Había estado en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín en dos oportunidades: en su segunda edición, allá por 2012, invitado a ser parte del jurado de la sección Largometrajes de Ficción, y dos años atrás, cuando la post pandemia estimuló mis ganas de respirar un poco de aire serrano y le agregué el plus de ver buen cine, permaneciendo allí poco más de un día, para luego dirigirme a otra localidad cordobesa.
Mi tercera visita al FICIC respondió a la necesidad de vivir el clima de un festival cinematográfico contrarrestando la zozobra de esta Argentina sometida a la experiencia de ser gobernada, o algo así, por un anarcocapitalista rodeado de funcionarios desdeñosos hacia lo que ha sido siempre parte de la riqueza de nuestro país (la lucha de los organismos de derechos humanos y el Juicio a las Juntas, la universidad y la salud públicas, el cine argentino). Sentirse acompañado durante unos días por personas de distintas generaciones y ciudades que comparten la misma idea del cine como un medio que puede ayudarnos (a aprender, a comprender, a imaginar) es algo impagable y en ese sentido, aunque sin la magnitud del BAFICI o el Festival de Mar del Plata –ahora de destino incierto–, el FICIC volvió a ser una fiesta cinéfila (tal vez este año más que nunca, por los motivos señalados). El evento suma el acierto de ofrecer alojamiento a realizadores, productores y periodistas, aunque esas gratificaciones impliquen no pocas dificultades de financiación: «Ante lo imposible, ante la evidencia de la falta (de recursos y tiempo), ante toda palabrería que solicite nuestra renuncia –expresaba en su texto de bienvenida el director artístico Roger Koza– solamente decimos no, afirmamos nuestra voluntad, seguimos adelante, pensamos en la acción, buscamos una alternativa para cada caso y confiamos en la cooperación virtuosa de muchas otras personas que no están dispuestas a dimitir. Si el FICIC puede hoy celebrarse es debido a nuestro deseo».
Llegando a Cosquín el viernes a la mañana, no pude ver largometrajes exhibidos el día anterior como Las ausencias (Juan José Gorasurreta) –de bello afiche–, la ucraniana La palisiada (Philip Sotnychenko) –a la que el jurado que integraron los realizadores Julián D’Angiolillo y Mariano Luque junto a la escritora Eugenia Almeida terminó premiando como Mejor Película de la Competencia Internacional–, y El realismo socialista (film inconcluso del maestro chileno Raúl Ruiz rescatado y reconstruido en 2023 por su viuda y colaboradora Valeria Sarmiento). Pero ya la amabilidad y simpatía de los directores del festival, Carla Briasco y Eduardo Leyrado (y de Facundo, el hijo de la pareja, incorporado este año a los jóvenes colaboradores del evento), más el encuentro ocasional con colegas, realizadores, actores y productores, anticipaban ratos placenteros. Así fue que, después de la contemplación del apacible río Cosquín y un paseo por las calles coscoínas (que un automóvil recorría con su propaladora, invitando a participar), pude internarme en el ritmo festivalero –más provinciano y amigable que en certámenes más grandes–, que abarcaba desde funciones a las diez de la mañana hasta otras a la medianoche en el teatro El alma encantada y el Centro de Congresos y Convenciones con su microcine.
De la programación pude ver varios cortometrajes, incluyendo Un movimiento extraño, del argentino Francisco Lezama, que con gracia, habilidad narrativa y calidad formal sigue los pasos de una chica supersticiosa que debe dejar su trabajo como guardia de seguridad en un museo y luego se involucra con el empleado de una casa de cambio. Algo de la realidad socio económica reciente de la Argentina y del deseo encontrándose con alguna forma de soledad asoman a través de ambos personajes (jóvenes anhelantes y desorientados, de actitudes algo cándidas y al mismo tiempo materialistas), muy bien encarnados por Laila Maltz (vista en varios largometrajes a partir de Noelia, el corto dirigido por María Alché) y Paco Gorriz, más unos pocos más, además de certeros toques humorísticos y musicales. Aquí la entrevista que pude hacerle a Lezama en torno a este trabajo, premiado en FICIC y antes, en febrero, en el Festival de Berlín.
Muy diferentes son otros cortos que competían en el festival: enigmático y con un lúcido uso del sonido Bloom (de los españoles Samuel M. Delgado y Helena Girón), sobre una isla cierta o imaginaria; de tono cordial pero girando alrededor de una sola idea reiterada con la voz en off Yo fui asistente de Eduardo Coutinho (del brasileño Allan Ribeiro); razonablemente caótico, como un collage frío pero cautivante sobre estos tiempos revolucionados por el dinero y la tecnología, For here am i sitting in a tin can far above the world (de la francesa Gala Hernández López); de un interés que se diluye por monótonas voces en off en francés Tu trembleras pour moi (Pablo García Canga) y Pas Crever (de la cordobesa Sofía Bordenave); luminoso y despojado Rolle (del joven crítico argentino Tomás Guarnaccia), registro de una búsqueda en una ciudad suiza, con la casa de Jean-Luc Godard como objetivo aunque se podría prescindir de ese dato, y con la providencial aparición de un gato más sociable de lo que aparenta. Se exhibió también un mediometraje de Nicolás Prividera que había pasado por el BAFICI: Carta a una señorita en París, «una película sobre fantasmas atrapados en el limbo de la historia», como lo definió Luciano Monteagudo según cuenta el propio Prividera aquí. Los films y los textos de NP estimulan la reflexión y el debate; algunos los evitan mientras otros los deseamos. Sentido y disperso, Carta a una señorita… reúne registros en super 8 realizados por los padres del realizador durante su luna de miel en París en 1968 con otros recientes del propio Nicolás, atravesados por reverberaciones de Cortázar, la voz de la crítica francesa Claire Allouche e imágenes de agitadas protestas callejeras en la Francia actual.
El viernes se proyectaron dos largometrajes que convocaron mucho público y generaron comentarios: Las cosas indefinidas (María Aparicio), que el jurado de la Competencia Internacional premió con una Mención Especial, y El escuerzo (Augusto Sinay), que integró la sección Planos de provincia. Aparicio es la realizadora cordobesa de Sobre las nubes (2022) y en esta historia sobre una montajista (Eva Bianco, excelente una vez más) que cumple con su trabajo acompañada de un joven asistente (simpático personaje encarnado por Ramiro Sonzini, co-director del notable corto Mi última aventura, premiado en el BAFICI de hace dos años, y crítico en La vida útil) mientras sobrelleva el dolor por la muerte de un amigo, repite virtudes y deficiencias de su largometraje anterior: por un lado, una sensibilidad y una melancolía contenidas, expresando estados de ánimo a través de elaborados encuadres, planos que duran lo justo, suavidad en tonos y situaciones sin que esto genere apatía; por otro, cierta impostación (locaciones e iluminación forzadamente taciturnas, diálogos no siempre convincentes, plantas y flores como señales de ternura) y la recurrencia a las contrariedades que surgen del trabajo audiovisual, algo que suele usarse como pretexto narrativo para enriquecer un film. En cuanto a El escuerzo –que transcurre en el siglo XIX y era relacionado por algunos con el cine de Leonardo Favio de los años ’70–, no pude verlo pero valga la anécdota: con Sinay, joven director cordobés egresado de la ENERC, nos conocíamos solo por redes sociales después que yo compartiera una foto que le había sacado, de casualidad, en el Festival de Mar del Plata de 2013 junto a Bong Joon-ho.
Otras propuestas eran los Cortos de Escuela (con Sinay, la programadora Carla Briasco y la actriz Jazmín Carballo conformando el jurado), una retrospectiva de Julián D’Angiolillo (exhibiéndose todos sus cortos y largometrajes documentales, incluyendo el valioso Cuerpo de letra y el reciente La gruta continua) y una sección cuyo nombre generaba cierta intriga entre los asistenes (Invitación de la casa), dentro de la cual se incluyó El verano más largo del mundo, dirigida por Alejandra Lipoma y Romina Vlachoff.
A diferencia de mis dos experiencias previas en FICIC, no hubo mesas de debate ni presentaciones de libros. Pero no faltó Filmoteca en vivo, con proyecciones de películas en 35 mm. aportadas por Fernando Martín Peña, que no pudo estar presente. En mi caso, volver a ver El estado de las cosas (1982, Win Wenders, estrenada comercialmente en Argentina únicamente en el cine Lorca, de Buenos Aires, en marzo de 1988) fue, indudablemente, un acontecimiento cinéfilo, en un año en el que probablemente haya pocos a mi alcance: no había vuelto a ver la película desde que la alquilé en VHS muchos años atrás, por lo cual pude redescubrir sus méritos al tiempo que disfruté, junto al nutrido público, las sensaciones despertadas por esa proyección similar a las que se sucedían en las salas del mundo a lo largo del siglo pasado. No eran pocos los que se acercaban, antes y después, a hablar con el proyectorista coscoíno Luis Nogués, valorando su noble y ya postergado oficio. Después supe que fueron muchos también los que asistieron el sábado y el domingo para ver, en el mismo salón del Centro de Congresos y Convenciones, Alicia en las ciudades (1974) y Hammet (1982), igualmente dirigidas por Wenders, el realizador alemán que, después de une etapa irregular, volvió a interesar al público y la critica este año con Días perfectos (2023).
Todo estuvo a la altura de mis expectativas y el balance es positivo. Aunque entre las películas, las caminatas, los encuentros y los saludos se hacía presente, a cada momento, la preocupación por las dificultades para llevar adelante rodajes y festivales a partir de las medidas anunciadas y perpetradas por el actual gobierno nacional, con la anuencia de buena parte de nuestros legisladores. La fotografía que ilustra este texto (con la bandera argentina y un eslogan nada falso, teniendo en cuenta que en torno al mismo nos aglutinamos directores, organizadores, actores, críticos, estudiantes y asistentes en general) da cuenta de esa inquietud.
Fernando G. Varea