37º Festival de Mar del Plata: los cinéfilos todos

Asistir a un festival como el de Mar del Plata implica –aún por sobre la responsabilidad del compromiso profesional– sentirse como un chico en un parque de diversiones, estimulado ante el dilema permanente de tener que elegir entre placenteras opciones, llevado por intereses personales tanto como por referencias, recomendaciones o incluso imprevistos. Este año, además, significó el regreso pleno a las salas, sin protocolos sanitarios de por medio, y en este sentido lo primero que merece señalarse es que se vivió intensamente la concurrencia y el interés de un público diverso, desde estudiantes de cine y jóvenes de distintas partes del país hasta personas mayores residentes en la ciudad (era notable cómo, en muchas funciones, podía verse a señoras con sus bastones o gente en silla de ruedas esforzándose por llegar a la sala del Auditorium u otras no más amigables con quienes tienen dificultades para subir escaleras).
Al mismo tiempo, es justo mencionar que, por la crisis económica (y por decisiones o consentimiento de autoridades políticas, del INCAA o del festival), se añoraron esplendores no tan lejanos. Un ejemplo: haber invitado al director estadounidense John Mc Tiernan como principal figura internacional puede discutirse, pero sin dudas suena a poco si se recuerda que antes de la pandemia estuvieron presentes Jean-Pierre Lèaud, Vanessa Redgrave, Vittorio Storaro o Paul Schrader. Hubo otros indicadores de este declive: menos películas, escasos eventos musicales o festivos, nada de becas o beneficios para los estudiantes de las distintas provincias (tampoco beneficio alguno para periodistas como quien esto escribe, más allá de la acreditación), todo lo cual no se evidenciaba hasta tres o cuatro años atrás.
Las películas que pude ver son producto de circunstancias varias. La española Alcarrás, de Carla Simón (parte de la sección Nuevos Autores), Oso de Oro en la última edición del Festival de Berlín, es el retrato de un grupo familiar signado por altibajos emocionales y contratiempos en una localidad rural de Cataluña. Con un ritmo y una sensibilidad que la vuelven física y comunicativa, recorre las situaciones que atraviesan los distintos integrantes de la familia, amenazada por el riesgo de no poder continuar trabajando en su granja debido a que el heredero del terreno desea abandonar el cultivo de duraznos y poner paneles solares. Si bien maniobra algunos tópicos muy frecuentados por el cine (los chicos envueltos en travesuras y disfraces, el abuelo entonando enternecido una vieja canción), abre zonas de conflicto sin caer en el patetismo o la crueldad, con chispazos musicales y la vitalidad que se desprende del ámbito natural donde transcurre. Detrás de la cámara inquieta, en busca de gestos y reacciones, se advierte una directora sagaz.
En la competencia Estados Alterados pudo verse Fogo-Fátuo, el más reciente film del portugués Joâo Pedro Rodrigues (Morir como un hombre), que había pasado por la Quincena de Realizadores en Cannes. Muy poco solemne, deslizando ironías sobre problemas ambientales, racismo y diferencias sociales, va del año 2069 al 2011 siguiendo los recuerdos de un rey que, siendo un joven frágil, supo convertirse en bombero, enfrentando burlas de propios y extraños, y de paso iniciando con un compañero afroamericano una relación de amistad devenida erótica (en la realidad o en sus fantasías). Momentos que recuerdan a El discreto encanto de la burguesía (1972, Buñuel) se combinan con bailes coreografiados con gracia, conciliándose candor con cierta audacia, en un film ligero, bello a su manera, en buena medida por el trabajo del gran Rui Poças en la fotografía.
La boliviana Los de abajo, escrita y dirigida por Alejandro Quiroga, obtuvo el Premio a la Mejor Interpretación de la Competencia Internacional para Sonia Parada “porque con el peso de su presencia en pantalla eleva la narración con sensibilidad”: sin dudas, la actriz logra sacar un poco a la película de su dureza, de la rusticidad de sus personajes. Por encima del empecinamiento del protagonista por impedir lo que considera una injusticia (la construcción de diques en un paraje habitado por campesinos), bien podría verse como la lucha entre dos hombres que buscan salirse con la suya,  uno  con desesperada agresividad y el otro con los modales propios de quien sabe que tiene a su favor los recursos económicos para, a la larga, ganar la partida. La factura técnica es notable pero el guion reúne tópicos ya gastados, desde la sencillez del pequeño hijo (previsiblemente débil y deseando un juguete que, en algún momento, recibirá) hasta la forma elegida por su padre para descargar su bronca, e incluso la resolución del film, que va desentendiéndose de algunos antiguos resentimientos enquistados en la comunidad, simplificando complejidades en busca del efecto dramático.
El premio a Mejor Película de dicha sección fue para Saudade fez morada aquí dentro (Haroldo Borges), que también ganó el Premio del Público. El extrovertido director y parte de su equipo, al presentarla, hablaron de la alegría del triunfo de Lula Da Silva (levantando aplausos del público argentino) y los problemas de ceguera que fueron afectando a mucha gente en Brasil en los últimos tiempos, sin aclarar si se referían a algo más que lo que sugiere esa expresión como metáfora. Lo cierto es que la película, sin mencionar a Bolsonaro o hechos de actualidad, es política y oportuna porque, como consideró el jurado, retrata “con belleza y verdad una historia dramática que nos muestra que cuando las personas se preocupan unas por otras, hay esperanza”. Sin recovecos narrativos ni actores profesionales, convierte un tema digno de un telefilm lacrimógeno –un adolescente que debe afrontar la pérdida de la visión– en algo muy vivaz, ocupando también su lugar en el relato el cariño del joven protagonista por dos chicas que posiblemente no estén muy interesadas en los varones, sin que aparezcan definiciones ni frases terminantes respecto a la sexualidad, la familia, su vocación por el dibujo o el fútbol. La alegría de poder valerse por sí mismo (en este sentido, una secuencia en la que queda solo en un lugar apartado, al costado de un arroyo, es ejemplar) y de contar con otros (como un joven y providencial profesor) parece ser lo que importa. No evita la conmoción que depara un momento determinante, pero tampoco se regodea en el sufrimiento, envolviéndolo todo con la frescura de Bruno Jefferson (quien baila, mira, se enoja, ríe o llora con convincente naturalidad) y el resto de los pibes (que encarnan a su hermano menor y a sus compañeros y amigas). Es un film si se quiere narrativamente convencional, pero vívido y noble.
Una de las funciones que convocaron más espectadores era la que reunía cuatro cortos de directores prestigiosos, en la sección Autores. Las pupilas, de la italiana Alice Rohrwacher, sobre las niñas de un internado católico en tiempos de guerra, está realizado con indiscutible encanto, la ajustada actuación de Alba Rohrwacher y Valeria Bruni Tedeschi, y ambientes y sensaciones de cuento navideño, aunque procurando más la simpatía que la ternura almibarada. El sembrador de estrellas, del español Lois Patiño, sumerge al espectador con efecto hipnótico en una sucesión de imágenes sugestivas y a veces superpuestas del Tokio nocturno, con un texto en off algo solemne. Camarera de piso, de la argentina Lucrecia Martel, defraudó a cierto público que lo esperaba con expectativa, pero –a través del personaje de una aprendiz de empleada de hotel preocupada por una crisis familiar, de pronto convertida en una huésped indiferente en medio de comodidades– resulta fiel a los temas y seres de los que siempre se ha ocupado la directora de La ciénaga (2001), dejando irrumpir el deseo o alguna manifestación de lo irreal. El último de los cuatro, Un sueño como de colores, de la realizadora y guionista chilena Valeria Sarmiento, es un breve documental sobre mujeres dedicadas al striptease, realizado en 1972, valioso en cierta manera por el contexto y la época en que fue realizado.
En Autores se pudo ver, asimismo, Pacifiction, del español Albert Serra. A lo largo de casi tres horas, el film acompaña a un representante del gobierno francés (Benoît Magimel) quien, sin perder nunca su estilo relajado y modales diplomáticos, conversa con diversas personas en alguna isla de la Polinesia francesa, algo inquieto por la desconfianza que le despierta suponer que algo (una posible prueba nuclear en el lugar, la rebelión o incomprensión de los pobladores y un grupo de militares) desestabilice el bienestar de lo que bien podría considerarse vacaciones en un lugar exótico. Su opaca secretaria y una delicada nativa transexual suman misterio, tanto como la música enrarecida y el desasosiego constante, convirtiendo esa zona cubierta de opulenta vegetación y oleaje azul en un estado de la mente o del sueño.
Premiado como Mejor Largometraje de la Competencia Argentina, Sobre las nubes (María Aparicio) es una propuesta sensible, más tibia que cálida. El joven cocinero de un bar, un ingeniero desempleado, una instrumentadora quirúrgica de modos elegantes (notable siempre Eva Bianco) y una chica que empieza a trabajar en una librería integran este cuadro humano de la ciudad de Córdoba, con una recolectora de basura como nexo entre sus historias. Los problemas que genera el trabajo (Tiempos malos ¿eh? dice alguien en un momento de esta película cuya acción transcurre en 2019), la soledad y los dificultosos vínculos, se expresan con una mezcla de refinamiento y melancolía, planos fijos que registran gestos y lugares de la ciudad, la atención puesta en hábitos cotidianos y el entusiasmo que pueden deparar el teatro, los libros, trucos de magia o un deporte. No hay estridencias (ni siquiera en los bares) y todos se ven demasiado pacíficos y amables, con un ejemplo máximo en el cándido muchacho encarnado por Leandro García Ponzo (hasta una agente de policía da una indicación en la calle casi con temor): esto hace que las gráciles imágenes en blanco y negro se diluyan en cierta blandura. Recuerda, en cierta manera, a algunos trabajos de otros directores cordobeses como Mariano Luque (Salsipuedes) o Santiago Loza (Malambo, el hombre bueno).
Te prometo una larga amistad, escrita y dirigida por Jimena Repetto, explora la relación de la escritora argentina Victoria Ocampo con el poeta y dramaturgo rumano Benjamin Fondane en los años ’30, con recursos poco convincentes: bromas en torno a los actores convocados para interpretarlos, ensayos y escenas improvisadas, junto con testimonios  a cámara o en off, de personas que los estudiaron o conocieron. Solo ocasionalmente asoma algún apunte valioso, el resto parece (o es) un bosquejo.
También integró la Competencia Argentina Juana Banana, de Matías Szulanski como guionista, editor, director e incluso actor. Quien la presentó en la función en la que estuve presente prometió risas pero no hubo ninguna, lo cual parece lógico porque se trata de una película casi dramática, en torno a una impulsiva jovencita que atraviesa accidentados castings para actuar en publicidad, relaciones no muy prósperas e inesperados cambios y mudanzas, entre idas y venidas en bicicleta. Cuando una mujer, al verla medio desarrapada en un colectivo, le da una limosna, la chica se ríe tan histéricamente como cuando le roban el telefóno por la calle o cuando un amigo le aconseja que debe pensar un poco más en los demás; del mismo modo (con excitación un poco desbordada) la toma y la sigue todo el tiempo la cámara. La aparición ocasional de Fabián Arenillas, como un conductor de remises con el que la joven entabla una amistad, aporta una cuota de profesionalismo y sobriedad en medio de la nerviosa catarsis juvenil.
Aunque con otro tono (más interesado en el encanto de sus personajes adolescentes), Sublime, ópera prima de Mariano Biasin exhibida en la sección Galas, también sigue los pasos de un protagonista intranquilo, en este caso un pibe incómodo por sentirse atraído por un amigo. Aquí no se trata de Córdoba sino de una ciudad de la costa atlántica, y es para destacar que –entre informales ensayos musicales y buenos sentimientos que se cruzan, salvo alguna pelea ocasional– el film va generando un clima afable, recordando por momentos al cine de Ezequiel Acuña. Incluye buenos trabajos de Marcelo Subiotto como profesor y Javier Drolas como padre. Lástima que varias veces amaga con finalizar y, cuando lo hace, opta por una resolución inesperadamente convencional.
Finalmente, dos nombres habituales en los festivales, Maximiliano Schonfeld y Martín Farina, dieron a conocer sus trabajos más recientes en la Competencia Argentina. Luminum, de Schonfeld, es un documental de poco más de una hora sobre dos mujeres (madre e hija) que estudian con fervor el fenómeno OVNI y llevan adelante un sencillo museo en la ciudad de Victoria. Sin rozar siquiera la mirada irónica sobre ambas, el director entrerriano vuelve (como en La siesta del tigre) a las historias de seres que salen de su vida cotidiana buscando (en la naturaleza, en el suelo o en el cielo, en la ilusión de hallar algo deseado o soñado) tesoros que los alejan de la angustia y la rutina. Algunos planos de la madre sonriente y pensativa, sin hablar, mientras viaja o permanece sentada en algún sitio, contribuyen a la sensibilidad de la propuesta, que no evita el sentido del humor y se acerca ligeramente a la ciencia ficción (o a la ficción, a secas).
El planteo de Náufrago, que Martín Farina dirigió junto a Willy Villalobos, es menos candoroso y más complejo. Dos terceras partes de la película son imágenes y sonidos que sugieren malestar aunque se advierta soledad, mar y playa: es la forma elegida para acompañar las cavilaciones de Villalobos, militante montonero en la Argentina de los años ’70, ahora habitando una sencilla casa en Cabo Polonio, Uruguay. El resto es su conversación con dos viejos compañeros, durante la cual brotan recuerdos, anécdotas y planteos sobre lo vivido en aquellos tiempos conflictivos (“tenía 22 años, pero era más viejo que ahora” dice uno de ellos). Revelador es ese último tramo, y curioso el film en sí mismo, por su búsqueda formal y dramática, por sus resonancias, por su invitación al debate sin ser didáctico.
Cabe agregar que el festival se propuso recordar a Leonardo Favio al cumplirse diez años de su muerte, y lo hizo con canciones suyas interpretadas en distintas oportunidades y sitios, así como con la exhibición de El dependiente (1967), que contó con la presencia de Graciela Borges, Juan Moreira (1972/73) y Nazareno Cruz y el lobo (1975). Haber visto Juan Moreira en la enorme pantalla del Auditorium resultó emocionante, y no es menor el dato que la misma noche emitían la película por un canal de la TV abierta y, sin embargo, la sala marplatense desbordaba de espectadores (un tema para discutir es la calidad de esa copia restaurada: dudo que sus colores y ensombrecimiento sean los mismos de la película original). También fueron un acierto los spots –aplaudidos por el público en todas las funciones– con distintos técnicos y actores contando anécdotas de sus trabajos con Favio.
De las charlas con maestros tuve oportunidad de asistir a la de Lita Stantic en el Museo MAR, moderada por un dubitativo Sergio Rentero. De entre las otras charlas y actividades especiales, cabe mencionar la presentación de los resultados de la encuesta de cine argentino organizada por Taipei, La Vida Útil y La Tierra Quema, sobre cuyos resultados escribiremos más adelante.
Lamenté perderme algunas cosas, como la exhibición de clásicos japoneses, pero un punto de alto disfrute fue haber visto los cortos mudos de Reneé Oro (Las naciones de América, El stati di Santiago del Estero) en el Teatro Colón de Mar del Plata, musicalizados por la banda argentina Tremor, fusionando folklore con técnicas digitales. Por eventos como ése –días después se sumó, también con música en vivo, una proyección en el mismo ámbito de Nosferatu– hacen que valga la pena asistir a un festival de cine.

Por Fernando G. Varea

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