Películas argentinas comentadas con pasión

LAS BATALLAS INFINITAS – CINE ARGENTINO (1929/1989)
(Varios autores, 2023)

Hubo un tiempo en que los libros de cine argentino eran pocos, muy buscados y leídos. En los últimos años fueron publicándose varios pero suelen ser ignorados por los medios de comunicación y las revistas digitales especializadas: mucho han cambiado los hábitos y el cine mismo (no tanto los libros como medios de divulgación cultural) y, a veces, el entusiasmo por nuestro cine parece agotarse en eventos (festivales, estrenos propios o de amigos) y debates entre colegas, quedando las reseñas atentas de muchas obras tal vez para alguna clase o monografía.
Hacerse la crítica –sitio que fue cambiando de dirección editorial desde sus comienzos– sumó el año pasado uno nuevo, con un hermoso diseño de tapa y apasionamiento detrás de una buena cantidad de textos relativamente breves. En la introducción se aclara que primó lo lúdico antes que lo académico, así como en el prólogo el gran Fernando Martín Peña recuerda cómo los prejuicios pueden llevarnos a desdeñar películas valiosas de directores de oscilante prestigio. Esto se manifiesta en Las batallas infinitas por los films elegidos para escribir, combinándose auténticos clásicos con otros excluidos de los ensayos habituales. Podría usarse la ilustración de la tapa para afirmar que los autores recorren algunas calles conocidas pero también se desvían por cortadas y pasajes menos transitados. Algo indudablemente meritorio, aunque hubiera sido mejor –más allá del ordenamiento en tres capítulos– un hilo conductor entre los textos. La mirada positiva es una muestra más de que prevaleció el placer de escribir sobre películas preferidas (por una u otra razón), permitiéndose, de todos modos, ocasionales consideraciones desaprobatorias al referirse a aspectos puntuales de las mismas o al tratamiento que recibieron de la crítica especializada.
Los autores son veinticinco, algunos conocidos por quienes frecuentamos este tipo de publicaciones y otros no (lamentablemente no se han agregado referencias profesionales de todos ellos).
El primer artículo es el único sobre el cine silente y fue escrito por Lucio Mafud, investigador reconocido después de haber abordado este período en un par de libros. Aporta aclaraciones valiosas respecto a Las aventuras de Pancho Talero (1928/29, Lanteri) y suma a su texto una breve bibliografía. Eduardo Rojas (uno de los ex El Amante que, desde hace un tiempo, escriben para Hacerse la Crítica) se centra en dos cautivantes obras del período de los estudios: La vuelta al nido (1938, Torres Ríos) y El muerto falta a la cita (1944, Chenal), aventurando en ambos casos ciertos conceptos (sobre el declive del costumbrismo en nuestro cine y sobre la relación del personaje de Sebastián Chiola en el film de Chenal con el incipiente peronismo) que estimulan saludablemente la discusión. Constanza Grela se ocupa de Cándida (1939, Bayón Herrera), a la que denomina “heroína cómica”, y de la lucidez de su creadora Niní Marshall para los juegos lexicales y la gesticulación singular, mientras que Paula Vázquez Prieto (periodista en La Nación, el suplemento Radar de Página/12 y otros medios) vincula la notable Isabelita (1940, Romero) con Frank Capra y la Guerra Mundial, ensalzando ese “mundo propio, con ritmo de tango y aroma a muzzarella” que el film sabe crear, ayudado por la gracia de Paulina Singerman.
Carlos Adrián Muoyo, periodista y director de la Biblioteca en el INCAA/ENERC, vuelca su pasión por la cultura del tango escribiendo sobre Yo no elegí mi vida (1949, Momplet) y El último payador (1950, Manzi/Pappier), buena oportunidad para detenerse en la personalidad de Homero Manzi. El tercer film del que se ocupa es más cercano en el tiempo pero, además de contar con música del Tata Cedrón, respira tango por su apesadumbrado clima urbano: Tute cabrero (1968, Jusid). Las sentidas palabras de Muoyo sobre el rescate que hace esta película de la Costanera Sur me recuerdan lo que, en su momento, escribió Jorge Miguel Couselo sobre cómo ese mismo espacio aparece en Crecer de golpe (1976, según puede leerse en el libro dedicado a Sergio Renán de la colección Directores del cine argentino, 1993). A su texto sobre la película de Jusid le agrega varias citas y un hermoso cierre.
José Luis Visconti (autor de El peligro está en los vivos – Representaciones y omisiones en el cine argentino 1976/1983) relaciona atinadamente elementos de Pajarito Gómez (1965, Kuhn) con el cine de Enrique Carreras y los satíricos antecedentes de El negoción (1959, Feldman) y La herencia (1963, Alventosa). Escribe además sobre El fantástico mundo de la María Montiel (1977, Jury), aquella película pensada para la niña Andrea del Boca que finalmente protagonizó Juanita Lara, cuyas acciones parecen detenidas en un tiempo indefinido (lo que beneficia su tono de fábula al mismo tiempo que puede verse como una forma de autocensura en tiempos de dictadura).
El docente y periodista Luis Franc aborda Apenas un delincuente (1949, Fregonese) y dos films del grupo Cine Liberación: El camino hacia la muerte del viejo Reales (1968/71, Vallejo), que –reconoce– podría haber sido concebido hoy, y Los hijos de Fierro (1972/75, Solanas). Gerardo Martínez reseña tres películas de gran riqueza, muy diferentes entre sí: Kilómetro 111 (1938, Soffici), La Quintrala (1954, del Carril) y Circe (1964, Antín), reparando en entrelíneas que reivindican el rol de las mujeres (con un desliz al reemplazar la palabra mejilla por cachete). Carla Leonardi salva de cierto desdén crítico de la época a La que no perdonó (1935, José A. Ferreyra), título que bien podría servir para acercarse al personaje principal de la otra película de la que se ocupa, Señora de nadie (1981/82, Bemberg). Romina Quevedo analiza la capacidad de Madreselva (1938, Amadori) para hacernos disfrutar de lo que se ofrece claramente como representación o entretenimiento melodramático, la de Malambo (1942, de Zavalía) para unir creencias cristianas y mitologías autóctonas a un carácter fabulesco y –arriesga– subversivo para la época, y de la olvidada El grito de Celina (1975, David) para aludir indirectamente a los años en los que se gestó (a este último texto puede objetársele un párrafo final algo confuso y agregar el dato cierto del estreno comercial del film en 1983). Ignacio Verguilla describe con calidad dos películas de los años ’40: Safo, historia de una pasión (1943, Christensen, encontrando en el estilo de su director rastros de Jacques Tourner), y La danza de la fortuna (1944, Bayón Herrera, con su dominio del timing por encima de burlas por defectos físicos habituales en esos años políticamente incorrectos).
Pablo Ventura se dedica a Vidalita (1949, Saslavasky), comedia con vocación de musical de la que destaca su movimiento constante y alusiones avanzadas para la época, y Rosaura a las diez (1958, Soffici), mereciéndole razonablemente atención las presencias de Susana Campos y María Concepción César. Juan Pablo Susel encuentra virtudes en Dios se lo pague (1948, Amadori), comenzando con un recuerdo ligado a su infancia. Hernán Gómez se entusiasma con El hincha (1951, Romero) “una suerte de unipersonal de Discépolo”, coherente con la visión política del inolvidable músico y dramaturgo. Diego Baridó desemenuza las características de la obra de Schlieper a través de Arroz con leche (1950) y desliza apuntes interesantes en torno a La casa del ángel (1956, Torre Nilsson), como que “Ana (Elsa Daniel) sobre todo mira y mira sobre todo”, advirtiendo incluso puntos de contacto con el presente.
Ignacio Izaguirre explora el retrato social que propone La barra de la esquina (1950, Saraceni) y defiende Esperando la carroza (1985, Doria) comparándola con una fiesta con excesos, cuestionando a los que la critican por lo que llama «sobreanálisis moral» (a Baridó podría señalársele que dicha «fiesta» incluye situaciones de crueldad y desesperación, que solo podrían resultar divertidas si no se es parte de las mismas, y que la frase “una buena fiesta se tiene que poder bancar un muerto” suena extraña, si no desafortunada). Marcela Ojea siente que Deshonra (1952, Tinayre) equivale a un laberinto –incluso en términos estéticos– y se pregunta qué sería deshonroso para las mujeres de ese tiempo; Amorina (1961, del Carril), a su vez, le permite comentar rasgos del melodrama. Gabriela López Zubiría analiza cómo en la adaptación de La bestia debe morir (1952, Viñoly Barreto) lo policial va virando a lo moral y cómo Procesado 1040 (1958, Cavallotti) podía asumir con valentía un tema ríspido que puede tener vinculaciones con la actualidad. Pedro Berardi abre su texto con una cita de Martin Scorsese sobre el Cine B para desarrollar sus impresiones sobre la incitante No abras nunca esa puerta (1952, Christensen), al tiempo que encuentra en Dar la cara (1962, Martínez Suárez) una lúcida visión del Buenos Aires de comienzos de los ’60.
El escrito de Soledad Bianchi sobre Shunko (1960, Murúa) es muy justo, valorando su visión del mundo de la enseñanza y reparando en un flashback revelador y diálogos emotivos; en otro, compara provechosamente The players vs. Ángeles caídos (1969, Fischerman) con films de esos años. Gastón Molayoli escribe sobre El centroforward murió al amanecer (1961, Mugica), notando cómo el costumbrismo deviene farsa (y exagerando al sostener que en ese momento “el pueblo” estaba proscripto), y la sólida Tiempo de revancha (1981, Aristarain), preguntándose si Federico Luppi no habrá sido nuestro Fonda (Henry, suponemos) y celebrando la fuerza de la alegoría en ese “momento bisagra”. Juan Pablo Susel se ocupa únicamente de la encantadora Soñar soñar (1976, Favio), observando, entre otras cosas, la ambigua sexualidad de la figura de Carlos Monzón en la película y el sugestivo uso de la frase Antes muerto que vencido iniciada la dictadura.
El periodista Gabriel Orqueda reflexiona sobre Los inundados (1962, Birri, subrayando la secuencia de un baile por lo que implica como catarsis), Invasión (1969, Santiago, pudiendo discutirse su opinión respecto a que los postulados estéticos del film no tienen antecedentes ni discípulos), y Habeas Corpus (1987, Acha, ciertamente “resplandeciente y única”). La comparación que hace Gustavo F. Gros de Prisioneros de una noche (1962, Kohon) con De caravana (2010, Ruiz) parece –más allá de lo temático– algo antojadiza, como también debatible el hecho de alabar que los personajes del film de Kohon “no se quejen”; apunta, por otra parte, datos interesantes sobre ciertos sitios en los que se filmó una secuencia de Los traidores (1971/72, Gleyzer) y deja pensando cuando habla del “placer” que supone haber traicionado.
Victoria Lencina da importancia a tres producciones poco respetadas: Operación Rosa Rosa (1974, Fleider), Insaciable (1976, Bo) y Susana quiere, el negro también (1987, de Grazia). Un error (tal vez de tipeo) es referirse al Ente de Calificación como de “Clasificación”, una opinión para la polémica es si debe agradecerse que el film de Bo no sea un melodrama y sí una parodia (¿por qué sería mejor una cosa que la otra?) y, respecto al film de Julio de Grazia con Alberto Olmedo, vale la aclaración que su subtítulo El que quiere celeste era, en realidad, el título original (que ansiedades comerciales impulsaron a cambiar) y que, entre las posibles referencias, además de Mujer bonita (1990, Marshall), podría haber mencionado Pigmalión. Acierta, en tanto, al destacar la fotografía (de Horacio Maira) y al dejar un acertado comentario como final de su texto (que es, además, el del libro).
En poco menos de doscientas páginas, mucho para leer, debatir y pensar el cine argentino, tan fecundo y con tanta historia, actualmente tan desprotegido.

Fernando G. Varea

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