38º Mar del Plata: el entusiasmo cinéfilo resiste

  • Durante la ceremonia de cierre del 38º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, la actriz, guionista y directora Ana Katz (que fue centro de un homenaje) recordó cuando, al asistir por primera vez como colaboradora, había tenido que preparar credenciales para estudiantes que venían de distintas partes del país, de cuyo alojamiento y comida se hacía cargo el festival: ¿Eso va a volver, no? les preguntó intencionadamente a Fernando Juan Lima y Pablo Conde (respectivamente Presidente y Director Artístico del mismo). En otro momento, antes de la entrega de los premios, los propios Lima y Conde reclamaron, sin vueltas (aunque con ánimo jocoso, tal vez para no arruinar el clima de fiesta que se supone debe imperar en estas circunstancias), mayor presupuesto y más tiempo para la organización, entre otras cosas.
  • En verdad, pocas veces como este año el festival se balanceó –dificultosamente– entre dos realidades. Por un lado, un innegable recorte, que hizo añorar tiempos no tan lejanos, en los que los asistentes podíamos ver y escuchar en persona a reconocidas figuras del cine internacional (de Bong Joon-ho a Paul Schrader, de Vittorio Storaro a Jean-Pierre Léaud y Vanessa Redgrave), había publicaciones en papel (este año se presentaron varios libros, incluyendo dos dedicados a Vlasta Lah y Martín Rejtman, pero no existía un espacio donde encontrarlos), numerosos invitados (pocas películas estuvieron acompañadas por alguien de su equipo presente en la sala, como era habitual) y recursos para estimular la participación de periodistas y estudiantes (que en esta edición quedamos medio librados a nuestra suerte, como si no importara mucho nuestra presencia). A pesar de ello, al mismo tiempo, las salas estuvieron siempre colmadas de un público entusiasta, hubo largas colas para acceder a las funciones gratuitas en el Teatro Colón y conmovían los aplausos cada vez que podía leerse en la pantalla –a través del spot del festivalCine y democracia, Memoria, verdad y justicia o Nunca más.
  • De los spots exhibidos antes de las funciones podrían objetarse el afán épico, el hecho de que en uno de ellos se vea una escuela rural al mencionarse el Monumento Nacional a la Bandera (sin ir más lejos, podrían haberse obtenido imágenes del mismo de una escena de Argentina 1985), que para sensibilizar se recurra a las figuras de los queridos Maradona y Messi (no muy ligados al cine) y que se eludan imágenes de películas previas a los años ’60, o que las referencias a la censura se limiten a la última dictadura (también se cortaban películas con anterioridad e incluso hay casos de censura posteriores a 1984, más sutiles por cierto); de todas formas, estos videos fueron pertinentes para energizar al público y recordar los peligros que implicaría la llegada al gobierno de los candidatos de LLA en el ballotage del próximo domingo (noble propósito apoyado con las presencias, dudosamente necesarias, del ministro y candidato Sergio Massa en la apertura y del jefe de asesores del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Carlos Bianco, en la clausura).
  • Dentro de la Competencia Internacional se exhibieron la coreana Mimang y la alemana Arthur & Diana. La primera, escrita y dirigida por Kim Taeyang, es una sucesión de encuentros entre un joven y una amiga a lo largo de cuatro años. Conversan, compartiendo recuerdos y pensamientos, mientras caminan sin apuro por sitios de Seúl. Un film melancólico tanto como monótono, que puede traer a la memoria otros similares, y cuyo encanto mayor reside en la seducción que ejercen las calles mojadas por la lluvia, algun bar semiescondido al que vuelven por un rato, y los rincones que el espectador tiene oportunidad de ir descubriendo en ese recorrido, en medio del trajín de la ciudad. El film alemán, en tanto, es algo así como un luminoso psicodrama: escrito, dirigido y actuado por Sara Summa, encarnando a una mujer que debe viajar de Berlín a París junto a su hermano y su bebé (encarnados por su hermano real y su pequeño y gracioso hijo), mientras discuten y afrontan imprevistos diversos. Filmado mayormente en 16 mm, las coloridas locaciones y la ocasional simpatía de las anécdotas que atraviesan el viaje le dan cierto atractivo.
  • Integrando la Competencia Latinoamericana, la colombiana El otro hijo (Juan Sebastián Quebrada) comienza ocupándose de los roces familiares de los que es testigo un adolescente hasta que –en una secuencia muy bien planteada– una fiesta juvenil ligeramente desmadrada es interrumpida por una tragedia. Allí comienza un duelo familiar, un quiebre emocional con el que el pibe, su madre, su padrastro y su padre (con quien no convive) lidian como pueden, desgarrados e intrigados por las dudas que quedan flotando en torno a ese dramático incidente. Inspirada en un hecho que conmovió a la familia del joven realizador, la película desliza una mirada sobre cierto sector de la sociedad colombiana (se muestra como natural que los chicos asistan a un colegio privado y anhelen continuar sus estudios en Europa), pareciendo una concesión el vínculo que termina estableciendo el protagonista con la novia de su hermano. Si cobra fuerza es por la calidad de las actuaciones y la autenticidad con la que expone el dolor ante la pérdida de un ser querido.
  • Un caso singular es El empresario (Germán Scelso), que integró la Competencia Argentina, documental que ensambla saludablemente inquietudes del propio director (hijo de un militante del Ejército Revolucionario del Pueblo) con testimonios de una familia víctima de acciones de su padre y compañeros suyos en 1976. Algunos datos que presenta al comienzo son relevantes al punto de que el film no tendría sentido desconociéndolos: apenas el empresario en cuestión fue liberado, el padre del director fue apresado y desaparecido por las fuerzas de la represión ilegal de la Argentina de la dictadura. Lo que cuentan el hijo y los nietos de aquel hombre secuestrado por el ERP interesa porque deja al descubierto matices que bien vale conocer o recordar: el relativo buen trato que recibió de los jóvenes raptores, el robo de un reloj por parte de las fuerzas militares-policiales cuando lo trajeron de vuelta a su hogar, y otros tantos. En esos detalles está lo mejor del film, errático en su forma y en el uso del material de archivo. No queda del todo claro si Scelso quiso cerrar heridas, rastrear recuerdos o, al hablar con estas personas, conocer algo más de su padre desaparecido: tal vez el resultado haya sido satisfactorio en lo personal, pero parece faltarle maduración o una posición ideológica más clara. Cabe señalar que en la misma sección hubo también dos producciones santafesinas, ambas ganadoras de varios premios y, curiosamente, codirigidas por parejas: La mujer hormiga (Betania Cappato/Adrián Suárez) y Vera y el placer de los otros (Romina Tamburello/Federico Actis); las dos ya tendrán en Espacio Cine el espacio que merecen.
  • Parte de la Competencia Latinoamericana, El castillo, de Martín Benchimol, es un documental que va exponiendo de a poco la curiosa historia de una empleada doméstica que ha heredado de su dueña un viejo castillo en pleno campo. Allí vive con su hija, juega con un par de animalitos, limpia, cocina, mira TV y entabla ocasionales vínculos con vecinos y visitantes bastante frívolos o interesados en aprovechar el lugar para obtener algún rédito económico. Sin salir nunca de Lobos (una de las localidades donde se filmó Juan Moreira, y uno piensa que a Favio seguramente le hubiera gustado este film), expone situaciones nunca extraordinarias exceptuando, claro, el punto de partida. Deliberadamente, seduce al espectador sin señalarle qué momentos son registros espontáneos y cuáles escenas recreadas por sus mismas protagonistas: No nos ve nadie le dice en un momento una mujer a Justina, cuyo rostro expresa toda la resignación, la dignidad y las emociones contenidas de su condición social o, digamos, de su clase. La música de José Manuel Gatica y la oportunidad de los encuadres logran que la cotidianeidad se cubra de un extrañamiento nunca artificioso.
  • Suele suceder que el festival sea una buena oportunidad para apreciar (en pantalla grande y condiciones óptimas, antes de su estreno comercial si es que llegan a tenerlo) las nuevas películas de directores reconocidos. No pude ver las más recientes producciones de Aki Kaurismäki, Víctor Erice, Michel Gondry y otros, pero sí lo último de Alice Rohrwacher, Bertrand Bonello, Lisandro Alonso, Radu Jude y Ryûsuke Hamaguchi. La chimera [La quimera], de la italiana Rohrwacher (directora de Le meraviglie, Lázzaro felice y el encantador corto Las pupilas, que se vio en Mar del Plata el año pasado y luego fue nominado al Oscar) y La Bête [La bestia], del francés Bonello (L’apollonide, Nocturama) son relatos seductores, intensos, que se extienden dispersándose, aunque con estilos distintos. La primera ensaya una suerte de fábula a partir de un hombre algo hosco (Josh O’Connor) quien, al salir de la cárcel, va relacionándose con su madre (curiosa caracterización de Isabella Rossellini), unos viejos amigos (ladronzuelos extrovertidos, típicamente italianos) y una joven estudiante de canto (Carol Duarte), entre otros personajes. Reuniendo viñetas en torno al robo de antiguas esculturas, una posible historia de amor, anécdotas familiares y excentricidades varias, La chimera va volviéndose irregular, forzando sugerencias metafóricas, aunque no pueden discutírsele la calidez que irradia y la empatía que generan los fotogénicos O’Connor y Duarte. Parecidos son los problemas, aunque diferentes los méritos, de La Bête: con una protagonista que parece vivir en tres épocas diferentes (espléndida Lèa Seydoux), recordando o imaginando en una lo que le ocurre en otra, resulta casi hipnótica la manera en la que va internando al espectador en una trama futurista que se alterna con una historia de amor imposible en los albores del siglo XX. Estética y narrativamente todo luce sumamente calculado, quizás demasiado (se reitera aquí la tendencia del director a la minuciosidad en la elaboración de encuadres y movimientos de cámara, junto a la elegancia o cierto glamour en las locaciones, la apariencia de sus criaturas humanas e incluso la música). Genera alarma sobre las consecuencias de los avances tecnológicos, colisionando confort y soledad, pero sin poder impedir que algunas reflexiones y chistes resulten simplones, dentro de un film más superficial que profundo.
  • En el marco del festival, el argentino Lisandro Alonso estrenó Eureka. Traten de no interpretar la película sino dejarse llevar, sugirió, presente en la sala, el propio Alonso. El consejo era razonable, ya que el film puede incomodar por lo enigmático, yendo de un comienzo en blanco y negro (suerte de western enrarecido, con Viggo Mortensen) a un episodio donde una mujer policía y su sobrina adolescente, en una reservación indígena estadounidense, llevan adelante con sencillez su vida cotidiana (como una actriz-cineasta, aparece en ambos segmentos Chiara Mastroianni). La chica extraña a su abuelo y, en determinado momento, recurre a un rito para contactarse con él, ingresar a otra dimensión, transmutar o –siguiendo la recomendación de Alonso– lo que cada uno piense o imagine. Una tercera parte se rinde a la belleza transparente y salvaje de la selva brasileña, sin desestimar problemas de explotación sufridos por los indígenas en los años ’70 en el país vecino. Maltratada por buena parte de la crítica tras exhibirse en Cannes, Eureka es, no obstante, más que valiosa como experiencia sensorial y probable reverso de la mitología del western, con un aire fantástico invadiendo la(s) historia(s).
  • Do not expect too much from the end of the world [No esperes demasiado del fin del mundo], del rumano Radu Jude (Sexo desafortunado o porno loco), es un excitado torrente de ideas (sobre la realidad rumana, la precariedad laboral en el mundo actual, la agresividad de los videos que se comparten y viralizan en redes sociales, el enloquecido ritmo de vida en las grandes ciudades) arrojadas mientras una ayudante de producción conduce su coche por Bucarest y alrededores buscando testimonios para un spot de seguridad laboral. Con la participación de Nina Hoss, el film es lúdico y acometedor, puede desviarse de su vértigo para mostrar silenciosamente tumbas armadas al costado de una ruta de las personas que murieron en accidentes de tránsito, o detenerse en un plano fijo final (extenso, extenuante, apasionante) dentro del cual no dejan de ocurrir cosas relacionadas con las dificultades y la manipulación en la elaboración de uno de esos videos sobre víctimas de accidentes laborales, e incluso insertar oportunamente fragmentos de una película rumana de 1981 sobre una mujer taxista. La protagonista (Ilinca Manolache, con un brilloso vestido cuyo colorido deliberadamente se escamotea, ya que buena parte del film es en blanco y negro) es hiperquinética, comprensiva con sus semejantes, rebelde a su manera, guarra en modos y reacciones: en su personaje se concentra la vivacidad de la película, que puede recordar a cierto cine satírico (Robert Altman, Lindsay Anderson) aunque con un sello propio, anárquico y juvenil.
  • Muy distinta es Evil does not exist [El mal no existe], del japonés Ryûsuke Hamaguchi (Drive my car, La rueda de la fortuna y la fantasía), sobre un hombre, su pequeña hija y un grupo de vecinos que ven cómo su apacible (y, al mismo tiempo, esforzada) vida en un pueblo rodeado de bosques puede ser alterada cuando una empresa pretende instalar en el lugar un glamoroso camping (glamping le llaman). Si esta consigna suena a algo ya visto, o a un drama de denuncia tan políticamente correcto como previsible, hay que decir que Hamaguchi hace otra cosa: nada puede salir bien de ese proyecto, parece ser la reflexión final, a la cual se llega lentamente, mientras aparentemente crece alguna forma de entendimiento entre las partes. Podría acercarse a un drama de calidad impostada si no fuera que el realizador impone su delicadeza habitual, sus planos demorados, su música magnética (que abruptamente se interrumpe, como los hachazos que el protagonista asesta sobre los troncos) y su exploración visual del entorno natural (de una serena belleza que ocasionalmente se torna misteriosa, fantasmal). Tanto en la caracterización de los personajes principales (de reacciones algo imprevisibles para lo que se espera de ellos) como en las alusiones al peligro y la construcción de un tramo final inquietante –sin apelar a golpes bajos ni a resoluciones tranquilizadoras–, Hamaguchi confirma su enorme capacidad.
  • Entre los espacios destinados al festival, se agregó este año uno esplendoroso de nombre raro (Chauvin) para algunas actividades, mientras dejaron de ser parte las salas del Ambassador y el shopping Los Gallegos. Tampoco hubo proyecciones de cine silente con música en vivo o de material que sorprenda por su carácter extraordinario, como venía ocurriendo en ediciones anteriores (en muchos casos gracias a aportes de Fernando Martín Peña). De todas formas, fue meritorio el rescate de Hombre de la esquina rosada (1962, del gran René Mugica, sobre relato de Jorge Luis Borges), en copia restaurada, así como de algunas películas –no las mejores– de Adolfo Aristarain, dos de Esteban Sapir (quien, recordemos, es autor de uno de los mejores spots realizados para el festival, nueve años atrás), y la palpitante Great Green Valley (1967), del cineasta georgiano Merab Kokochashvili, además de recordados títulos de Jean Rouch, Marguerite Duras y otros nombres igualmente estimables. Esto último, desde ya, fueron parte de las iniciativas dignas de ser celebradas.

Fernando G. Varea
Imágenes: interior y alrededores del Teatro Auditorium durante el festival; fotogramas de Evil does not exist, La Bête y Eureka.

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