo que llama «sobreanálisis moral» (a Baridó podría señalársele que dicha «fiesta» incluye situaciones de crueldad y desesperación, que solo podrían resultar divertidas si no se es parte de las mismas, y que la frase “una buena fiesta se tiene que poder bancar un muerto” suena extraña, si no desafortunada). Marcela Ojea siente que Deshonra (1952, Tinayre) equivale a un laberinto –incluso en términos estéticos– y se pregunta qué sería deshonroso para las mujeres de ese tiempo; Amorina (1961, del Carril), a su vez, le permite comentar rasgos del melodrama. Gabriela López Zubiría analiza cómo en la adaptación de La bestia debe morir (1952, Viñoly Barreto) lo policial va virando a lo moral y cómo Procesado 1040 (1958, Cavallotti) podía asumir con valentía un tema ríspido que puede tener vinculaciones con la actualidad. Pedro Berardi abre su texto con una cita de Martin Scorsese sobre el Cine B para desarrollar sus impresiones sobre la incitante No abras nunca esa puerta (1952, Christensen), al tiempo que encuentra en Dar la cara (1962, Martínez Suárez) una lúcida visión del Buenos Aires de comienzos de los ’60.
El escrito de Soledad Bianchi sobre Shunko (1960, Murúa) es muy justo, valorando su visión del mundo de la enseñanza y reparando en un flashback revelador y diálogos emotivos; en otro, compara provechosamente The players vs. Ángeles caídos (1969, Fischerman) con films de esos años. Gastón Molayoli escribe sobre El centroforward murió al amanecer (1961, Mugica), notando cómo el costumbrismo deviene farsa (y exagerando al sostener que en ese momento “el pueblo” estaba proscripto), y la sólida Tiempo de revancha (1981, Aristarain), preguntándose si Federico Luppi no habrá sido nuestro Fonda (Henry, suponemos) y celebrando la fuerza de la alegoría en ese “momento bisagra”. Juan Pablo Susel se ocupa únicamente de la encantadora Soñar soñar (1976, Favio), observando, entre otras cosas, la ambigua sexualidad de la figura de Carlos Monzón en la película y el sugestivo uso de la frase Antes muerto que vencido iniciada la dictadura.
El periodista Gabriel Orqueda reflexiona sobre Los inundados (1962, Birri, subrayando la secuencia de un baile por lo que implica como catarsis), Invasión (1969, Santiago, pudiendo discutirse su opinión respecto a que los postulados estéticos del film no tienen antecedentes ni discípulos), y Habeas Corpus (1987, Acha, ciertamente “resplandeciente y única”). La comparación que hace Gustavo F. Gros de Prisioneros de una noche (1962, Kohon) con De caravana (2010, Ruiz) parece –más allá de lo temático– algo antojadiza, como también debatible el hecho de alabar que los personajes del film de Kohon “no se quejen”; apunta, por otra parte, datos interesantes sobre ciertos sitios en los que se filmó una secuencia de Los traidores (1971/72, Gleyzer) y deja pensando cuando habla del “placer” que supone haber traicionado.
Victoria Lencina da importancia a tres producciones poco respetadas: Operación Rosa Rosa (1974, Fleider), Insaciable (1976, Bo) y Susana quiere, el negro también (1987, de Grazia). Un error (tal vez de tipeo) es referirse al Ente de Calificación como de “Clasificación”, una opinión para la polémica es si debe agradecerse que el film de Bo no sea un melodrama y sí una parodia (¿por qué sería mejor una cosa que la otra?) y, respecto al film de Julio de Grazia con Alberto Olmedo, vale la aclaración que su subtítulo El que quiere celeste era, en realidad, el título original (que ansiedades comerciales impulsaron a cambiar) y que, entre las posibles referencias, además de Mujer bonita (1990, Marshall), podría haber mencionado Pigmalión. Acierta, en tanto, al destacar la fotografía (de Horacio Maira) y al dejar un acertado comentario como final de su texto (que es, además, el del libro).
En poco menos de doscientas páginas, mucho para leer, debatir y pensar el cine argentino, tan fecundo y con tanta historia, actualmente tan desprotegido.

Fernando G. Varea

El cine como eco / Vaivenes de la lengua en el cine argentino

Ganador de la 4º edición del Concurso Nacional y Federal de Estudios sobre Cine Argentino – Biblioteca ENERC INCAA (junto a Rondas nocturnas: Sexo, reclusión y extravío en el cine argentino, de Lucas Martinelli), cuyo jurado estuvo integrado por Fernando Martín Peña, María Alejandra Portela y Paula Vázquez Prieto. Coeditado con Ediciones CICCUS, fue presentado por Eduardo A. Russo el 17/11/2022 en el microcine de la ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), CABA, y por Adrián Muoyo el 14/4/2023 en Cine El Cairo, Rosario.

AQUÍ fotos de la presentación en CABA. AQUÍ el video que se proyectó en la presentación en Rosario y AQUÍ la intervención musical posterior, a cargo de Ezequiel Di Carlo y Marcelo Rossia.

AQUÍ el audio de la entrevista de Perry Mason y Leandro Arteaga en La canción del país (Radio Universidad Rosario)
AQUÍ el audio de la entrevista de Pablo Makovsky en Realistas (Radio Universidad Rosario), reproducida también AQUÍ en revista REA.
AQUÍ nota del sitio informativo Rosario3.
AQUÍ y AQUÍ notas de Juan Aguzzi en diario El Ciudadano (Rosario).
AQUÍ nota de Leandro Arteaga sobre el libro en diario Rosario/12.
AQUÍ entrevista de Cristian Loiácono en Plan de radio (Radio Universidad de La Matanza).
AQUÍ entrevista de Luis Franc en Periferias del cine (Radio Caput, CABA).
AQUÍ entrevista de Cristian Oliva en Mirador Provincial (Rosario).
AQUÍ nota sobre la presentación de los libros en revista Noticias.
AQUÍ texto de José Luis Visconti sobre el libro en el sitio Hacerse la crítica.

Un mapa del cine en super 8 en Argentina

SUPER 8 ARGENTINO CONTEMPORÁNEO
(Paulo Pécora; Editorial Biblos; 2022)

El universo de las creaciones en super 8 sugiere un agitado cruce de colores, formas, texturas y sonidos, como si se tratara de algo vivo, en permanente movimiento, libre de condicionamientos. No es fácil lograr que un libro exprese cabalmente esos vaivenes, esa belleza escurridiza. Super 8 argentino contemporáneo (publicado por Biblos con apoyo de la Universidad del Cine), sin embargo –a través de abundante información y entrevistas a varios realizadores–, consigue plasmar una visión suficientemente abarcadora y rigurosa sobre la producción en ese formato en nuestro país, desde sus comienzos en la década del ’60 hasta la actualidad.
Su autor, Paulo Pécora (cineasta, periodista, dibujante y docente), no solo demuestra haber investigado en profundidad el tema: en su libro se percibe también admiración, respeto y cariño por tantos colegas de distintas generaciones. En cierta manera, al reunir y compartir estos testimonios y experiencias ajenas, Pécora habla también de sí mismo, de lo que le apasiona. En el prólogo, Gustavo Galuppo Alives expresa ese estado de ánimo, al señalar que “en la base de estas prácticas parece no haber tantos individuos aislados dispuestos al combate, sino grupos, asociaciones, afinidades, amistades”, destacando “un aire festivo que se deja respirar”.
El libro revela, entre otras cosas, el vínculo del cine en super 8 con el rock, la importancia de eventos como Uncipar y los encuentros en Cipoletti, así como los aportes de decenas de artistas plásticos y cineastas. Entre los diversos nombres que el autor va mencionando aparecen algunos que incursionaron en el cine de ficción con actores profesionales (Jorge Polaco, Pablo César, Benjamín Naishtat, curiosamente Juan José Campanella) o que han podido estrenar largometrajes en festivales y salas alternativas (Ernesto Baca, Raúl Perrone, Leandro Listorti); también autores de cortos y mediometrajes cercanos al cine experimental (Pablo Mazzolo, Pablo Marín, Mario Bochicchio, el pionero y siempre activo Claudio Caldini).
En la publicación no faltan referencias a películas recientes con secuencias en Super 8 (El rey del Once, Vuelo nocturno, El silencio es un cuerpo que cae, Piazzola, los años del tiburón, y otras), a precursores como Juan José Gorasurreta, a Emanuel Bernardello (quien, después del desplazamiento que sufrió el Super 8 por el auge del video analógico, ayudó a que resurgiera importando película y revelándola en su propio laboratorio), a santafesinos como Mario Piazza, Rubén Plataneo y el colectivo Nibelungos (que integraban Esteban Tolj, Pablo Romano y Mariana Wenger).
Entre los datos acumulados y los recuerdos de los entrevistados, asoma el aliento lúdico y la sensación de riesgo con los que los superochistas –término que el mismo libro pone en discusión– fueron gestando sus obras. Es que, si bien han recurrido muchas veces a contenidos vinculados al contexto social y político (Pécora da cuenta de algunos trabajos realizados durante la última dictadura en Argentina representativos de esa época oscura), otras son las búsquedas a las que parece empujar el formato, surgiendo ideas como la de un “cine sin cámara” y proyecciones poco convencionales, generalmente poniendo en evidencia el mecanismo propio de las mismas, acompañando recitales o incluso proyectándose varios materiales al mismo tiempo.
Como se desprende de algunas anécdotas, no siempre la libertad que suponen estos trabajos los lleva a ser bien recibidos por cierto público, pero no está de más la luminosa reflexión deslizada por la legendaria Narcisa Hirsch, que Pécora rescata: ver una película como si fuera un viaje a otro país.

Por Fernando G. Varea

Pensó el cine, vivió su vida

Su obra es tan rica, discutible y diversa, que sería un poco absurdo intentar resumirla en unos pocos párrafos. Preferimos despedir a Jean-Luc Godard (1930/2022) rescatando algunas declaraciones que hizo en el transcurso de una entrevista de Frédéric Bonnaud y Arnaud Viviant para la revista Los Inrockuptibles Nº 28, 1998, publicada en forma completa en el libro Historia(s) del cine (Caja Negra Editora, Buenos Aires).

  • «No puedo decir que esté celoso de (Steven) Spielberg. Pero en el fondo, lamento tener menos ocasiones de ver películas que me gusten: hay muchas menos que antes y todo es menos nuevo. Vi una de (Takeshi) Kitano, Flores de fuego, que me pareció espléndida, pero no tengo necesidad de ir a ver otras, que probablemente no me parecerán tan buenas. De (Abbas) Kiarostami vi una película magnífica y otra mala, no fue capaz de hacer tres buenas películas seguidas. Capacidad que, por cierto, a mí también me falta. Hay una baja considerable de la media. En mis películas, hay momentos buenos y otros sin ningún valor, y películas completamente fallidas. Hacer, como (Alfred) Hitchcock, seis o siete películas seguidas en las que estén todas las bases del arte, es excepcional».
  • «Siempre me ha causado gracia la gente que habla de su vocación remontándose a sus tres años, cuando vieron su primera película de (Charles) Chaplin. Para mí el cine fue algo que uno podía elegir, como se elige irse de viaje. El cine se escapaba a la vez de la esfera de la cultura y de la de los padres».
  • «El cine es lo único que puede dar un sentimiento del tejido o del río de la historia. Puede dar lo que los diarios llamaban en otros tiempos el registro de los acontecimientos. En literatura no se puede».
  • «La oposición entre lo visual y lo escrito es engañosa, porque lo que llaman visual es de hecho algo superescrito, sobre el que se dicen y se vuelven a decir cosas, hasta que la foto de una atrocidad deja de atemorizar. Cuando en realidad es mucho más atroz la primera media hora de Rescatando al soldado Ryan de Spielberg, que no tiene nada que decir, excepto la voluntad de los norteamericanos de seguir siendo líderes».
  • «Respecto a las imágenes de Auschwitz que incluyo en Historia(s) del cine, no creo que haya que establecer prohibiciones como (Theodor) Adorno, que exagera porque obliga a discutir infinitamente sobre fórmulas del tipo No se puede filmar, No se puede representar: no hay que impedir que la gente filme, no hay que quemar los libros, si no ya no podemos criticarlos. Yo digo que pasamos del Nunca más al Siempre ha sido así. Y muestro una imagen de La pasajera de (Andrzej) Munk junto a otra de una película porno de Alemania Occidental donde se ve a un perro peleándose con un deportado; es todo: el cine permite pensar las cosas».
  • «Toda imagen es una metáfora. Y el cine, incluso hoy, es profético, predice y anuncia las cosas, más allá de que la película sea buena o mala».

El cine de Claudio Perrín y la mirada de un crítico

CLAUDIO PERRÍN – EL MAR Y LA MIRADA DE UN NIÑO
(Leandro Arteaga; Editorial Ciudad Gótica ; 2022)

De los títulos que la editorial Ciudad Gótica viene sumando a su colección Estación Cine, dirigida por Sergio Fuster, Historietas y películas (Cuadritos en movimiento) y La pantalla dibujada – Animación desde Santa Fe fueron –por la calidad periodística y seriedad con la que fueron abordados– dos de los más provechosos. Quien escribía y compilaba textos en ambas ocasiones era el periodista y docente Leandro Arteaga, responsable ahora de un nuevo libro, segundo de una serie dentro de dicha colección destinada al cine rosarino, coordinada por el colega Marcelo Vieguer, autor, a su vez, de Mujer, tú eres la belleza! – Investigación y análisis de una película (casi) perdida.
En principio, sorprende que el primer director elegido para esta serie no sea, por ejemplo, Luis Bras, sino alguien en actividad como Claudio Perrín, lo cual parece responder al criterio algo indefinido y desprejuiciado de la colección, que, entre sus más de treinta libros, abarca desde dos sobre Charly García y su relación con el cine hasta uno reciente acerca de Relatos salvajes (Puro cine, de Alberto Tricarico) u otro con reflexiones de Gustavo Galuppo (Después de Godard: la legitimidad de lo incierto). Lo que no puede dejar de celebrarse es la intención, explicitada por el propio Vieguer en la introducción: reflexionar sobre nuestro cine, es decir sobre nuestra cultura, ayudando a comprender ciertos aspectos del “escenario audiovisual confuso” de Rosario, como señala Arteaga (quien de todas formas aclara, acertadamente, que el cine es cine más allá de donde provenga). El autor, al enumerar los factores que influyen en la profesionalización del sector, señala las instituciones educativas, las políticas de subsidios y la organización de colectivos (podrían añadirse los espacios de difusión y de crítica), puntos muy poco discutidos en medios de comunicación locales.
Es destacable cómo logra resumir con precisión, al comienzo del libro, algunos rasgos de la historia del cine realizado en el marco de nuestra región, recordando incluso a 13 segundos (1997, Maximiliano González) y Maricel y los del puente (1999, Daniel Mancini), que integraron la segunda y tercera Historias breves –años más tarde llegarían los notables Los teleféricos (2010, Federico Actis) y Los invasores (2016, Juan Francisco Zini), que representaron al cine local en ediciones más recientes del concurso de cortos impulsado por el INCAA–, cortos que, directa o indirectamente, fueron parte de la renovación generacional que atravesó el cine argentino en los ’90, catalogada por un sector de la crítica como Nuevo Cine Argentino (repitiendo la expresión utilizada treinta años antes para caracterizar los nuevos aires aportados por Torre Nilsson, Ayala y otros jóvenes directores).
En el libro, Claudio Perrín cuenta que su deseo de filmar nació siendo espectador en un cine de la zona sur al que también concurría de chico quien esto escribe, el América. Esas y otras confesiones del guionista y director revelan la sencillez, la sensibilidad y la nobleza que lo caracterizan como persona, e incluso, se diría, con las que escribe o elige las historias para sus películas. Esto más allá de la opinión que se pueda tener de cada una de ellas, o de su manera de procurar el drama de denuncia o de incursionar en distintos géneros cinematográficos (el policial, la comedia) recurriendo a lo accesible, lo cercano y lo querido (su mujer actriz Claudia Shujman, su hijo Zahir, su casa, registros de algún viaje). Pero no es esta la ocasión para analizar los méritos del trabajo de Perrín: está claro que Arteaga lo estima, es respetable que lo considere un “autor” y plausible la manera con la que examina su filmografía, aunando interpretaciones y preferencias personales con información. Acierta, por ejemplo, al considerar que Los deseos del camino (2001) anticipa el cine de Campusano, que Umbral (2017) se acerca al cine de terror a la vez que puede emparentarse con Bolivia (2001, Adrián Caetano), o al advertir que El cuento (2019) pronosticó, en cierta manera, la pandemia del Covid-19.
Entre las cuestiones que el autor del libro desliza hay tela para cortar (cuando, por ejemplo, a propósito de Umbral, señala la “consolidación de la derecha argentina como proyecto político”, cabría preguntarse por las causas de este hecho, incluso el rol de los medios de comunicación y las características de proyectos audiovisuales que levantan banderas progresistas de forma inconvincente). Si bien no está planteado para incentivar debates, Claudio Perrín – El mar y la mirada de un niño bien puede servir para algo más que interiorizarse en la obra del empeñoso cineasta.
Mientras tanto, a seguir expectante para saber cuál será la próxima parada en la Estación Cine.

Por Fernando G. Varea