El cine argentino tiene quien lo discuta

Tanto en sus documentales (M, Tierra de los padres, Adiós a la memoria) como en sus escritos, Nicolás Prividera cuestiona, discute, desliza interrogantes al tiempo que plantea sus opiniones, fundamentándolas con lucidez. El hecho de que su madre haya sido secuestrada y desaparecida en marzo de 1976 –cuando él tenía apenas cinco años– seguramente influye en su necesidad de reflexionar insistentemente sobre la memoria y los conflictos que atraviesan la historia de nuestro país. En los últimos años, entre sus preocupaciones se encuentra el rumbo que ha ido tomando el cine argentino, expresándose en textos difundidos en distintos medios y en dos libros: El país del cine – Para una historia política del nuevo cine argentino (2014) y Otro país – Muerte y transfiguración del nuevo cine argentino (2021), ambos publicados por Editorial Los Ríos. Sobre este último (que dedicó a David Viñas y Horacio González, “maestros en la lectura dramática de la historia argentina”) hablamos con él.
– ¿Cómo surgió tu interés por escribir sobre cine?
– En realidad, yo empecé a escribir antes que a filmar. Hacía crítica de cine en Cineísmo, uno de los primeros sitios que existieron cuando recién aparecía internet. Inevitablemente fui decantando por el cine argentino porque es mi tema. Debería ser el tema de todos los cineastas argentinos, aunque uno no espera que todos se pongan a escribir sobre esto. Para mí fue natural, creo que la relación entre la crítica y la realización es un ida y vuelta. Incluso fue natural seguir escribiendo después de haber filmado. La mayoría no sigue ese camino, y no solo acá: pienso en tipos como Godard o Truffaut, que empezaron en la crítica y después, de alguna manera, fueron abandonando la escritura. Pero pensar el cine es consustancial al propio trabajo del cine. Además, los que no somos prolíficos ni estamos metidos en una lógica industrial, cada tanto con suerte podemos hacer una película, mientras que escribir podemos hacerlo siempre. Mis libros, sobre todo el primero, fueron productos más aluvionales. Otro país… ya lo fui pensando como un segundo tomo, tejiendo de modo más consciente la relación entre presente y pasado. Esto significó también redescubrir un montón de películas que no había visto, porque nadie nace sabiendo ni habiendo visto todo. Yo pertenezco a esa generación que no solo no veía cine argentino clásico sino que en general lo despreciaba, así como nuestros abuelos de los años ’60 despreciaban ese cine previo. Lo descubrimos después.
– ¿Y por qué darle tanta importancia a este “nuevo cine argentino” de los años ‘90?
– Yo soy parte de la generación del ’90 y por lo tanto parte de ese cine, aunque lo critique de alguna manera. En todo caso, soy un cineasta crítico dentro de su propia generación. También porque soy un hijo de los ’70, literalmente. Creo que hay una generación innominada en el cine argentino que es la de los ’80. La del ’60 a veces llega hasta los ’70 –porque se habla de generación del ’70 en política pero no en cine– y después se salta al “nuevo cine argentino” de los ’90. Pero en el medio hay un montón de cineastas que conforman esa generación: Alejandro Agresti, Martín Rejtman, Ana Poliak, Juan José Campanella. Son muy diferentes, aunque si uno busca la unidad creo que se encuentra en que fueron adolescentes o muy jóvenes durante la dictadura y eso está, de un modo u otro, presente en sus películas.
– En tu libro sostenés que Aries tuvo sus mejores y peores exponentes en los años ‘80. Yo pensaba si los mejores no serían algunas películas de Fernando Ayala de los ’60 o La Patagonia rebelde (1974, Olivera).
– Probablemente yo haya estado pensando en Adolfo Aristarain. Después de hacer las películas de Porcel y Olmedo y cosas sinuosas, la gran apuesta de Aries fue Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982). También Plata dulce (1982, Ayala), donde se ven los efectos del neoliberalismo en la subjetividad. Probablemente esa sea una de las primeras películas, junto con La parte del león (1978, Aristarain), donde aparece la idea de salvarse, de vender a cualquiera para hacerse de un botín, algo que examina muy bien Marcela Visconti en su libro Cine y dinero. Esto más allá de si Plata dulce era buena o mala. No hace falta que sea una gran película, lo importante es que estaba abierta a lo que sucedía, dejando un registro de eso. Algo que al cine argentino más reciente le cuesta mucho hacer, si es que lo hace, de un modo por lo menos consciente.
– Entre los cineastas que destacás en tu libro están Fabián Bielinsky (decís incluso que Santiago Mitre no llega a ser su heredero) y Lucrecia Martel. Cuestionás bastante, en cambio, a Martín Rejtman.
– El problema con Bielinsky es que su muerte cerró su obra, si bien era una obra abierta. Uno se pregunta qué estaría filmando hoy, porque sus películas eran medio dialécticas. Nueve reinas (2000), con todo ese mecanismo de guion y de cine clásico, es más argentina que el dulce de leche. Esto se nota con la traslación que hicieron los norteamericanos, que no funciona en ningún sentido. Hay algo allí que tiene que ver con el retrato de un momento, incluso profético si se piensa en la escena final del banco, pre 2001. El aura (2005) es más abstracta, es una película sobre el ver, sobre las miradas, más Blow up (1966, Antonioni). Tiene que ver con la percepción. Además Bielinsky, junto con Campanella, fueron los directores que de alguna manera refundaron un cine industrial sólido. En cuanto a Rejtman, el problema es el equívoco respecto de su cine. Incluso un crítico sagaz como Emilio Bernini, de modo inexplicable para mí, habla de “la poética de la abstención”. Y uno ve que el sistema Rejtman empieza a chirriar, si somos sinceros y no solo fans. Porque Dos disparos (2014) no es lo mismo que Rapado (1994). Esos adolescentes lánguidos de 1994, trasplantados a 2014 ya no funcionan. En todo caso funciona más la parte de los padres, que son de la generación de Rejtman. Ahí hay una mirada más sarcástica, que es lo más interesante. En ese sentido, su gran película para mí es Los guantes mágicos (2003), donde más aparece filtrada la realidad política, con personajes cercanos a la propia generación de Rejtman y a su propio presente. Es una película muy crítica hacia la clase media argentina, su deriva cultural, social, política y económica, si recordamos el personaje que se quiere salvar precisamente con los guantes en cuestión, importados de no sé dónde. Uno podría ponerla en esa serie imaginaria junto con Plata dulce o incluso antes, La calle grita (1948, Demare), entre los pocos ejemplos que hay en el cine argentino de ficción. Y en cuanto a Martel, yo la veo como una hija de Nilsson y Favio.
– Con su mirada de mujer, que no era tan manifiesta en la obra de ambos, salvo que uno lo piense por el lado de Beatriz Guido. Es una de los aportes del cine de Martel ¿no?
– Y claro, desde ya.
– En tu libro analizás también el rol de la crítica, objetando, por ejemplo, que la revista El Amante hiciera del “antiintelectualismo su bandera”, o que ciertos críticos en la actualidad elogien una película porque “es política y de la buena” o porque no está “politizada”.
– Alguien debería hacer una tesis sobre el derrotero de El Amante, en relación a la realidad política y qué pasó con lo que era su línea editorial, dónde empezaron y dónde terminaron sus plumas más recordadas. Ahora algunos de ellos escriben en Seúl, el órgano del macrismo, la derecha o como le queramos llamar. Antes había un blog llamado Los trabajos prácticos donde estaba Hernán Iglesias Illa (director de Seúl, funcionario macrista y escriba en las sombras de Macri) y algún que otro Amante como Gustavo Noriega. Revisando esos textos uno podría ver esa deriva, qué fue de cierto progresismo. Desde ya, en los años ’90 era fácil ser antimenemista: ahí se juntaban los antiperonistas, la izquierda… Estábamos todos en una misma vereda. Después del 2001, y sobre todo a partir del kirchnerismo –que fue un nuevo avatar del peronismo pero un avatar de centro izquierda, así como el menemismo había sido de centro derecha, muy cercano en términos de lógica económica y cultural a lo que fue y es el macrismo y sus adyacencias–, se generó la famosa grieta, que no es nueva en la historia argentina pero que, de alguna manera, ordenó el campo cultural e intelectual. Insisto en que habría que buscar esas viejas revistas de El Amante y empezar a ver ahí esos signos. Aun cuando había notas políticas como una que escribió en plena crisis del 2001 Quintín, que hoy uno firmaría. El que no la firmaría es él… La tendencia al impresionismo o la crítica subjetiva, el cahierismo en el peor de los sentidos (el de la opinión fuerte a veces con argumentaciones no muy sólidas pero dichas a los gritos, digámoslo así), eran características de la revista junto con la vocación de discusión, paradójicamente. Tenía una línea editorial en la que se atacaban y defendían ciertas cosas, con el cine argentino como una de las cuestiones centrales. Hoy no veo en la crítica de cine, ni en las revistas de papel ni en las digitales, una línea editorial tan precisa ni una reflexión constante en relación a la problemática del cine argentino.
– En uno de los comentarios de tu libro señalás que el INCAA “mal o bien, prohijó la nueva época de oro que tuvo el cine argentino durante los últimos veinte años” ¿A qué te referís?
– Claramente, en términos de producción hubo una cantidad de películas producidas o filmadas –ni hablar de documentales, que literalmente explotaron– por lo que puede decirse que nunca se filmó tanto como en los últimos veinte años del cine argentino. Si en el futuro se sigue filmando tanto será considerado algo normal, si no es así quedará como época de oro como lo fue aquella en la que también había una producción sostenida básicamente, más allá de la calidad de las películas.
– Al escribir sobre La flor (2018, Llinás) decís que allí “todo es posible salvo la realidad”.
– Sé que la palabra “realidad” puede tener muchos sentidos, yo la pienso en referencia a David Viñas y Literatura argentina y realidad política, un libro sobre cómo la literatura expresó la realidad argentina. La flor es una película de una ambición y una desmesura total. Uno imagina todas las películas posibles que podrían estar en La flor. Podría durar más horas o ser infinita, y aun así probablemente estaría faltando lo que llamamos la realidad. Por supuesto que la época siempre se va a leer en una película, aunque sea por las pintadas que aparecen en las calles, o incluso por las no referencias, pero uno puede ver La flor en cualquier momento, o dentro de cincuenta años, y será siempre una suerte de burbuja. Hay referencias temporales pero son foráneas, las locales son las que más hacen ruido. Como el episodio de los cantantes: parecerían ser los primeros ’80, pero evita la referencia concreta como si eso pudiera perturbarla.
– El año pasado, tres revistas concretaron una encuesta de cine argentino, muy celebrada y discutida, después de la cual Fernando Martín Peña llevó adelante exhibiciones de las películas más votadas, que fueron muy concurridas.
– Todo es bienvenido. Pero no sé si proyectar Los paranoicos (2008, Medina) en el Malba aporta mucho para repensar la historia del cine argentino. En relación a la formulación de la encuesta yo escribí una larga nota donde creo que quedó bastante claro lo que pienso. Con otra encuesta reciente, organizada por Sight & Sound, pasó algo parecido. Está bien ampliar la cantidad de votantes, pero tenés que darles reglas muy precisas para que no se convierta en algo sin eje. En la de cine argentino se votaron tantas películas de la década del ‘50 como del 2020 para acá. Tal vez una regla podría haber sido no votar películas de los últimos cinco años o no autovotarse. No estoy en contra de abrir la encuesta más allá de la gente que supuestamente tiene algún saber sobre el cine argentino, al contrario, pero entonces hagamos una encuesta pública por internet y que vote cualquiera. Seguramente saldría primera Esperando la carroza (1985, Doria) o cosas así, y está muy bien, serían las películas más populares. Pero una lista que intenta pensar un canon de las películas más recordadas, o que por algún motivo consideramos mejores (no porque lo sean, eso objetivamente no existe), permitiría conocer la mirada que un grupo tiene sobre el propio campo, digamos. Eso sería interesante. La encuesta que hicieron me parece que está viciada porque aparecen películas medio inexplicables por esa cosa de los fans, que pueden tener Los paranoicos o Silvia Prieto (1999, Rejtman). Otra cosa que denota es la falta de conocimiento del cine argentino de décadas previas por parte de muchos votantes.
– Vos has dicho que los resultados de esa encuesta deberían aprovecharse para debatir.
– Para eso son las encuestas, supongo. Pero hasta ahora no ha sucedido. Y algo peor: hay muchas de las películas más antiguas, o previas a las contemporáneas, sobre las que no tendremos opiniones de sus realizadores y nadie les fue a preguntar nada en vida. Y no nos tenemos que ir tan lejos ¿eh? Se sigue muriendo gente a la que nadie ha ido a entrevistar. A pesar de que tenemos más estudiantes de cine en Argentina que en otros países de América Latina y probablemente de Europa, todo ese interés por el cine argentino no se traduce en estas cosas. En una de esas revistas digitales entrevistan por ejemplo a docentes, todos en general bastante jóvenes, mientras uno diría que tal vez sea más urgente ocuparse de los pocos sobrevivientes que quedan del cine argentino de los años ’60 y ‘70. Cuando se mueren, uno se lamenta que nadie les hizo una entrevista en profundidad: pasó con Solanas, con Favio mismo. Está el libro de Adriana Schettini, que es de los años ’90 y que tampoco agotó todo lo posible de ser preguntado… Nadie se tomó tampoco el trabajo de hacer un equivalente argentino de la serie francesa Cineastas de nuestro tiempo.

Por Fernando G. Varea

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