40 años no es nada

Cuarenta años atrás –exactamente el 1º de septiembre de 1983– se estrenaba en siete salas de cine de nuestro país La República perdida, el documental de Miguel Pérez con libro de Luis Gregorich y producción del dirigente radical Enrique Vanoli, que, a lo largo de dos horas y media, comentaba la historia argentina desde la oposición gobiernos democráticos-gobiernos de facto, abarcando desde el golpe militar de 1930 hasta el del 24 de marzo de 1976. La agitación que sacudía a la sociedad argentina ese año por el creciente repudio a la dictadura –al descubrirse el velo que, dificultosamente, resguardaba una siniestra trama de crímenes e ilegalidad (sumándose las consecuencias de la reciente guerra en el Atlántico Sur)–, así como por la inminencia de la recuperación democrática, llevó a que este film, oportuno y didáctico, realizado exclusivamente con material de archivo, fuera recibido con entusiasmo. De las escasas trece películas nacionales que se estrenaron en 1983, terminó siendo la tercera más exitosa (después de Los extraterrestres y Los fierecillos indomables, ambas con Porcel y Olmedo, destinadas al público infantil), acercándose al millón de espectadores, resultando el documental más visto en salas comerciales en toda la historia del cine argentino sonoro.
Contribuyeron al curioso fenómeno la necesidad de los ciudadanos de ver o rever material largamente ocultado, de repasar recovecos de nuestro pasado y de reivindicar a partidos populares menoscabados por el régimen militar, dentro de un ánimo imperante en el que se combinaban la bronca, la politización y un fuerte deseo por debatir (de hecho, las proyecciones solían ser interrumpidas por aplausos y comentarios en voz alta, reivindicando o desaprobando a determinadas figuras de nuestra historia).
La República perdida era, ciertamente, bienvenida en ese contexto, aunque una mirada atenta permitía advertir en la selección de su material, tanto como en su tenaz relato leído en off por Juan Carlos Beltrán, parcialidades y simplismos. Bien podría aplicarse el concepto de relato –frecuentemente endilgado al kirchnerismo– para referirse a la visión de la historia argentina ofrecida por esta película, que, según comentaba Vanoli a la revista Cine en la Cultura, era «un poco la continuación de la política de Ricardo Balbín en Línea Nacional», confesando que el propósito inicial había sido dedicárselo al histórico presidente de la Unión Cívica Radical, fallecido dos años antes. En Cine Boletín, el crítico Jorge Miguel Couselo la valoraba a la vez que le reprochaba omisiones «en cuanto la política no sólo depende de la posibilidad de gobernar o voltear gobiernos», el hecho de que (a propósito de una solitaria mención a Lisandro de la Torre) se ignorara a parlamentarios como Mario Bravo y Alfredo Palacios («que dieron lecciones de ética y verdadera democracia entre tanta corrupción»), a Juan B. Justo («uno de los hombres que más trató de darle contenidos a la política argentina») y a «las distintas vertientes de la izquierda que prevalecieron largamente en el movimiento obrero».
A pesar de estos u otros reparos, en el recorte de la historia argentina que proponía La República perdida se cuestionaba con franqueza a los sectores que apoyaban los golpes militares. En el comienzo mismo, hay menciones a la “oligarquía” y a los aristócratas argentinos, afirmándose que su fuerza consistía “en la alianza anudada con un poder imperial lejano y omnipotente” y se recordaba que, al querer promulgarse la ley de nacionalización del petróleo a principios del siglo XX, las compañías extranjeras se resistieron considerándolo un “atentado contra la libre empresa”.
Hoy no solo esas expresiones generarían rechazo en buena parte de la dirigencia política y del periodismo si aparecieran en un documental, sino que –a la luz de los resultados en las recientes elecciones y posicionamientos diversos de algunos de los principales candidatos–, la República parece tristemente perdida, en el sentido de extraviada, desorientada, confundida.
En abril de este año se estrenó un documental argentino significativo, también realizado con material de archivo: El Juicio (con dirección de Ulises de la Orden y productores de Argentina, Italia, Francia y Noruega), que recupera voces e imágenes del Juicio a las Juntas Militares después que lo hiciera, de otra manera, Argentina 1985 (Santiago Mitre) el año pasado. Aquí no hay ficción, no están Ricardo Darín ni Peter Lanzani, no hay musicalización (aunque reaparece la voz de Charly García al final), las víctimas y los victimarios son los reales.
De las más de quinientas horas de grabaciones registradas durante dicho juicio (que la televisión pública exhibió a cuentagotas en aquel 1985), Ulises de la Orden y su editor Alberto Ponce seleccionaron lo más revelador, dividiendo el film en 18 capítulos. Apenas unos breves textos explicativos al comienzo y al final (en los que los únicos presidentes que aparecen mencionados son Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner, haciéndose referencia a acciones que se auspiciaron relacionadas con este tema durante sus “gobiernos democráticos”, sin aclarar a qué partidos políticos representaban): ni un solo comentario en off, ni una sola imagen de afuera del recinto o de épocas anteriores o posteriores. Estas características permiten que El Juicio se vea como un trabajo serio y riguroso, en el que la verdad surge con toda su fuerza.
Está claro que, aun de esta manera, la selección de los segmentos elegidos podría relativizar el contenido, pero estos han sido administrados con suma delicadeza y habilidad. Lo demuestra, por ejemplo, el hecho de no desestimar las alocuciones de los acusados, incluyendo furibundas bravatas de Emilio Massera (eludidas en el film de Mitre), aunque puede decirse que los hallazgos son constantes. Los breves planos sucesivos de jóvenes que pasan a declarar, en determinado momento. Las oportunas puntualizaciones que sirven para ordenar los capítulos (“Incluso la abanderada”, “El oficio de buscar”). Aislados momentos en los que afloran espontáneamente risas (cuando la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú pide “repreguntar”; cuando el abogado de Roberto Viola se muestra ofendido por alguna expresión del fiscal Julio Strassera), bienvenidas pausas al penetrante dolor que transmiten muchos testimonios, personas que quiebran en llanto, el estrépito de un desmayo y la atmósfera permanentemente tensa, incómoda, perturbadora. La expresión de sorpresa de Mona Moncalvillo ante el cinismo del sacerdote Von Wernich. La aparición entre los declarantes de ex presidentes (Ítalo Lúder, Arturo Frondizi, un enérgico Agustín Lanusse). El dictador Jorge Videla leyendo con indiferencia la Biblia (el lúcido camarógrafo registra entre sus lecturas “Reflexiones sobre el Apocalipsis”). Las miradas y sonrisas sobradoras de los distintos acusados. Los rostros de algunos actores y actrices (Onofre Lovero, Martha Bianchi, Inda Ledesma, Virgina Lago), siguiendo con preocupación el juicio. Testimonios dejando en evidencia el pedido de dinero para el rescate de los secuestrados y la apropiación de bienes materiales, el agradecimiento de determinadas empresas a los militares por “la lucha contra la subversión”, la crueldad de las torturas (incluso a niños) y sus efectos. Las contradicciones que –en medio del descalabro institucional y la desafiante transgresión de los derechos más básicos– atravesaron extranjeros, periodistas, miembros de la Iglesia Católica y del Poder Judicial.
“En Argentina todos estábamos en libertad condicional” sostiene en uno de sus razonamientos el fiscal Luis Moreno Ocampo. “Mi hijo también merecía un juicio como este”, protesta la madre de una de las jóvenes víctimas, frase que resume con transparencia la enorme importancia y la legalidad de ese proceso judicial, que transcurrió entre abril y diciembre de 1985.
A diferencia de La República perdida cuatro décadas atrás, El Juicio se estrenó únicamente en el Malba (CABA), sumando algunas exhibiciones en otras salas y puntos del país (ninguna hasta ahora en Rosario), además de varios festivales, como siguiendo el camino de otras películas argentinas independientes. En estos espacios alcanzó una repercusión merecida aunque, por su valor, insuficiente. Tampoco disparó debates y recomendaciones en programas periodísticos o entre dirigentes políticos, como sí había ocurrido el año pasado con Argentina 1985. La explicación no habría que encontrarla en su duración (apenas media hora más que la del film de Mitre) y tal vez tampoco en el hecho de tratarse de un documental, teniendo en cuenta el fervor que La República perdida había generado en su momento. Probablemente, el film de Miguel Pérez era más amable (a los dos años hubo una segunda parte centrada en la última dictadura que tuvo menos éxito) y recurría a mecanismos narrativos más afines al cine de ficción (como subrayar la emoción en las escenas de congoja popular ante la muerte de Evita, con la ayuda de la notable música de Luis María Serra); además eran tiempos sin tantos medios para informarse (y desinformarse) como existen hoy.
Pero hay otra cuestión en juego: el zigzagueo de ideas, ideales y convicciones a lo largo de estos 40 años de democracia. En El Juicio, uno de los abogados defensores de los represores acusados repudia el «marxismo» del «desfile de subversivos» que constituía ese juicio, en tanto una de las víctimas afirma que en los oscuros años de la dictadura alguien le advirtió: “Unir a los pobres es subversión”. Cualquier parecido con hechos de actualidad no parece mera coincidencia: en estos días, un candidato a presidente (el más votado en las elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias) definió la justicia social como «aberración», así como en alguna oportunidad confesó públicamente «detestar a los zurdos de mierda», mientras su acompañante para la vicepresidencia niega que haya habido terrorismo de Estado, calificando a la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo como «personaje siniestro».
Todo parece indicar que habrá más motivos para reflexionar que para celebrar cuando, en diciembre, se cumplan cuarenta años exactos de la recuperación democrática; en ese sentido, el aporte que hace El Juicio es extraordinario.

Fernando G. Varea

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