13º FICIC: Amor cinéfilo en tiempos de cólera

Había estado en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín en dos oportunidades: en su segunda edición, allá por 2012, invitado a ser parte del jurado de la sección Largometrajes de Ficción, y dos años atrás, cuando la post pandemia estimuló mis ganas de respirar un poco de aire serrano y le agregué el plus de ver buen cine, permaneciendo allí poco más de un día, para luego dirigirme a otra localidad cordobesa.
Mi tercera visita al FICIC respondió a la necesidad de vivir el clima de un festival cinematográfico contrarrestando la zozobra de esta Argentina sometida a la experiencia de ser gobernada, o algo así, por un anarcocapitalista rodeado de funcionarios desdeñosos hacia lo que ha sido siempre parte de la riqueza de nuestro país (la lucha de los organismos de derechos humanos y el Juicio a las Juntas, la universidad y la salud públicas, el cine argentino). Sentirse acompañado durante unos días por personas de distintas generaciones y ciudades que comparten la misma idea del cine como un medio que puede ayudarnos (a aprender, a comprender, a imaginar) es algo impagable y en ese sentido, aunque sin la magnitud del BAFICI o el Festival de Mar del Plata –ahora de destino incierto–, el FICIC volvió a ser una fiesta cinéfila (tal vez este año más que nunca, por los motivos señalados). El evento suma el acierto de ofrecer alojamiento a realizadores, productores y periodistas, aunque esas gratificaciones impliquen no pocas dificultades de financiación: «Ante lo imposible, ante la evidencia de la falta (de recursos y tiempo), ante toda palabrería que solicite nuestra renuncia –expresaba en su texto de bienvenida el director artístico Roger Koza– solamente decimos no, afirmamos nuestra voluntad, seguimos adelante, pensamos en la acción, buscamos una alternativa para cada caso y confiamos en la cooperación virtuosa de muchas otras personas que no están dispuestas a dimitir. Si el FICIC puede hoy celebrarse es debido a nuestro deseo».
Llegando a Cosquín el viernes a la mañana, no pude ver largometrajes exhibidos el día anterior como Las ausencias (Juan José Gorasurreta) –de bello afiche–, la ucraniana La palisiada (Philip Sotnychenko) –a la que el jurado que integraron los realizadores Julián D’Angiolillo y Mariano Luque junto a la escritora Eugenia Almeida terminó premiando como Mejor Película de la Competencia Internacional–, y El realismo socialista (film inconcluso del maestro chileno Raúl Ruiz rescatado y reconstruido en 2023 por su viuda y colaboradora Valeria Sarmiento). Pero ya la amabilidad y simpatía de los directores del festival, Carla Briasco y Eduardo Leyrado (y de Facundo, el hijo de la pareja, incorporado este año a los jóvenes colaboradores del evento), más el encuentro ocasional con colegas, realizadores, actores y productores, anticipaban ratos placenteros. Así fue que, después de la contemplación del apacible río Cosquín y un paseo por las calles coscoínas (que un automóvil recorría con su propaladora, invitando a participar), pude internarme en el ritmo festivalero –más provinciano y amigable que en certámenes más grandes–, que abarcaba desde funciones a las diez de la mañana hasta otras a la medianoche en el teatro El alma encantada y el Centro de Congresos y Convenciones con su microcine.
De la programación pude ver varios cortometrajes, incluyendo Un movimiento extraño, del argentino Francisco Lezama, que con gracia, habilidad narrativa y calidad formal sigue los pasos de una chica supersticiosa que debe dejar su trabajo como guardia de seguridad en un museo y luego se involucra con el empleado de una casa de cambio. Algo de la realidad socio económica reciente de la Argentina y del deseo encontrándose con alguna forma de soledad asoman a través de ambos personajes (jóvenes anhelantes y desorientados, de actitudes algo cándidas y al mismo tiempo materialistas), muy bien encarnados por Laila Maltz (vista en varios largometrajes a partir de Noelia, el corto dirigido por María Alché) y Paco Gorriz, más unos pocos más, además de certeros toques humorísticos y musicales. Aquí la entrevista que pude hacerle a Lezama en torno a este trabajo, premiado en FICIC y antes, en febrero, en el Festival de Berlín.
Muy diferentes son otros cortos que competían en el festival: enigmático y con un lúcido uso del sonido Bloom (de los españoles Samuel M. Delgado y Helena Girón), sobre una isla cierta o imaginaria; de tono cordial pero girando alrededor de una sola idea reiterada con la voz en off Yo fui asistente de Eduardo Coutinho (del brasileño Allan Ribeiro); razonablemente caótico, como un collage frío pero cautivante sobre estos tiempos revolucionados por el dinero y la tecnología, For here am i sitting in a tin can far above the world (de la francesa Gala Hernández López); de un interés que se diluye por monótonas voces en off en francés Tu trembleras pour moi (Pablo García Canga) y Pas Crever (de la cordobesa Sofía Bordenave); luminoso y despojado Rolle (del joven crítico argentino Tomás Guarnaccia), registro de una búsqueda en una ciudad suiza, con la casa de Jean-Luc Godard como objetivo aunque se podría prescindir de ese dato, y con la providencial aparición de un gato más sociable de lo que aparenta. Se exhibió también un mediometraje de Nicolás Prividera que había pasado por el BAFICI: Carta a una señorita en París, «una película sobre fantasmas atrapados en el limbo de la historia», como lo definió Luciano Monteagudo según cuenta el propio Prividera aquí. Los films y los textos de NP estimulan la reflexión y el debate; algunos los evitan mientras otros los deseamos. Sentido y disperso, Carta a una señorita… reúne registros en super 8 realizados por los padres del realizador durante su luna de miel en París en 1968 con otros recientes del propio Nicolás, atravesados por reverberaciones de Cortázar, la voz de la crítica francesa Claire Allouche e imágenes de agitadas protestas callejeras en la Francia actual.
El viernes se proyectaron dos largometrajes que convocaron mucho público y generaron comentarios: Las cosas indefinidas (María Aparicio), que el jurado de la Competencia Internacional premió con una Mención Especial, y El escuerzo (Augusto Sinay), que integró la sección Planos de provincia. Aparicio es la realizadora cordobesa de Sobre las nubes (2022) y en esta historia sobre una montajista (Eva Bianco, excelente una vez más) que cumple con su trabajo acompañada de un joven asistente (simpático personaje encarnado por Ramiro Sonzini, co-director del notable corto Mi última aventura, premiado en el BAFICI de hace dos años, y crítico en La vida útil) mientras sobrelleva el dolor por la muerte de un amigo, repite virtudes y deficiencias de su largometraje anterior: por un lado, una sensibilidad y una melancolía contenidas, expresando estados de ánimo a través de elaborados encuadres, planos que duran lo justo, suavidad en tonos y situaciones sin que esto genere apatía; por otro, cierta impostación (locaciones e iluminación forzadamente taciturnas, diálogos no siempre convincentes, plantas y flores como señales de ternura) y la recurrencia a las contrariedades que surgen del trabajo audiovisual, algo que suele usarse como pretexto narrativo para enriquecer un film. En cuanto a El escuerzo –que transcurre en el siglo XIX y era relacionado por algunos con el cine de Leonardo Favio de los años ’70–, no pude verlo pero valga la anécdota: con Sinay, joven director cordobés egresado de la ENERC, nos conocíamos solo por redes sociales después que yo compartiera una foto que le había sacado, de casualidad, en el Festival de Mar del Plata de 2013 junto a Bong Joon-ho.
Otras propuestas eran los Cortos de Escuela (con Sinay, la programadora Carla Briasco y la actriz Jazmín Carballo conformando el jurado), una retrospectiva de Julián D’Angiolillo (exhibiéndose todos sus cortos y largometrajes documentales, incluyendo el valioso Cuerpo de letra y el reciente La gruta continua) y una sección cuyo nombre generaba cierta intriga entre los asistenes (Invitación de la casa), dentro de la cual se incluyó El verano más largo del mundo, dirigida por Alejandra Lipoma y Romina Vlachoff.
A diferencia de mis dos experiencias previas en FICIC, no hubo mesas de debate ni presentaciones de libros. Pero no faltó Filmoteca en vivo, con proyecciones de películas en 35 mm. aportadas por Fernando Martín Peña, que no pudo estar presente. En mi caso, volver a ver El estado de las cosas (1982, Win Wenders, estrenada comercialmente en Argentina únicamente en el cine Lorca, de Buenos Aires, en marzo de 1988) fue, indudablemente, un acontecimiento cinéfilo, en un año en el que probablemente haya pocos a mi alcance: no había vuelto a ver la película desde que la alquilé en VHS muchos años atrás, por lo cual pude redescubrir sus méritos al tiempo que disfruté, junto al nutrido público, las sensaciones despertadas por esa proyección similar a las que se sucedían en las salas del mundo a lo largo del siglo pasado. No eran pocos los que se acercaban, antes y después, a hablar con el proyectorista coscoíno Luis Nogués, valorando su noble y ya postergado oficio. Después supe que fueron muchos también los que asistieron el sábado y el domingo para ver, en el mismo salón del Centro de Congresos y Convenciones, Alicia en las ciudades (1974) y Hammet (1982), igualmente dirigidas por Wenders, el realizador alemán que, después de une etapa irregular, volvió a interesar al público y la critica este año con Días perfectos (2023).
Todo estuvo a la altura de mis expectativas y el balance es positivo. Aunque entre las películas, las caminatas, los encuentros y los saludos se hacía presente, a cada momento, la preocupación por las dificultades para llevar adelante rodajes y festivales a partir de las medidas anunciadas y perpetradas por el actual gobierno nacional, con la anuencia de buena parte de nuestros legisladores. La fotografía que ilustra este texto (con la bandera argentina y un eslogan nada falso, teniendo en cuenta que en torno al mismo nos aglutinamos directores, organizadores, actores, críticos, estudiantes y asistentes en general) da cuenta de esa inquietud.

Fernando G. Varea

Una guerra dentro de otra

CIVIL WAR
(2024; dir Alex Garland)

(Por JOAQUÍN ZANARDI)
La cadena nacional es una de las maneras mas directas que tiene un gobierno para comunicar de forma oficial la actualidad del país. Al inicio de Civil War el presidente (Nick Offerman) de una Estados Unidos distópica anuncia por televisión que la victoria (del gobierno federal) frente a una guerra interna contra varios estados secesionistas está cerca. Ese discurso establecido, falso como se verá mas adelante, incluye otra guerra, contra uno de las profesiones que promete defenderla, el periodismo. Una guerra en pos de “la verdad”.
La película nos ofrece un escenario ficticio, aunque posible, donde el conflicto bélico no ocurre a miles de kilómetros de Washington D.C. sino todo lo contrario. Se muestra el quiebre de la democracia y se dibujan posibles posiciones por las cuales los ciudadanos pueden tomar partido por uno de los territorios mas beligerantes del mundo, por ejemplo el ultra nacionalismo xenófobo. Todo esto, sin explicar en profundidad cuáles fueron los hechos ficticios para que el país haya terminado en esa terrible realidad, como si no importara mucho la raíz de las posturas de ambos bandos, evitándose nombrar, o más bien proyectar, posiciones reales, actuales o históricas de los Estados Unidos que podrían ser causa de lo que ocurre en la película. Todo este seteo imaginario es el marco para el tema principal: el periodismo en la guerra, su ética y el trabajo de campo de quienes intentan echar luz sobre la verdad en medio de esos sucesos.
Los personajes, arquetipos de foto periodistas y escritores, son introducidos como un equipo: Lee, Joel y Sammy (Kirsten Dunst, Wagner Moura, Stephen McKinley Henderson) quienes deberán realizar una cobertura de la posible toma del poder en la ciudad capital por el ejército de las “Fuerzas Occidentales”. Al equipo se le suma por intromisión una joven aspirante a fotógrafa y admiradora de Lee, Jessie (Cailee Spaeny), haciendo que esta incorporación funcione para la novata como un despiadado curso acelerado del oficio. La película básicamente funciona como una road movie traccionada por la urgencia periodística de la exclusividad. Lee ve en Jessie la joven entusiasta que ella fue alguna vez y Jessie tiene enfrente no solo su role model sino la muestra viva de los estragos psicológicos del trabajo.
Hay un momento decisivo de la película que es donde Jessie le deja en claro a Lee que ella esta allí bajo su propio riesgo. El riesgo, ese estado determinante para el periodista de guerra que apuesta la vida en pos de acercarse a los hechos para poder construir, en este caso con imágenes, un relato que pretende ser objetivo. Una verdad que es fruto de la acción arbitraria de recortar el espacio y fragmentar el tiempo.

Deseos en competencia

DESAFIANTES
(2024, Challengers; dir. Luca Guadagnino)

Algunas características de Llámame por tu nombre (2017) –el film de Guadagnino más premiado y comentado, aunque hizo otros antes y después– reaparecen en esta historia de una ascendente tenista y dos amigos envueltos en dudas, deseos, ambiciones, ansias competitivas, oscilante honestidad y sentimientos varios, generando chispazos de tensión sexual y adrenalina deportiva. Como en aquel film, aquí también el innegable encanto de personajes y amoríos juveniles, canciones, ocasionales bailes, diálogos capciosos y cierto desprejuicio o frescura para abordar ambigüedades sexuales se articulan con imágenes, poses y astucias del guion que se perciben algo forzadas en procura de un film placentero tanto como complaciente, seductor y liviano.
En Desafiantes, los vértices del triángulo amoroso son dos jóvenes comunicativos que generan empatía (Mike Faist, visto en la Amor sin barreras de Steven Spielberg, y Josh O’Connor, el protagonista de sonrisa entradora de La quimera, de Alice Rohrwacher, exhibida el año pasado en el Festival de Mar del Plata) y la chica que se enreda con ellos, enérgica y decidida (Zendaya, de las dos Duna de Denis Villeneuve, no muy carismática pero idónea como actriz). El film logra que estemos atentos a sus pasos, yendo y viniendo en el tiempo, sabiendo que la manera en que se relacionan puede cambiar de un momento a otro.
La sensualidad no es tanta (aunque Guadagnino claramente la estimula en secuencias como la de Zendaya bailando con actitud sexy, o mostrando a Faist y O’Connor en un sauna o comiendo churros) y el resultado es desparejo. El uso de la música, por ejemplo, y la atención puesta en los detalles, permiten que director y actores se luzcan en el segmento de una conversación de noche frente al mar o en la escena de crisis de una pareja (recurriendo en esta ocasión a una única canción en español, que no espoilearemos aquí). La escena de ella tomando conciencia de que tal vez no pueda volver a jugar, o la de uno de los jóvenes acurrucado junto a su pequeña hija, buscan legítimamente la emoción de los espectadores. Mientras tanto, siguiéndole el ritmo al vivaz trío, la película descuida los personajes de esa niña y de su abuela, que parecen adornos, e invade innecesariamente con música varios tramos.
En los últimos minutos, Guadagnino juega con el suspenso administrando breves gestos, movimientos ralentizados, planos detalle, miradas y sonrisas que parecen señales de lo que está sucediendo o por suceder, fluctuando –otra vez– entre una edición y una musicalización incitantes y cierto empalagamiento cool, propio del lenguaje publicitario.

Fernando G. Varea

Abordar la realidad jugando con ella

NO HAY OSOS
(2022, Khers nist/No bears; dir. Jafar Panahi)

Los cinéfilos que hayan vivido los años ’90 seguramente recordarán El espejo (1997), película iraní en la que la ficción en torno a una nena que se pierde al salir de la escuela se transforma, de pronto, en un documento del propio proceso de filmación. El director era Jafar Panahi, quien continuó demostrando admirablemente esa capacidad para manipular la realidad jugando con ella, sumando un dramático plus: desde 2010 tiene prohibido trabajar en su país, después de haber asistido al funeral de una estudiante asesinada durante las protestas electorales y luego intentar hacer una película relacionada con el tema. El desafío es mayor entonces, ya que se trata de filmar –y dar a conocer sus películas en el exterior– a pesar de la interdicción en Irán.
Su más reciente gesto de resistencia es este film en el que él mismo (como en Esto no es un film) aparece planteando sus dificultades, no contándolas directamente al espectador –ni siquiera apelando a una voz en off o a un texto sobreimpreso– sino creando, o buscando, una historia que permita combinarse con la suya. En este caso, dos historias, sobre parejas en crisis derivadas de la cultura y el contexto político que las envuelve: por un lado, una joven y un hombre algo mayor que ella que tratan de escapar a Turquía con pasaportes falsos, y a quienes Panahi filma dando indicaciones a la distancia, en medio de las dificultades que se le presentan por un precario servicio de internet en el pueblo donde se encuentra; por otro, un aldeano próximo a su boda con una chica enamorada de otro, cercados por las presiones de la comunidad y la sospecha de que unas fotografías, sacadas circunstancialmente por Panahi, puedan echar más leña al fuego.
A Panahi se lo ve siempre calmo, cordial con la gente (entrañables sus conversaciones con una mujer que le prepara la comida y lo considera casi un hijo) y cuidadoso acerca de cómo pueden interpretarse sus actitudes, pero mientras va resolviendo esos contratiempos desliza dilemas humanitarios, sociales e incluso cinematográficos. ¿Qué está recreado? ¿Qué ha sido tomado de la realidad tal como es? ¿Qué habrá sido repetido para lograr verismo? El espectador no lo sabe ya que esas dudas forman parte del engranaje, lúdico y dramático a la vez. Las reflexiones sobre el cine (cómo se hace, qué mostrar, cómo franquear los conflictos) afloran espontáneamente. Está el caso de dos hechos indudablemente trágicos expuestos de modo admirable, con la distancia o el respeto que merecen, y sin música extradiegética para subrayar emociones (asoma por ahí el recuerdo de la secuencia en la que un accidente es atisbado desde un automóvil en movimiento en La mujer sin cabeza), pero hay varias de esas perlas.
Por momentos, el guionista-director parece meterse involuntariamente en situaciones resbaladizas, como provocando ciertas reacciones, aunque nunca bajando línea. El título de la película, por ejemplo, alude a ciertos miedos y supersticiones que condicionan la vida de esas personas, pero no las juzga. Solo deja esa frase para que quede resonando.
Para los espectadores de este lado del mundo, puede resultar curioso que alguien fotografíe libremente a niños desconocidos sin autorización previa de los adultos (el problema de esas fotos será otro), así como atractivo el fugaz registro de una ceremonia atávica (el lavado de pies de una pareja de novios en un arroyo, mientras hombres y mujeres acompañan con música). La propuesta, sin embargo, es seca, en buena medida desesperanzada, aunque fascinante en términos narrativos y como representación de la ardua vida en ese rincón del mundo. Ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia el año pasado –el mismo año en que había competido Argentina 1985–, es una nueva hazaña de Panahi después de la notable Tres rostros (2018), la última película suya que se había estrenado entre nosotros, algo olvidada.
En julio de 2023 fue apresado y, tras una huelga de hambre, hace dos meses las autoridades lo liberaron. Su lucha sigue y su provechoso cine –esperemos– también.

Fernando G. Varea

Flores del mal

ZONA DE INTERÉS
(2023, The zone of interest; dir. Jonathan Glazer)

Existen varios estudios sobre la importancia del fuera de campo en el cine, incluso sobre el estremecimiento que genera, en películas de terror y suspenso, el hecho de dejar afuera del campo visual al monstruo o al asesino. Es uno de los artilugios mayores del arte cinematográfico, que permite sumergirnos anímicamente en una situación solo por lo que escuchamos o intuimos.
Zona de interés se vale de este recurso de manera admirable. Su objetivo es exponer la indiferencia de seres humanos ante circunstancias horrorosas que ocurren a su lado, y lo hace a través de una familia alemana (integrada por un comandante nazi, su mujer y sus cinco hijos) que, en los años ’40, se instala en una confortable casa rodeada de jardines lindante a los centros de exterminio de Aschwitz.
Esa idea de un grupo humano insensible ante el dolor de personas que se encuentran cerca suyo puede expresarse de diferentes maneras; la elegida por Jonathan Glazer es original y, al mismo tiempo, dramáticamente poderosa, además de representar un desafío en términos plásticos. Inspirada en una novela homónima de Martin Amis, al casi no salirse de esa casa rebosante de flores, con piscina, cómodas habitaciones y una pulcritud de la que varias mucamas se hacen cargo –gélida belleza registrada mediante rigurosos encuadres, calculados planos generales y nunca primeros planos de los actores–, el director británico genera un efecto contrario al que podría suponerse: a medida que se van confirmando las sospechas de lo que ocurre en los alrededores de la amplia vivienda, ese mundo cotidiano confortable y perfecto empieza a provocar incomodidad y rechazo.
Puede discutirse si cubrir la pantalla de negro o de rojo durante varios segundos, en determinados momentos, contribuye a esa sensación. En cambio, una decisión brillante, nada demagógica, es sembrar la atmósfera de sonidos ocasionalmente reconocibles (disparos, gritos de desesperación) y muchas veces extraños o pesadillescos, sin agregar a la banda sonora temas musicales de la época o un leit motiv emotivo.
Quien vea preciosismo en la meticulosa planificación del film (son notables los trabajos de dirección de arte, diseño de producción y fotografía) debería tener en cuenta la fría, mortuoria obsesión por el orden del régimen nazi. Puede surgir también la duda acerca de si resulta pertinente que las víctimas no se muestren, pero aquí (a diferencia de La vida es bella, por ejemplo, donde los muertos aparecían apenas en un dibujo) sonidos, detalles y una que otra conversación confirman que están, o estuvieron, sufriendo y muriendo allí nomás. Uno de los momentos más escalofriantes sucede durante un plácido baño en un río; otro, cuando el pequeño hijo de la familia escucha (y se resiste a ver) el castigo a una persona tras la ventana, incorporando el hecho a sus juegos imaginarios. En otra escena la dueña de casa (Sandra Hüller, la excelente protagonista de Anatomía de una caída, aquí en un personaje mucho más contenido aunque en una escena estalla su furia) recibe la visita de su madre, quien, mientras recorre la casa, comenta “Qué habrán hecho esos bolcheviques, esos judíos”, tal como hoy una señora podría justificar la muerte de personas que no le simpatizan desde el interior de un country, sin inmutarse demasiado.
En Zona de interés la violencia y la hipocresía están todo el tiempo latentes. Los cuentos infantiles representados con imágenes en negativo, que en algún momento empiezan a confundirse con la vida real de los personajes, así como una suerte de salto en el tiempo o premonición en el tramo final, agregan inquietud. Como corresponde a esta historia, en la que la monstruosidad está afuera de la casa y también adentro de los personajes que la habitan.

Fernando G. Varea

Las que quedan

Algunos hablan de “temporada de premios”, ya que en pocas semanas se suceden varios (Globos de Oro, Oscar, Goya, Bafta, César y otros), pero lo cierto es que –aun en medio del calor veraniego y los topetazos de nuestro presidente anarcolibertario de extrema derecha (como bien suelen definirlo medios extranjeros, mientras periodistas y dirigentes locales se esfuerzan en suavizar sus rasgos)– los cinéfilos argentinos notamos cómo los nombres de ciertas películas se repiten en charlas, redes sociales y medios de comunicación, condicionándonos a pensar que se trata de las más importantes, al haber sido reconocidas por voces autorizadas de países del Norte. Finalizadas esas contiendas, sin embargo, pocas son las que perduran en la memoria de los espectadores más atentos y sensibles. Es que, así como algunas producciones cinematográficas consiguen generar gran repercusión en un lapso corto de tiempo, otras trascienden ese éxito pasajero gracias a su valor cinematográfico y singularidad.
* Un ejemplo de lo primero suelen ser las ficciones basadas en hechos históricos, que siempre existieron pero desde hace unos años son casi patrón a seguir. La preparación de las mismas implica, como es sabido, enfrentar ciertos desafíos: lograr que los actores se parezcan a las personas retratadas, con ayuda de maquilladores y vestuaristas (evitando el riesgo de insinuar una fiesta de disfraces revestida de solemnidad); resumir en poco tiempo hechos importantes de una vida; procurar una reconstrucción de época verosímil. Para conseguir todo ello se aligeran complejidades, como lo demuestra Oppenheimer (Christopher Nolan), en la que ciencia, política internacional y dilemas humanitarios se simplifican en una especie de telenovela de lujo, con un Cillian Murphy de voz metálica encarnando al físico teórico J. Robert Oppenheimer medianamente arrepentido, no por una lista como la que había llevado a sentirse culpable a un tal Schindler sino por el uso que se le dio a la bomba atómica que creó. Una biopic tan ambiciosa como Napoleón (Ridley Scott), producto demasiado confiado en la elección para el protagónico de Joaquin Phoenix (actor que sabe imprimirle un tono extraño y explosivo a sus trabajos, a veces cediendo con ganas a la sobreactuación) y en la fría brillantez habitual de Scott. También de tres horas, difícilmente funcione con criterio didáctico (un crítico estadounidense la comparó con una entrada de Wikipedia muy larga) y tampoco impresiona como film bélico; apenas entrega algunos destellos derivados de su pulida terminación y tímidas emociones al adentrarse en la decadencia de sus personajes. Si el Napoleón (1927) de Abel Gance tiene su lugar en la historia grande del cine es por motivos legítimos, de la misma manera que el acercamiento de Hiroshima mon amour (1959, Alain Resnais) al clima de posguerra y las consecuencias de la bomba sigue siendo mucho más humano, lírico y rico en matices que el distante drama escrito y dirigido por Nolan.
* Distinto es el caso de Los asesinos de la luna (Martin Scorsese), que, como decíamos acá, cumple eficazmente su cometido de contar una historia que va cautivando lentamente al espectador mientras esboza una crítica al racismo y la avidez capitalista que rodean hechos históricos de EEUU. Es para discutir si podemos disculparle al maestro Scorsese algunos rígidos planos-contraplanos, momentos de violencia resueltos de modo rutinario y recreaciones supuestamente documentales (en blanco y negro) poco convincentes, pero su largometraje trae ecos del buen cine clásico y consigue que los sucesos verídicos que recrea perduren en la memoria del espectador.
* Maestro, por su parte, aunque no se priva de recurrir a capas de maquillaje y despliegue de muebles antiguos, seduce recordando a Leonard Bernstein, un artista sin rasgos heroicos, vinculado a la música y al cine. El entusiasmo de Bradley Cooper (también coguionista y director) y Carey Mulligan, la química entre ambos, la vitalidad general de la película, permiten que se diferencie de otras similares, lamentablemente dejando paso a las lágrimas de manera bastante elemental en su último tramo. Por otros motivos sobresale, a su vez, La sociedad de la nieve (Juan Antonio Bayona); no tanto por su realismo sin sutilezas, sino por centrarse en los trazos de intrepidez de un grupo y no en una historia individual. Bien podría compararse la empatía que generan estos jóvenes sudamericanos, deportistas y solidarios, con la que despertó la Selección Argentina durante el Mundial de Fútbol hace poco más de un año atrás. En algun punto recuerda también a Argentina 1985 (Santiago Mitre), contando con eficacia narrativa sucesos históricos extraordinarios, ignorados por espectadores de distintas partes del mundo.
* Barbie (Greta Gerwig) y Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos) coinciden al abordar el empoderamiento femenino, no abriendo la posibilidad de un debate serio en torno a la dificultad de las mujeres para conseguir o ejercer derechos sino a través de una especie de fábula, acicalada con un diseño abrumador. Claro que la primera tiene el colorido y las canciones pegadizas propias de un programa de TV para chicos y la otra una atmósfera enrarecida, ocasionalmente mortuoria, cruzada por provocaciones varias, pero en ambas hay muchachas que logran liberarse de su destino como objeto decorativo o de sometimiento a un hombre. Si la simpleza del relato de Barbie puede comprenderse, teniendo en cuenta el público infanto-adolescente para el que fue pensada, la puerilidad de Pobres criaturas se disimula con una gran sofisticación visual. El hecho que la protagonista (llamada ingenuamente Bella), al ir descubriendo el mundo adulto sin los prejuicios de una educación que no tuvo, defienda alegremente la prostitución como medio de trabajo o simpatice con las ideas socialistas de una compañera (lo cual no llega a provocar una revuelta social ni mucho menos), y que la trama incluya situaciones y personajes deliberadamente elegidos para dejar claro que se trata de una película open mind, habla de un planteo cándido, como contagiado de la inmadurez del personaje. Esto no implica restarle valor a la energía de Emma Stone y a la voluntariosa labor de los responsables de la fotografía, el vestuario y la dirección artística. Hay que reconocer, además, que con ellas Gerwig (Lady Bird, Mujercitas) y Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado, La favorita) no se traicionan demasiado.
* Las historias de Anatomía de una caída (Justine Triet) y Secretos  de un escándalo (May December, Todd Haynes) se nutren de preguntas inquietantes: ¿dónde está la verdad? ¿cuánto puede reparar la Justicia los daños provocados por un posible delito? ¿cuánto mentimos? ¿cuánto decidimos decir de lo que sabemos o de lo que pensamos? ¿cuánto interviene el morbo al adentrarnos en la vida de víctimas y victimarios de un crimen o una violación? Un juicio por una muerte dudosa, en el primer caso, y la problemática relación de una mujer adulta con un preadolescente que terminó siendo su marido, en el otro: desarrollando esos asuntos, consiguen introducirnos en un juego de suspicacias, cambios de puntos de vista y sospechas en torno a la posición moral de distintos personajes. Anatomía de una caída compensa su realización despareja, en la que se combinan momentos dramáticos muy bien resueltos con otros cuestionables o que se advierten descuidados, con un valioso trabajo interpretativo de Sandra Hüller, en tanto Secretos de un escándalo resulta incitante y misteriosa hasta que empieza a acumular percances, diálogos y sinuosidades de telenovela (tal vez con intención satírica). La devoción de Haynes por la imagen sensual o melodramática de sus criaturas femeninas supo capitalizarse mejor en anteriores películas.
* Una especie de sorpresa significó Vidas pasadas (ópera prima de Celine Song, joven directora coreano-canadiense), que empezó a complacer a jurados y miembros de academias de cine sin que hubiera razones puntuales para que eso ocurriera. Una niña y su amigo reencontrándose siendo adultos –después de algunos intercambios vía facebook– dan paso a consideraciones diversas, más sugeridas que declamadas, sobre el paso del tiempo y las elecciones personales. Civilizada y serenamente, ambos comparten paseos por Nueva York y cruzan palabras sentidas y miradas esquivas, hilos de una trama leve, en la que se evitan las estridencias y no se fuerza situación alguna. Los intérpretes, básicamente tres (a Greta Lee y Yoo Teo se suma John Magaro, uno de los protagonistas de First Cow, como marido de la chica), son fotogénicos, buenazos, encantadores: es un placer verlos y seguir sus pasos, así como sentirse acogidos por los ambientes bellamente melancólicos por los que deambulan, que la cámara recorre parsimoniosamente. La idea de Song de tomar como punto de partida las preguntas que generan en un bar esos personajes (reencontrando la misma escena más tarde, con los interrogantes ya resueltos), o algun leve corrimiento de la recorrida casi turística por la ciudad estadounidense (hay alguien que vive allí y afirma no haber visitado nunca la Estatua de la Libertad) y de las fórmulas del cine romántico más convencional, son virtudes dentro de un film ganado por la prolija seducción de sus locaciones siempre confortables, sus amaneceres de postal, sus planos calculadamente bonitos.
* Se le parece, en cierta medida, Todos somos extraños, que, aunque no obtuvo nominaciones al Oscar, compitió por otros premios y también procura plasmar la fragilidad de los sentimientos y las dificultades para afrontar el dolor (por la pérdida de la infancia, de las ilusiones o de seres queridos) con sensibilidad y un look lustroso. En el caso de este film británico dirigido por Andrew Haigh, la melancolía se combina con cierto desvarío y la posibilidad de que los personajes que rodean al protagonista existan solo en sus deseos, sus sueños o sus recuerdos. Producto curioso, en el que el regodeo con cierta estética cool y tópicos de un cine indie con jóvenes sin apremios económicos se balancea, por un lado, con las convincentes actuaciones del expresivo Andrew Scott, Paul Mescal (Aftersun), Claire Foy (Ellas hablan) y Jamie Bell (aquel pìbe de Billy Elliot, que bien podría conversar sobre los prejuicios machistas con el atormentado Scott si se tratara del mismo personaje ya adulto), y, por otro, con una fisicidad (abrazos, caricias, besos, rodeos eróticos) que insufla calidez a las imágenes empalagosamente envolventes, cercanas al lenguaje publicitario.
* Finalmente, en el conjunto de premiadas y premiables se destacan Días perfectos (Win Wenders) y Los que se quedan (The holdovers, Alexander Payne) por ser dos pequeñas grandes películas (habría que agregar Zona de interés y El niño y la garza; debajo están los links con lo que escribí sobre ellas). Payne nos tiene acostumbrados a historias agridulces y personajes grises, pero en esta ocasión hace que tres seres más o menos solitarios (un profesor, un alumno de quinto año y una mucama forzados a permanecer unos días dentro de un internado secundario, interpretados  respectivamente por Paul Giamatti, Dominic Sessa y una excelente Da’Vine Joy Randolph) sean ejes de un entrañable universo cotidiano, en 1970, en el que tienen cabida comidas, libros, juegos de mesa y alguna película tanto como reproches, discusiones, acercamientos afectuosos y gestos fraternales. Un film que responde a determinadas fórmulas sin bastardearlas innecesariamente, creando con acierto la atmósfera de una época y exhibiendo de manera sencilla la importancia del entendimiento entre seres humanos. Asimismo, el alemán Wenders retoma el aliento de sus años más inspirados (los ´70 y ’80, cuando dirigió Alicia en las ciudades, El estado de las cosas, París, Texas y otras) contando el día a día de un parco limpiador de baños en Tokio, quien disfruta de pequeños placeres (cuidar sus plantas, escuchar música, comer en un bar al paso o en el banco de una plaza mientras se mecen las copas de los árboles) antes o después de su trabajo, que cumple con escrupulosidad y sin quejas. El hombre en cuestión (Koji Yakusho) tiene un pasado y una familia de los que tal vez se rebeló o de los que tomó distancia, por motivos que Wenders, atinadamente, resguarda. Film en el que las miradas y las manos expresan mucho más que los diálogos, en el que se trabaja y se sueña, con detalles que van ganándose al espectador, como el cariño del informal compañero de trabajo hacia un chico con retraso madurativo o esa especie de juego que el protagonista emprende con alguien que usa uno de los baños, sin conocerlo. Algunos aditamentos adornan un poco la película (canciones de Lou Reed y Nina Simone, el uso de antiguos casetes para escuchar música o de una cámara analógica para sacar fotos) sin desviar su nobleza, su sensibilidad, su capacidad para encontrar pudorosamente belleza en medio de una enorme ciudad y de las rutinas de alguien que aprendió a convivir consigo mismo.

Por Fernando G. Varea
Crítica de ZONA DE INTERÉS AQUÍ y de EL NIÑO Y LA GARZA AQUÍ