Deseos en competencia

DESAFIANTES
(2024, Challengers; dir. Luca Guadagnino)

Algunas características de Llámame por tu nombre (2017) –el film de Guadagnino más premiado y comentado, aunque hizo otros antes y después– reaparecen en esta historia de una ascendente tenista y dos amigos envueltos en dudas, deseos, ambiciones, ansias competitivas, oscilante honestidad y sentimientos varios, generando chispazos de tensión sexual y adrenalina deportiva. Como en aquel film, aquí también el innegable encanto de personajes y amoríos juveniles, canciones, ocasionales bailes, diálogos capciosos y cierto desprejuicio o frescura para abordar ambigüedades sexuales se articulan con imágenes, poses y astucias del guion que se perciben algo forzadas en procura de un film placentero tanto como complaciente, seductor y liviano.
En Desafiantes, los vértices del triángulo amoroso son dos jóvenes comunicativos que generan empatía (Mike Faist, visto en la Amor sin barreras de Steven Spielberg, y Josh O’Connor, el protagonista de sonrisa entradora de La quimera, de Alice Rohrwacher, exhibida el año pasado en el Festival de Mar del Plata) y la chica que se enreda con ellos, enérgica y decidida (Zendaya, de las dos Duna de Denis Villeneuve, no muy carismática pero idónea como actriz). El film logra que estemos atentos a sus pasos, yendo y viniendo en el tiempo, sabiendo que la manera en que se relacionan puede cambiar de un momento a otro.
La sensualidad no es tanta (aunque Guadagnino claramente la estimula en secuencias como la de Zendaya bailando con actitud sexy, o mostrando a Faist y O’Connor en un sauna o comiendo churros) y el resultado es desparejo. El uso de la música, por ejemplo, y la atención puesta en los detalles, permiten que director y actores se luzcan en el segmento de una conversación de noche frente al mar o en la escena de crisis de una pareja (recurriendo en esta ocasión a una única canción en español, que no espoilearemos aquí). La escena de ella tomando conciencia de que tal vez no pueda volver a jugar, o la de uno de los jóvenes acurrucado junto a su pequeña hija, buscan legítimamente la emoción de los espectadores. Mientras tanto, siguiéndole el ritmo al vivaz trío, la película descuida los personajes de esa niña y de su abuela, que parecen adornos, e invade innecesariamente con música varios tramos.
En los últimos minutos, Guadagnino juega con el suspenso administrando breves gestos, movimientos ralentizados, planos detalle, miradas y sonrisas que parecen señales de lo que está sucediendo o por suceder, fluctuando –otra vez– entre una edición y una musicalización incitantes y cierto empalagamiento cool, propio del lenguaje publicitario.

Fernando G. Varea

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