Abordar la realidad jugando con ella

NO HAY OSOS
(2022, Khers nist/No bears; dir. Jafar Panahi)

Los cinéfilos que hayan vivido los años ’90 seguramente recordarán El espejo (1997), película iraní en la que la ficción en torno a una nena que se pierde al salir de la escuela se transforma, de pronto, en un documento del propio proceso de filmación. El director era Jafar Panahi, quien continuó demostrando admirablemente esa capacidad para manipular la realidad jugando con ella, sumando un dramático plus: desde 2010 tiene prohibido trabajar en su país, después de haber asistido al funeral de una estudiante asesinada durante las protestas electorales y luego intentar hacer una película relacionada con el tema. El desafío es mayor entonces, ya que se trata de filmar –y dar a conocer sus películas en el exterior– a pesar de la interdicción en Irán.
Su más reciente gesto de resistencia es este film en el que él mismo (como en Esto no es un film) aparece planteando sus dificultades, no contándolas directamente al espectador –ni siquiera apelando a una voz en off o a un texto sobreimpreso– sino creando, o buscando, una historia que permita combinarse con la suya. En este caso, dos historias, sobre parejas en crisis derivadas de la cultura y el contexto político que las envuelve: por un lado, una joven y un hombre algo mayor que ella que tratan de escapar a Turquía con pasaportes falsos, y a quienes Panahi filma dando indicaciones a la distancia, en medio de las dificultades que se le presentan por un precario servicio de internet en el pueblo donde se encuentra; por otro, un aldeano próximo a su boda con una chica enamorada de otro, cercados por las presiones de la comunidad y la sospecha de que unas fotografías, sacadas circunstancialmente por Panahi, puedan echar más leña al fuego.
A Panahi se lo ve siempre calmo, cordial con la gente (entrañables sus conversaciones con una mujer que le prepara la comida y lo considera casi un hijo) y cuidadoso acerca de cómo pueden interpretarse sus actitudes, pero mientras va resolviendo esos contratiempos desliza dilemas humanitarios, sociales e incluso cinematográficos. ¿Qué está recreado? ¿Qué ha sido tomado de la realidad tal como es? ¿Qué habrá sido repetido para lograr verismo? El espectador no lo sabe ya que esas dudas forman parte del engranaje, lúdico y dramático a la vez. Las reflexiones sobre el cine (cómo se hace, qué mostrar, cómo franquear los conflictos) afloran espontáneamente. Está el caso de dos hechos indudablemente trágicos expuestos de modo admirable, con la distancia o el respeto que merecen, y sin música extradiegética para subrayar emociones (asoma por ahí el recuerdo de la secuencia en la que un accidente es atisbado desde un automóvil en movimiento en La mujer sin cabeza), pero hay varias de esas perlas.
Por momentos, el guionista-director parece meterse involuntariamente en situaciones resbaladizas, como provocando ciertas reacciones, aunque nunca bajando línea. El título de la película, por ejemplo, alude a ciertos miedos y supersticiones que condicionan la vida de esas personas, pero no las juzga. Solo deja esa frase para que quede resonando.
Para los espectadores de este lado del mundo, puede resultar curioso que alguien fotografíe libremente a niños desconocidos sin autorización previa de los adultos (el problema de esas fotos será otro), así como atractivo el fugaz registro de una ceremonia atávica (el lavado de pies de una pareja de novios en un arroyo, mientras hombres y mujeres acompañan con música). La propuesta, sin embargo, es seca, en buena medida desesperanzada, aunque fascinante en términos narrativos y como representación de la ardua vida en ese rincón del mundo. Ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia el año pasado –el mismo año en que había competido Argentina 1985–, es una nueva hazaña de Panahi después de la notable Tres rostros (2018), la última película suya que se había estrenado entre nosotros, algo olvidada.
En julio de 2023 fue apresado y, tras una huelga de hambre, hace dos meses las autoridades lo liberaron. Su lucha sigue y su provechoso cine –esperemos– también.

Fernando G. Varea

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