Juan Benítez Allassia: «Si cierran las salas de cine, el cine muere»

Díaz es una pequeña localidad santafesina ubicada a 74 km al norte de Rosario. Al igual que otros pueblos, contaba con una sala de cine que movilizaba a sus habitantes y que, por consecuencia de los cambios tecnológicos y culturales que atravesaron nuestra sociedad, dejó de funcionar como tal. Juan Benítez Allassia vivía allí hasta que se fue a la ciudad de Santa Fe a estudiar Comunicación Social y –estimulado por un par de profesores rosarinos, Gustavo Galuppo y Leandro Arteaga– despertó su vocación por el universo audiovisual. Una beca le permitió perfeccionarse en CABA, estudió luego en la Universidad del Cine y allí pudo aprender y compartir impresiones con docentes como Jorge La Ferla y Sergio Wolf. A los 25 años comenzó a trabajar en un proyecto documental en torno a esa sala de cine, a la que asistía de chico y cuya comisión integraba su padre, pero dos años después éste falleció y el trabajo cobró otra dimensión. Hoy, con producción de Yaela Gottlieb y Federico Vicente, dirección de fotografía del uruguayo Andrés Boero Madrid, sonido del sanjavierino Augusto Bode Bisio y el audaz título El cine ha muerto, su documental ya está listo para competir en marzo en el Festival Internacional de Cine Documental de Tesalónica (Grecia) y participar en junio del Latino Film Festival de Filadelfia (EEUU). Hablamos con Juan de esta película que expone ante espectadores del mundo no sólo sus inquietudes y recuerdos, sino también algo de la historia y la identidad de un pueblo de nuestra provincia.
– Lo primero que llama la atención de tu documental es el estilo. A diferencia de otros sobre temas similares, el tuyo recurre a planos fijos, sobreimpresiones, proyecciones en sitios no convencionales (las paredes de un galpón o el frente de una casa), no tiene música ni testimonios a cámara.
– Nunca pensamos eso como una golosina visual sino desde un lugar más conceptual. Me movilizó mucho lo que me dijo una señora: Cuando había cine en el pueblo la gente salía de su casa, veías movimiento. Nos pareció interesante lograr que en el pueblo abandonado que ficticiamente construimos los cuerpos aparecieran gracias al cine. Me contaban también que la gente se sentaba con reposeras a ver pasar el tren. Queríamos contar que con el cine y el tren la gente aparecía y después se iba. El espectáculo maquínico ¿no? De chico mirar la luz del tren que se acercaba a lo lejos, en la oscuridad de la noche, era similar a la luz del proyector en la oscuridad de la sala… En la idea del maping (eso de filmar y proyectar en el mismo lugar) o el doble encuadre, me parece que hay algo interesante.
– Se produce un efecto medio fantasmal. Ahora bien ¿no existía el riesgo de que el resultado tenga características de una instalación artística?
– Eso es muy acertado porque yo pensé el proyecto así. Pienso el cine desde el lugar instalacional y espacial. No era un riesgo sino algo buscado. Por ejemplo: yo odio hacer guiones y sinopsis, en cambio un guion expandido tiene que ver más con el dibujo y la fotografía. Cuando les di los afiches a la gente que se ve desplegándolos en un momento de la película, o cuando le propuse a la señora del museo que contara cosas, no les pregunté nada, les dije que hablaran lo que quisieran. La mujer del museo estudiaba teatro y se había venido con algo muy estudiado (risas)… Me pareció hermoso, pero finalmente lo cambiamos por su voz en off diciendo más o menos las mismas cosas de manera menos teatral.
– Los efectos sonoros también influyen para que se acerque al cine fantástico.
– Cuando con Augusto (Bode Bisio) pensamos cómo debía sonar la película, nos dimos cuenta que debía ser con las pantallas, los televisores, lo mecánico. No quería que el pueblo suene como pueblo. Los sonidos son todos registros sonoros del pueblo pero teniendo en cuenta esta búsqueda. El sonido de un molino, que se escucha a la madrugada, lo sintetizamos con la computadora, transformándolo en otra cosa.
– En la segunda parte, cuando con tu voz en off hacés comentarios sobre registros en video de vacaciones familiares, recordé documentales recientes como El silencio es un cuerpo que cae, Esquirlas o La vida dormida.
– Las dos primeras películas que mencionás son como referentes. No se trata de una voz en off Dios que deja por sentadas las cosas, sino que interviene en las imágenes y las problematiza. Quería que mi voz en off sonara como si yo estuviera sentado mirando esas imágenes. Hay una película que me volvió loco, Stand by for tape buck-up (2015, Ross Sutherland). Busqué esa voz todo el tiempo. También tuve en cuenta la trilogía de la luz de Patricio Guzmán.
– Más allá del clima melancólico y la sensación de que el pueblo ya no es lo que era, como decís en un momento, hay varias reflexiones interesantes, como cuando hablás de la posibilidad que da el cine de esconderse en la oscuridad o el hecho de que los cuerpos desaparecen pero no los archivos. Esto último me recordó el desinterés por preservarlos, ya que –como con la extinción de los trenes– las decisiones políticas influyen en esos abandonos.
– Me gusta que la película genere preguntas, que no son las mismas en todos los que la ven. El pueblo ya no es lo que era porque de chico mi viejo me contaba cosas de cada lugar, de cada casa, y cuando volví después de varios años noté que muchos de esos espacios habían cambiado. Por eso El cine ha muerto: si cierran las salas de cine, para mí el cine muere. Entiendo que el título es fuerte, la gente del cine se enoja mucho y eso me gusta. Originalmente era El cine ha muerto pero sus sombras aún nos acechan, igualmente nietzchiano. Para mí es una manera de decir que el documental, tal como nació, ha muerto. Ya Rossellini en los ’60 dejó de hacer cine y empezó a hacer televisión, o sea que no es de ahora la cosa. Además, si podía haber algo militante a favor de preservar las salas de cine, cuando mi viejo murió esa idea murió también. Me acuerdo que la última película que vi en esa sala fue Titanic (1997, James Cameron), un día de mucho frío. Se derrumbaba el barco y, de alguna manera, también el cine… Actualmente en el mismo sitio, que se usa para otras cosas, podría proyectarse cine y de hecho en el documental usamos un pedacito de un largo registro de Poroto, el viejo proyectorista, probando la máquina. En estos tiempos no se piensa qué pasará con el cine digital. El INCAA y otras instituciones no le están dando la importancia que deberían darle a la preservación de los archivos. Tampoco se está discutiendo esto en Santa Fe.
– El trabajo de filmación, incluso con sus contratiempos, forma parte del documental. ¿Por qué te interesó eso?
– Creo que hay algo de lo que podríamos llamar el género del autorretrato. Introducir el cuerpo en la escena. Para mí, la película es un work in progress. Después de escuchar a mucha gente diciéndome que tal o cual cosa no va a funcionar, en un momento me hinché las pelotas, mandé a todos a la mierda y me dije Quiero terminarla… Es que no hay una única manera para hacer una primera película. Entonces quise poner en escena eso. Un poco como hacía Vertov, que me encanta.
– ¿Por qué decís que el cine a vos y a tu padre los unió y también los separó?
– Porque yo dejé el pueblo por el cine. Cuando me fui a estudiar a Santa Fe comenzó un letargo en nuestro vínculo, hasta que él asistió a la presentación de un documental que hice en Uruguay, me felicitó y eso nos reconcilió. Mi intención era hacer esta película juntos. Después, al trabajar con ciertas imágenes sentía que hablaba con él. Hoy siento que con la película amplío la vida de mi viejo.

Por Fernando G. Varea

Trailer de El cine ha muerto AQUÍ 

Un texto de José Pablo Feinmann

La pasión por el cine del escritor, filósofo y periodista José Pablo Feinmann (1943/2021) se ha manifestado de diferentes maneras: guiones para películas, libros, numerosos artículos periodísticos. Compartimos a continuación un texto suyo publicado en la revista Humor a mediados de 1983 –cuando nuestro país estaba todavía sometido a los arbitrios de la última dictadura cívico-militar– sobre la entrega de premios de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina a los mejores trabajos del año anterior.

Mar del Plata 2021: algunas películas

Hacer referencia a un festival de cine deteniéndose únicamente en las películas que uno ha podido ver seguramente no le hace justicia al evento: como es sabido, un festival es mucho más que lo que se exhibe y se premia. Pero este año (en el que, afortunadamente, buena parte de las funciones y actividades del 36º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata volvieron a ser presenciales) no he podido estar allí, por lo cual me limitaré a una serie de breves textos sobre lo que vi en forma virtual. Es curioso que colegas que sí han asistido evalúen esta edición del festival sin mencionar cuestiones relacionadas a la organización, las proyecciones y las presentaciones: en redes sociales pudieron leerse reclamos diversos que no llegaron a expresarse en diarios, blogs y sitios especializados, tal vez porque quienes escriben allí o dirigen esos espacios no fueron afectados por esas eventualidades (un mail enviado por error antes del comienzo del festival dejó en evidencia el favoritismo de las autoridades hacia periodistas amigos, lo que extrañamente no provocó escándalo alguno, de la misma manera que los medios no se hicieron eco de las dificultades de muchos espectadores para obtener sus entradas o de la ausencia por segundo año consecutivo del ex director artístico Fernando Martín Peña). Pero vayamos a parte de lo que se exhibió en el transcurso del festival, que venimos cubriendo periodísticamente en Espacio Cine desde hace más de diez años.
JESÚS LÓPEZ (Maximiliano Schonfeld) leer aquí
EL PERRO QUE NO CALLA (Ana Katz) leer aquí
REY CANGREJO (Re Granchio / The Tale of King Crab; guion y dir: Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis). De la charla de un grupo de viejos cazadores en la Italia de fines del siglo XIX surge la historia de Luciano, joven barbudo y generalmente ebrio empeñado en abrir una puerta que la autoridad decide mantener cerrada. “Quiero vivir como me parezca” se defiende, durante la primera parte de un film en el que confluyen la calidez del sol, la frescura del agua, los impulsos instintivos, las canciones autóctonas, la cría de animales, lo salvaje y lo bucólico, trayendo a la memoria algo del cine de los hermanos Taviani (El sol sale también de noche) y Ermanno Olmi (La leyenda del santo bebedor). En determinado momento, comienza un segundo relato en Tierra del Fuego, el culo del mundo (así aparece en un texto sobreimpreso), con Luciano como sacerdote salesiano, lidiando con otros exploradores y buscadores de oro en busca del mismo botín. Esta parte, hablada en castellano, en la que los imponentes paisajes patagónicos –magníficamente aprovechados por el director de fotografía Simone D’Arcangelo– son atravesados por enfrentamientos y disparos a la luz del día, tiene un efecto menos arrebatador, aunque hay sinceridad y encanto suficientes a lo largo de todo el film.
ÁLBUM PARA LA JUVENTUD (Guion/dir. Malena Solarz). Hay distintas maneras de plasmar los estados de ánimo y el regocijo sensorial que acompañan el paso a la adultez: no puede negarse la sensibilidad con la que Solarz intenta hacerlo en su primer largometraje, centrado en Pedro y Sol, quienes se hacen amigos mientras transcurren sus días de exámenes en la escuela secundaria y de preparativos para desarrollar sus nuevos proyectos. El problema es que ambientes, diálogos y situaciones se cierran sobre un universo de liviandad y confort material que los convierte en habitantes de una burbuja. Envidiables son las luminosas casas en las que se mueven (incluyendo la de los padres de Pedro, con bien provistos armarios, alacenas y heladeras) tanto como sus rutinas con comida china, bellas terrazas y apacibles clases de piano y teatro. Solarz sabe encuadrar, cuidar detalles, musicalizar con sobriedad y sacar provecho de sus simpáticos protagonistas, pero su interés por no dejar que ese sinfín de risas, abrazos y pequeños placeres cotidianos sea interferido por conflicto alguno parece casi una provocación. Nada altera la armonía familiar ni el mundo del trabajo, que apenas aparece (un amigo comienza a trabajar en una heladería con bastante indecisión pero eso no parece traerle problemas). Una única secuencia, un poco confusa, en la que Pedro (Santiago Canepari) ingresa a un edificio de la UBA para inscribirse (encontrando el trato descortés de un desconocido que piensa que se trata de un extranjero), altera mínimamente el tono cándido y demasiado benigno de Álbum para la juventud. Sobrevuela un halo a cierto cine francés, pero con una mirada ajena a muchas cosas que viven jóvenes auténticos, no sólo en Argentina.
ESPÍRITU SAGRADO (Guion/dir: Chema García Ibarra). La búsqueda de una mujer de su pequeña hija desaparecida y los contratiempos de un grupo de seguidores del turbio líder de una asociación dedicada al estudio de los ovnis, se cruzan en una ficción española cuya gracia surge de la fotogenia y las miradas de sus no actores, de sus elipsis que llevan sorpresivamente de una acción a otra, del perfeccionismo puesto en juego en todos y cada uno de sus elementos (ambientación, vestuario, mobiliario), de sus situaciones dramáticas combinadas con un humor extraño. Ciertos planos –trabajados de manera que el disfrute visual se impone satisfactoriamente, mediante superposiciones, reflejos o destellos– demuestran que detrás de este disparate kaurismakiano de tono sereno no hay alguien pasándose de listo sino intentando divertir(se) con recursos propios del lenguaje del cine.
9 (Guion y dir: Martín Barrenechea y Nicolás Branca) El film comienza mostrando una casa que recuerda un poco a la de Parasite, aunque acá no hay invasores e invadidos, ni representantes de clases sociales contrapuestas, sino simplemente un joven futbolista uruguayo confinado en un lustroso predio después de haber agredido a un jugador colombiano, rodeado de un pequeño grupo de adultos (incluyendo un padre posesivo y machista, encarnado por Rafael Spregelburd) preocupados porque pida disculpas públicamente de manera convincente mientras se ejercita para un encuentro deportivo decisivo. El primer tramo de 9 (título escueto como pocos) es prometedor: hay planos secuencia muy bien resueltos para exponer el acoso periodístico o el recorrido del protagonista en soledad por el lugar, además de simétricos encuadres expresando el cálculo y la frialdad reinantes, o momentos en los que la incomodidad se hace palpable (como cuando el joven y una diseñadora echan mano a sus teléfonos celulares mientras el padre vocifera cerca suyo). Pero el drama contenido, apenas salpicado por la euforia y la violencia que asoman en un partido de fútbol con amigos, empieza a subrayar sus trazos: “Vamos a perder un montón de guita” se queja en un momento el padre, dejando bien en claro que el dinero es lo que le interesa. Los estereotipos van despojando a la película de sutilezas: la psicóloga comprensiva, el gordo buenazo, la chica tenista que apenas aparece da a entender su incidencia en la trama, el mar como destino deseado ante el estado de sumisión y encierro. Si no hay otros parientes a la vista, si el pibe se resiste (sin dudas ni matices) a su destino de crack, o si el padre va y vuelve de un importante viaje como si tal cosa, todo eso se percibe impulsado por un guion demasiado volcado a la crítica del deporte como negocio: objetivo más que loable, aunque se elude la visión del fútbol como posible salida para familias acostumbradas a las privaciones (de hecho, en 9 nunca se sale de ese ámbito confortable) y finalmente termina teniendo puntos de contacto con ciertas películas con moraleja como las que Fernando Ayala acostumbraba dirigir en los ’80.
ESTRELLA ROJA (Dir. Sofía Bordenave) Una mujer recuerda acontecimientos que rodearon las celebraciones por el centenario de la Revolución rusa, incluyendo referencias a un utópico científico, recorriendo algunos espacios relacionados con esas evocaciones, con gesto agrio y fumando. Salvo por los lugares (bellos y helados, tan impregnados de Historia) o por alguna sorpresa que se desprende de su monólogo (la idea de aquéllos rusos de imaginar vida en Marte), al documental de la abogada y realizadora cordobesa Sofía Bordenave le falta misterio, así como sobreabundan palabras e información. Transcurrida media hora, le insuflan vitalidad dos jóvenes que exploran esos sitios con otra perspectiva: andan por los techos, se introducen por recovecos de edificios abandonados, convierten la mirada sobre el pasado en una informal aventura. Pero los valores de la propuesta se desdibujan ante la dispersión con la que se expone el material.
UNA NOCHE SIN SABER NADA (A Night of Knowing Nothing; dir. Payal Kapadia) Una caja con cartas, recortes de diarios y dibujos, encontrada en una habitación del Film & Television Institute de la India, es el disparador para introducirse en la historia de amor entre una joven con un compañero estudiante, ambos de castas distintas, lo cual no sólo implica resistencias y sufrimiento sino que deriva en otras historias: las de enérgicas protestas sociales por el «anticastismo”, contra nombramientos injustos del gobierno en 2015 y a favor de alguna forma de socialismo. El estilo elegido por Kapadia para plasmar ese cúmulo de ansiedades es cautivante, apelando a archivos audiovisuales que se potencian con susurrantes voces en off o sonidos (una radio encendida, ramas de árboles movidas por el viento) que crean una atmósfera onírica, aunque esos fantasmas no tienen que ver solamente con emociones personales sino también con noticias o referencias a hechos violentos del pasado. A veces, como en el comienzo,  se muestran jóvenes bailando mientras el fondo sonoro no se corresponde con sus movimientos; en otras ocasiones, asoman grabaciones familiares (con el color espeso de esos fragmentos integrándose al blanco y negro) y se hacen difusos los límites de lo que fue real y lo que se inventa. En tanto, la belleza del cine se hace presente, no tanto porque aparezcan ligeramente citas a Eisenstein, Pudovkin, Godard o Akira Kurosawa, sino porque la directora sabe desdoblar su relato haciendo, por ejemplo, que la protagonista edite una película sobre una chica parecida a ella. Una experiencia de emanación hipnótica, reconfortante para el espectador paciente.

Por Fernando G. Varea

La vida es una herida absurda

EL PERRO QUE NO CALLA
(2019/2021; dir: Ana Katz)

Desde un comienzo, algo parece desviar las acciones hacia el absurdo, hacia zonas de desconcierto asumidas sin dramatismo. Las viñetas de la vida cotidiana de Sebastián (joven de mirada triste, cierta indolencia y paciente voluntad para ir encauzando su vida momento a momento) se enrarecen, pero no porque se las cubra de música ominosa: la espontánea reunión de un grupo de vecinos entrechocándose con sus paraguas, la charla en la que se cuestiona amablemente que el protagonista asista a su lugar de trabajo acompañado por su perra, o el hecho de que se lo vea de pronto predisponiéndose a vivir en el campo –recibiendo indicaciones de un amigo vestido con un insulso poncho– alteran el realismo. Por algunos elementos no resulta aventurado hablar de ciencia ficción, aunque no haya efectos especiales y apenas unos breves fragmentos animados expresen abiertamente la posibilidad de lo fantástico.
Todo el film de Ana Katz –que compite en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata– es en blanco y negro, lo que favorece la sensación de melancolía de su personaje principal, así como también la idea de transitar un mundo que es el que conocemos pero diferente, alterado por cierto caos o desvarío. A pesar de que entre los personajes se cruzan saludables gestos de cariño, confianza y solidaridad, la enfermedad va ocupando el terreno (enfermedad que bien puede ser contaminación por agrotóxicos o abatimiento provocado por la falta de trabajo). En algún momento se habla de burbujas, de protocolo, de antigua normalidad: si bien El perro que no calla fue pensada y realizada casi en su totalidad antes de la pandemia del Covid-19, resultan sugestivas esas alusiones, como si se hubiera anticipado a las derivaciones que pueden tener las anomalías que van integrándose a la vida diaria (nos liberamos, en todo caso, de la obligación de caminar agachados, como ocurre aquí).
Como guionista y directora, Ana Katz sabe ser crítica o sarcástica sin ser cruel, como lo demuestra, por ejemplo, Mi amiga del parque (2015). En esta ocasión, la muerte de un animal es eludida y las personas que rodean a Sebastián en distintas circunstancias son, en general, amables. La secuencia en la que se topa con gente empujando un camión con verduras y otra en la que su madre aparece dialogando con compañeras docentes, son ejemplares en cuanto a la sinceridad y vitalidad que transmiten; en ambas, además, se habla de cooperativas y lucha sindical, algo en sí valioso si se lo agrega a la ocasional intervención de un vendedor de bolígrafos en el subte, el deseo de comer un sándwich abandonado en uno de los asientos (de la misma manera que en Pizza, birra, faso alguien comía con gusto restos de pizza dejados en un mostrador) y a las dificultades para conservar el trabajo. A su manera –con timidez pero seguridad– El perro que no calla habla de carencias, de luchas, de necesidades insatisfechas y del mundo del trabajo.
Los cambios de ocupación y cortes de pelo de Sebastián (encarnado por Daniel Katz, hermano de la directora) van indicando saltos en el tiempo. Esto permite jugar con la posibilidad de que las referencias levemente disparatadas o extrañas del film pertenezcan a un futuro que ya es presente o quizás pasado, a temores o incluso a la imaginación de Sebastián, quien, después de todo, parece ser o haber sido escritor y diseñador gráfico.
Deseando un espectador activo y con espíritu lúdico, dispuesto a transitar una historia que avanza o retrocede como si se saltaran casilleros de un juego de mesa, El perro que no calla le huye a la solemnidad y suma frescura con las episódicas intervenciones de Valeria Lois, Carlos Portaluppi, Lide Uranga, Mirella Pascual, Julieta Zylberberg y Elvira Onetto.

Por Fernando G. Varea

Ausencias que nos habitan

JESÚS LÓPEZ
(2021; dir. Maximiliano Schonfeld)

Si el más reciente largometraje de Maximiliano Schonfeld (premiado en la última edición del Festival de Biarritz y ahora en competencia en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) comienza con el plano de alguien conduciendo una moto casi como si fuera una bola de fuego, seguido de imágenes de un grupo de personas rezando bajo la lluvia y después algunas palabras de los títulos literalmente dándose vuelta, es porque esas ligeras pistas llevan a lo que pronto empieza a contar: después de la muerte por un accidente con su moto del Jesús López del título –de algún parecido físico con el Jesús célebre, al menos según se lo ha representado siempre en pinturas y estampitas–, su primo Abel y sus seres queridos conviven con esa ausencia que es también presencia, a través de recuerdos y sensaciones que afloran en encuentros casuales y conversaciones de entrecasa. Pero para Abel esa desaparición implica algo más, una suerte de fascinación y nostalgia por su figura, por lo cual en cierta manera termina asumiendo su rol, usando su ropa, conociendo a sus amigos e, impulsado por su tío, participando en una carrera en su homenaje.
Si el guión escrito por Schonfeld junto a Selva Almada casi no agrega alternativas a las ya señaladas, el clima que genera el film –entre amigable y misterioso– va seduciendo sin estridencias al espectador. El ambiente pueblerino es delicadamente invadido por intuiciones inquietantes: en medio del sol, los árboles, el río, las apacibles casas, los perros y las vacas, algunas situaciones van sugiriendo un estado de inquietud y la impresión de que algún estallido dramático podría quebrar la calma, por ejemplo cuando amigos de Jesús encuentran al supuesto responsable de su muerte, o cuando se genera suspenso en torno a la carrera del final (tramo resuelto de manera algo extraña, con primeros planos de los familiares adultos mirando de lejos con gestos de preocupación demasiado contenidos).
Es un acierto la sencilla manera con la que Schonfeld resuelve la conversión de Abel en Jesús en determinado momento, así como espontáneas y de singular encanto las actuaciones de Joaquín Spahn (Abel) y Sofía Palomino (una novia de Jesús), compensando dos o tres momentos en los que otros personajes hablan de tal forma que se intuye un guión detrás. Por otra parte, la meticulosidad de Schonfeld como director encuentra un buen aliado en la dirección de fotografía de Federico Lastra (quien había cumplido esa misma función en La larga noche de Francisco Sanctis y otras películas).
Ya en La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) se podía advertir el interés del realizador entrerriano por los misterios que nos rondan, el enigma de la muerte, lo irreal que completa lo tangible, el peso de alguien que ya no está, las presencias inasibles que nos acompañan de distinta manera. Como se escucha en un diálogo de Jesús López: “– ¿Lo soñaste o fue verdad? – Las dos cosas».

Por Fernando G. Varea

Cine, menemismo y medias verdades

Entre marzo y julio de este año, Mariano Llinás publicó en una revista llamada Crisis tres largos textos con reflexiones sobre el cine argentino durante el menemismo y la aparición del BAFICI durante el gobierno de la Alianza. Apenas publicados, levantaron algunas críticas (por ejemplo de Fernando Martín Peña y Nicolás Prividera): así llegué a leerlos. Al lamentar en twitter que la revista no permitiera dejar comentarios, el o la responsable de la cuenta de Crisis en dicha red social me escribió “Si querés, podés proponernos un texto a partir de este ensayo”. Le dije que sí y prometió que me responderían por mail, pero por algún motivo que desconozco no volvieron a escribirme.
No es mi intención ahora evaluar las características de la revista, sino discutir, refutar o comentar –más vale tarde que nunca– algunos conceptos expresados por Llinás en sus escritos (extrañamente privados de citas y referencias, por tratarse de “ensayos”).

  • En Menem y el cine: La hora de los viejos (primera parte), al mencionar a quienes fueron directores del Instituto Nacional de Cinematografía (INC) en los primeros tiempos del menemismo (Mugica, Anastasio, Getino, Parisier, Ottone), Llinás se saltea algunos datos significativos. De René Mugica, por ejemplo, se limita a decir que era “un militante socialista que renunció a los tres meses”, pero –más allá de la militancia de Mugica en un partido u otro– hubiera sido importante destacar la dignidad que demostró con muchas actitudes a lo largo de su trayectoria como actor, director y funcionario, incluyendo precisamente el hecho de que en 1989 renunció al INC después que el Ministerio de Economía ignorara su pedido de una excepción a la ley de Emergencia Económica para el cine y que se gestara a sus espaldas un documento de “pautas y acciones”, firmado por Octavio Getino y sus asesores (Clarín, 7/10/89).
  • Al referirse a “la política de apoyo a los operaprimistas” del INC durante la gestión de Manuel Antín (que califica de “exitosísima”), olvida –o desconoce– las quejas del entonces veinteañero Alejandro Agresti después de ganar en San Sebastián el premio CIGA por El amor es una mujer gorda (1987), quien declaraba: “El INC no cumple con sus funciones, en especial con la de promover a los jóvenes realizadores” (Clarín, 27/9/1987). Sin dudas, hay mucho para destacar en la tarea de Antín al frente del INC durante esos años de reconquistada democracia, pero no todo anduvo sobre rieles (sobre todo desde 1987), y bastan algunos títulos o fragmentos de noticias o artículos periodísticos de la época, de diversos medios, para demostrarlo: “Nos falta una Ley de Teatro, también una Ley de Cine. No hay, por ejemplo, pequeñas salas que puedan dedicarse a la exhibición de los filmes de nuestros nuevos realizadores” (declaraciones de Alfredo Alcón en Clarín, 10/5/1987); “Un cine premiado pero en quiebra” (título de un artículo en El Periodista de Buenos Aires Nº 154, agosto de 1987); “El cine no ha logrado escapar del difícil trance económico que vive el país y, por consiguiente, vio considerablemente reducido su potencial espectro de espectadores. Sin duda, éste es el motivo fundamental de su debacle. Pero, además, ha influido la gran oferta de producciones cinematográficas emitidas tanto en televisión abierta como por cable, así como también el auge del video” (revista Humor Nº 209, noviembre de 1987); “Premios gordos y vacas flacas” (título de una nota en revista El Porteño Nº 79, julio de 1988); “La crisis de los espectáculos: Público que escasea y empresas quebradas” (título en Clarín Espectáculos, 5/2/1989). Llinás recuerda que el promedio de películas filmadas en el país había sido, tradicionalmente, entre 30 y 40, y que se redujo a 12 en 1991 y 14 en 1992: un dato que haría falta agregar es que los estrenos anuales también fueron pocos durante la dictadura cívico-militar 1976/1983, y que apenas superaron la veintena en los dos primeros años del gobierno de Alfonsín. En una nota firmada por Sergio Núñez en la revista Humor Nº 209, de noviembre de 1987 –titulada “La mishiadura en acción: ¿Cómo llenar un cine?”–, el periodista señalaba “Algunos distribuidores comparan esta temporada con la de 1982, la más baja en recaudaciones en lo que va de la década”. La expresión “exitosísima” suena, por lo tanto, algo desmedida.
  • Cuando menciona el cierre de salas cinematográficas, iniciada ya la presidencia de Menem, y sostiene que “El cine argentino (por la hiperinflación, pero también por la caída de la asistencia a las salas, producto de la extraordinaria revolución del videohome) estaba desfalleciendo y nadie sabía demasiado qué hacer para devolverle la vitalidad que, apenas cinco años atrás, parecía irrefrenable”, además de sobreactuar la nostalgia por una “vitalidad irrefrenable”, parece importarle poco que se trataba de un fenómeno mundial (del que han dado cuenta libros, canciones y películas).
  • Llinás escribe que Menem no necesitaba censurar El caso María Soledad (1993, Héctor Olivera, ficción que recreaba el caso de una adolescente violada y asesinada por jóvenes vinculados directa o indirectamente al poder político de Catamarca, afín a Menem) porque no lo afectaban esas denuncias ante «la tácita y casi omnímoda aprobación de la llamada farándula»: en realidad, la aprobación era también de gran parte de la ciudadanía, entusiasmada con el 1 a 1, las privatizaciones y otras medidas del gobierno. Por otra parte, Menem no podía censurar esa ni otras producciones audiovisuales, y si algunas provocaban incomodidad (como ocurrió con Águilas de fuego [Air birds], un film de acción estadounidense con Nicolas Cage, en el que se hablaba en alguna escena del “Saadi Cartel” en Catamarca), eso llevaba a denuncias o quejas públicas pero no a la censura, ya que desde diciembre de 1983 la ley no lo permitía. “Simplemente dejaba que el vetusto objeto crítico se marchitara en el olvido” sentencia Llinás: se podrá acusar a Olivera de oportunista, entre otras cosas, pero su vetusto objeto crítico se asimilaba a las denuncias periodísticas y, aunque no pasara a la historia del cine, contribuía a que el caso del que se ocupaba no se marchitara en el olvido.
  • Respecto a El viaje (1992) y el atentado previo sufrido por su director, Fernando Pino Solanas (baleado en sus piernas por desconocidos, después de enfrentar al presidente y funcionarios del gobierno con fuertes denuncias y declaraciones públicas), Llinás acierta al escribir: “La posibilidad de un héroe cineasta enfrentado a los poderes del imperialismo y la corrupción resultaba a todas luces un caso anómalo tanto para la política como para el cine nacional, cuyos realizadores (con excepción de los también peronistas Hugo del Carril y Leonardo Favio) rara vez resultaban reconocibles para el gran público”. Pero, al mencionar este hecho, en vez de apurarse a cuestionar El viaje, hubiera sido valioso que (como con René Mugica) recordara algunos gestos de valentía e integridad que hicieron de Pino alguien de rasgos heroicos, como bien sugiere. Por ejemplo, que Menem le había ofrecido dirigir el INC y Solanas (a diferencia de Getino) lo rechazó, que sus intenciones de convertir las Galerías Pacífico en un centro cultural (iniciativa para la que había reunido el apoyo de personalidades de Argentina y el exterior) se frustraron al ser privatizadas a favor del empresario Mario Falak (amigo de Menem y propietario del hotel Alvear, donde, según denunciaba Solanas, cada funcionario del gobierno tenía una suite), y que por decirle al presidente cosas como “caudillejo demagogo conservador” éste le inició una querella obteniendo como respuesta “Ratificaré todo lo que vengo diciendo” (Clarín, 23/5/1991).
  • No pongo en duda los defectos de El viaje, pero leer a Llinás mencionando –de manera bastante despectiva– “el estilo pastiche del director”, “el modo alegórico del último Fellini”, “el realismo mágico de Macondo en versión de Birri”, “la declamada artificialidad de Glauber Rocha” y “la metáfora gruesa y algo pop de H. G. Oesterheld” (todo en un mismo párrafo) suena arrogante, o arriesgado en el mejor de los casos. Dice también que “El viaje fue un fracaso en todos los órdenes posibles” y que “el público y la crítica la rechazaron masivamente, entre la indiferencia y la burla”; sin embargo, fue una de las películas argentinas más vistas en 1992 y no todos los críticos la vieron con fastidio: “Es un film de impresionante belleza plástica, con una banda de sonido difícilmente superable, y una línea narrativa de poco común calidad y perfección” comenzaba diciendo en su crítica Armando Rapallo en Clarín; “El discurso de Solanas es apasionante y polémico, tanto como amanerado”, describía Claudio España en La Nación; “Su historia aparece como un fresco imponente y desbordado, cuyo relato avanza pasionalmente” escribía María Núñez en Página/12. Se dirá que no eran críticos jóvenes (de los que terminaron conformando la Fipresci tiempo después), pero tampoco la mayoría de los medios franceses –que la vieron porque compitió en Cannes, donde ganó un premio del Jurado Ecuménico y el Gran Premio Técnico– la maltrataron, según consignaba Clarín: en tanto Francois-Soir la consideraba “Épica y edificante”, Liberation titulaba su crítica “Solanas, mitad izquierdista, mitad Monty Python”, elogiando las imágenes de Buenos Aires inundada como “un gag colosal” y señalando que “la cualidad más grande de su cine sigue siendo la imprevisibilidad”. Probablemente para Llinás “la crítica” en esos años era El Amante y no mucho más.
  • Dice Llinás después que el cine de Solanas “siempre había coqueteado con el ridículo” (lo cual parecería incluir La hora de los hornos y Los hijos de Fierro) y emplea una palabra que los defensores del “nuevo cine argentino” de los ’90 (o como dice Llinás, con mayúsculas, “la Renovación”) utilizan siempre con desprecio: “grotesco”. Afirma que “el grotesco lo conducía sin escalas al territorio de la televisión”, aunque el grotesco tiene orígenes en el teatro, la literatura e incluso la pintura, mucho antes que apareciera en programas humorísticos de la TV argentina.
  • Por ahí arroja una frase temeraria: “La vieja idea de que el cine debe ser un vehículo para la transformación social es peligrosa”. Opinión que bien podrían refrendar censores de otros tiempos como Miguel Paulino Tato, o resultar impugnada ante determinadas obras maestras del cine (de Eisenstein al neorrealismo italiano). Oponer El viaje a Tango feroz, a favor de esta última (“la rebeldía pasteurizada de Tanguito parecía expresarla mejor que Solanas y sus sermones”) es otra observación aventurada.
  • Otra afirmación discutible: “En cine, la hora de los viejos parecía haber llegado a su fin”, poniendo como ejemplo la desafortunada Con el alma (1995, Gerardo Vallejo). Ciertamente, la obra de Solanas o Vallejo no debería ser juzgada con liviandad, así como tampoco parece honesto cuestionar los lastres indiscutibles de mucho cine argentino de ficción de los ’80 y ’90 endilgándoselo a “los viejos” (Alberto Fischerman, Hugo Santiago, Edgardo Cozarinsky, Leonardo Favio y otros que ya no eran jóvenes hicieron películas estimables en esos años).
  • En un segundo texto, titulado Menem y el cine: la hora de los estudiantes (segunda parte), Llinás comienza diciendo que “sería interesante, alguna vez, conocer los pormenores que dieron lugar a la Ley de Cine de 1994, a la que el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) debe prácticamente la totalidad de su existencia. Ayudaría a entender por qué un gobierno que pasó a la historia esencialmente por desmantelar la compleja estructura pública se permitió sancionar una ley proteccionista que literalmente salvaba de la extinción a algo que estaba lejos de resultar indispensable o simpático a la mayoría del público votante: el cine nacional”. Tal vez despejaría sus dudas simplemente consultando material bibliográfico o periodístico de la época: descubriría que hubo meses de negociaciones entre representantes de la industria cinematográfica, asociaciones de canales de la TV abierta y de cable y diputados de los distintos bloques, quienes arribaron a fines de abril de 1994 a un proyecto de ley consensuado; que (según consigna Clarín, 30/4/94) el mismo surgió de un acuerdo en la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados “entre legisladores del Partido Justicialista, la Unión Cívica Radical, el Frente Grande, la Unidad Socialista y diversos partidos provinciales”; que (según Página/12, 12/5/1994), Diputados la aprobó con 143 diputados en el recinto (“La diputada justicialista Patricia Bullrich abrió el fuego, defendiendo el proyecto acordado entre diversos bloques”, en tanto “La diputada Irma Roy fue ovacionada cuando, con una destacable oratoria, exhortó a sus pares a votar en favor de la ley”); que el MODIN (el partido político fundado por Aldo Rico) retiró sus disidencias; que “Un documento firmado por personalidades del cine y la cultura, encabezadas por Ernesto Sábato, desestimó cualquier intento de modificación que responda a intereses personales” (Página/12, 9/6/1994); y que, finalmente, la ley fue votada “por unanimidad y aclamación”. Llinás reflexiona: “la política nunca es literal y sus vaivenes y contradicciones están llenos de pequeños enigmas cuya explicación está más cerca del azar y del descuido que lo que cualquier historiador estaría dispuesto a admitir”, pero posiblemente la explicación no esté tanto en el azar y la indolencia sino en la lucha, la perseverancia y la unión de los distintos sectores.
  • Atribuye más tarde a la revista El Amante su influencia en “la inocultable Renovación que el Cine Argentino experimentó en la primera década del siglo”, destacando la tapa en la que una imagen de No te mueras sin decirme adónde vas (1995, Eliseo Subiela) aparecía al lado de otra de Ojos de fuego (uno de los cortos de la primera edición de Historias breves), acompañadas de las expresiones “lo malo” y “lo nuevo” respectivamente. Sostiene que ese gesto editorial tuvo el efecto de «una proclama revolucionaria”, «a pesar de que El Amante se había caracterizado por una actitud irreverente hacia las películas argentinas”, aunque un año antes la tapa del Nº 5 de la publicación había sido dedicada a la película anterior de Subiela, El lado oscuro del corazón (1992). Valga sumar otro dato: el jurado que consideró que los cortos que integraron Historias breves debían hacerse, lo habían integrado Roberto Schewer, Pablo Rovito y… Eliseo Subiela.
  • En un tercer texto, Menem y el cine: la hora de los críticos (tercera parte), Llinás, entre otras cosas, ningunea la entrevista pública a Francis Ford Coppola realizada en la primera edición del BAFICI: “No consistió en otra cosa que en un conjunto de banalidades”. Dice también que algún conocedor del BAFICI llegó a la “demoledora” definición “Andrés Di Tella traía a Coppola y Quintín traía a Jarmusch”, y agrega “Di Tella no trajo a Coppola. Coppola vino porque quiso, acompañando a su hija Sofía –la verdadera invitada al Festival–, que pocos años después estaba llamada, con sus sutiles ficciones, a revolucionar el cine mainstream. Di Tella invitó a la joven del futuro, no al viejo consagrado”. Veamos: según puede leerse en la edición de Clarín del 3/4/1999, no todo lo que dijo Coppola ante los asistentes parece banal (ejemplo: «Aunque el cine tenga más de cien años, sólo palpamos el 10% de lo que se puede hacer», o «Mis filmes son muy diferentes uno del otro y la razón es muy simple: como los temas han sido distintos, el estilo también») y calificarlo como «viejo consagrado», ensalzando a su hija –que presentaba un corto en esa edición del BAFICI– y a Jarmusch (respetables ambos, pero no autores de películas extraordinarias como cinco o seis de las que FFC realizó en las décadas del ’70 y ’80) alienta una sospecha: la devoción por «la Renovación» puede llevar a que «lo nuevo» importe siempre más que «lo bueno».
  • Al hablar de la salida de Quintín del BAFICI y hacer referencia al MARFICI, Llinás omite –deliberadamente o no– el motivo de esa destitución: «Nos parece incompatible y reñido con la ética republicana dirigir dos festivales de cine, uno en cada ciudad –declaraba el secretario de Cultura porteño, Gustavo López, a Página/12 el 18/11/2004–. No se puede dirigir un festival en una ciudad y otro en otra, porque compiten entre sí». Declaraciones previas de Quintín en La Nación, acerca de que el MARFICI sería el «resultado de tantos viajes y contactos realizados para el BAFICI», habrían sido el detonante. Al margen de las opiniones que se puedan tener sobre las decisiones asumidas por Quintín y Gustavo López, la información no debería haber faltado en la 3ª parte de este «ensayo» publicado por Crisis.
  • Habría otros detalles para señalar sobre los extensos escritos de Llinás (como el hecho de no mencionar a Nicolás Sarquís como precursor del BAFICI con su sección Contracampo en el Festival de Mar del Plata, o soslayar asimismo el valor de los documentales de Marcelo Céspedes, Carmen Guarini y otros durante el menemismo), pero sólo cabe agradecerle su predisposición para el debate (por ejemplo en Con los ojos abiertos, ya que Crisis no lo permite) y lamentar que como ensayista no sea tan riguroso como suele serlo como cineasta.

Por Fernando G. Varea