Tomás Eloy Martínez (1934/2010)

Además de haber sido un periodista de admirable trayectoria y un inteligente escritor, Tomás Eloy Martínez (nacido en San Miguel de Tucumán en 1934 y fallecido ayer en la ciudad de Buenos Aires) ha sido uno de los más serios y lúcidos críticos cinematográficos argentinos.
En los tempranos ’60, sus críticas en el diario La Nación (del que llegó a ser, con menos de treinta años, jefe de la sección Cine) eran buscadas y leídas con respeto. La independencia con la que ejercía su profesión tuvo su precio: como relata Hellen Ferro en Luz, cámara… memoria (Ediciones Corregidor, 1995), haber publicado “una verdadera diatriba” contra el film histórico-bíblico Rey de reyes (cuya compañía distribuidora había publicado avisos de página entera en todos los diarios), le mereció un apercibimiento que lo impulsó a renunciar. Trabajaba ya en Primera Plana cuando, a comienzos de 1963, fue consultado (junto a otros críticos y realizadores) por la prestigiosa revista Tiempo de Cine para elegir las mejores películas del año anterior: sus preferidas eran tres de Luis Buñuel (Nazarín, Viridiana y La joven), Pather Panchali de Satyajit Ray, Jules y Jim de Truffaut, La noche de Antonioni, Detrás de un vidrio oscuro de Bergman, el documental El mundo cómico de Harold Lloyd de Fred Taylor, Alma de valiente de Huston, El terror de las chicas de Jerry Lewis, y las argentinas La cifra impar de Antín, Prisioneros de una noche de Kohon y Los jóvenes viejos de Kuhn. Por esos años publicó un libro de cine discutible pero concebido y escrito con madurez y calidad (La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino, Ediciones Culturales Argentinas, 1961), y trabajó junto a Augusto Roa Bastos en la escritura de algunos guiones. Más tarde, aunque se abocó a otras formas del periodismo y la literatura, continuó escribiendo sobre cine. Los siguientes son fragmentos de algunas de sus críticas.

  • “Su validez mayor reside en la actitud de testigo auténtico ante la realidad, en las líneas abiertas que deja para que el espectador, a su vez, recree esa realidad a la medida de su propia visión del mundo. Así como está, interroga, señala con sinceridad.”
    (Sobre Los de la mesa diez, de Simón Feldman, en La Nación, 1960)
  • “Es, sin ninguna duda, la obra más experimental de Torre Nilsson, y por eso mismo, la más heterogénea desde un punto de vista estilístico. Tal desequilibrio, unido al empeño por concentrar sobre la protagonista toda la sugestión de su obra, por jugar a la suerte de una interpretación sólida (un juego en el que fue vencido, desde que la Emma encarnada por Elisa Christian Galvé resultó impostada), hizo de Días de odio un trabajo artificioso, aunque descubría una evolución cierta en el dominio del lenguaje.”
    (En La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino)
  • “Desde antes que el film comience, el espectador sabe que Stone ha tomado partido. En primer lugar, por la elección de Kevin Costner para encarnar a Garrison, lo que induce a confundir la cruzada del fiscal con la de Elliot Ness en Los intocables. El realizador tampoco oculta que concibe al héroe con el mismo entusiasmo romántico de Carlyle: como una criatura elegida por Dios para una misión sublime. ¿Los enemigos? Aunque Stone los designa con palabras que casi no se oían desde los años ’60 –la Vieja Generación, el Establishment–, en el film están claramente identificados: son los insaciables vendedores de armas, que no pueden tolerar un mundo sin guerras, los políticos ávidos de poder, los periodistas megalómanos o serviles (la raza entera de los periodistas), y sobre todo los homosexuales, a los que Stone aborrece sin disimulo. (…) Cuando la inteligencia del espectador ya está completamente domesticada, a la hora y media de película, el fiscal o Kevin Costner o Stone –ya no importa quién– alza hasta la punta del mástil esta frase de oro: ‘El culto a la verdad ha sido siempre la mayor virtud de nuestra nación’. Y entonces sí, el público se pone de pie y aplaude, convencido de que ha visto la Verdad en estado puro.”
    (Sobre JFK, de Oliver Stone, en Página/12, 1991)
  • “Scorsese se juega la vida en cada fotograma. No le importa ser cursi, excesivo, inverosímil. Sabe que ésta es la película de su vida, y que no hay grandeza sin equivocaciones. De pronto se queda minuto y medio con la mirada detenida en Michelle Pfeiffer (que, a su vez, está mirando el crepúsculo en el mar), y cuando ya el espectador tiene la retina saturada y está harto de ver lo mismo, Scorsese repite la escena. El espectador lee la película como si fuera un eco remoto de Proust, de Renoir, de Cesar Franck, de un pasado que va alzándose ante sus ojos (y su corazón) con una luz más viva que la luz de la realidad.”
    (Sobre La edad de la inocencia, de Martin Scorsese, en Página/12, 1993)
  • «Lo que no se entiende es por qué la producción tan cuidadosa de lo visual, de las modas y de la escenografía, no se tomó el mismo trabajo con ciertos hechos de la historia que podrían haberse aprovechado para disipar las confusiones de la narración. Hay decenas de combates callejeros que no se sabe cuándo ni por qué sucedieron, así como los muertos y heridos que caen sin razón alguna. Ver Evita lejos de la Argentina es una experiencia útil: el público sale desorientado, sin saber quiénes son los peronistas y los antiperonistas y sin explicarse por qué los protagonistas se aman. Haría falta un folleto explicativo, pero Hollywood no se inquieta por esos detalles.”
    (Sobre Evita, de Alan Parker, en La Nación, 1997)
  • “Quien haya seguido los documentales de Moore desde su extraordinario Roger & me, podría imaginarlo condenándose voluntariamente a un destino marginal, como el de los profetas bíblicos que entonaban en el desierto su estribillo de males y morían apedreados o crucificados por la cólera de los grandes señores. Nada de eso le sucede, a pesar de que sus películas desnudan hasta el hueso la crueldad de las grandes corporaciones. Aunque es un detractor incansable de las enfermedades del sistema, se le tolera y hasta se le premia. Es un provocador, como los bufones de las cortes imperiales. Puede cantar todas las verdades que quiera y lastimar mientras las canta, sin que la corrupción y la injusticia se muevan de su quicio.»
    (Sobre Sicko, de Michael Moore, en La Nación, 2007)
  • “Sea cual fuere el destino que Sin lugar para los débiles tenga en el catálogo de los premios de 2007, su retrato de una época despiadada sobrevivirá. Es una de las parábolas más certeras del desconcierto moral en que el gobierno de George W. Bush ha sumido a un país, donde soplan vientos tóxicos que hace apenas seis años nadie imaginaba, como la tortura legalizada y el espionaje a la intimidad de sus habitantes.”
    (Sobre Sin lugar para los débiles, de los hermanos Coen, en La Nación, 2007)
  • “Esta obra de 2009 no es ejemplar ni, menos aún, el Poema del crimen americano que propone el semanario The New Yorker. Tiene una epopeya trágica para contar y la cuenta con innecesaria complejidad, con demasiados relámpagos de ametralladoras Thompson y un lenguaje espasmódico, acelerado por el frenético montaje. Los espectadores que conocen el cine inteligente de Mann (Manhunter, Collateral) tienen derecho a pensar que ese exhibicionismo no puede ser gratuito sino que quizás encubre alusiones al pasado reciente. (…) Uno de los detalles biográficos que refuerzan el valor simbólico de Dillinger es su muerte, a la salida del cine Biograph de Chicago al que acude para ver Manhattan Melodrama, otra joya del cine negro con Clark Gable, Dick Powell y Myrna Loy. Mediante un sabio y melancólico montaje, Michael Mann convierte el destino fatal de Dillinger y el resignado mutis de Gable hacia la silla eléctrica en la metáfora de toda una época que se despide. Es el mejor momento de Enemigos públicos y el único en el que se derrite el hielo de su lenguaje.»
    (Sobre Enemigos públicos, de Michael Mann, en La Nación, 2009)

Texto y selección por Fernando Varea

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