Un personaje, una actriz

EL SECRETO DE MARÓ
(2021, dir. Alejandro Magnone)

Una pequeña gran historia, una gran actriz, una pequeña película. Así podría definirse El secreto de Maró, en la que el personaje del título es vehículo para recordar el genocidio armenio de un siglo atrás, reflejar algo de la vida de quienes llegaron a Argentina huyendo de esa tragedia, y también, en buena medida, poner como centro algunas circunstancias propias de una persona adulta mayor.
Que dicho personaje sea una mujer de carácter fuerte que le escapa a la sensiblería es un acierto, tanto como el hecho de suavizar sus recuerdos dolorosos con una afición por las plantas y la comida: de hecho, Maró es cocinera en un club armenio en la ciudad de Buenos Aires, cuya vida parece transcurrir sin demasiados sobresaltos hasta que la estabilidad laboral y las tradiciones comienzan a estar en peligro. Como transcurre en 2003, el film juega con la posibilidad del reencuentro de la nonagenaria mujer con algún familiar (internet comenzó a facilitar la investigación), o al menos soñar con esa contingencia.
Manejando con precisión sus recursos de actriz, Norma Aleandro logra que esa anciana malhumorada y testaruda (“Si yo digo que está mal, está mal” grita en un momento) resulte finalmente querible. Se agradecen sus esfuerzos por no hacer de Maró una macchietta, en tanto tienen gracia y espontaneidad las conversaciones con sus compañeras de trabajo encarnadas por Lidia Catalano (con quien Aleandro compartía algunas escenas en La historia oficial) y Analía Malvido, sin caer en gritos o excesos. Más subrayados son los rasgos con los que se define al personaje de Manuel Callau y las situaciones en las que interviene Héctor Bidonde.
La casi ausencia de exteriores y el tono aniñado de algunos diálogos hacen que El secreto de Maró pase, de a ratos, de la comedia dramática contenida con aliento testimonial al raso entretenimiento de estética televisiva. Si el lema que la protagonista repite (“Preservar la memoria”) es tan loable como cierta idea de empoderamiento que representa junto a sus amigas, resultan objetables la blandura y el paternalismo que terminan diluyendo la fuerza de la película.

Por Fernando G. Varea

La vida en torno a un hombre público

LA VIDA DORMIDA
(2021; dir. Natalia Labake)

Las películas de jóvenes directores sobre sus padres, madres o abuelos son ya casi un subgénero. Ha habido casos comprometidos y emotivos, como Algo quema (2018, documental con el que el joven boliviano Mauricio Ovando se enfrenta dolorosamente a la historia de su abuelo militar) y reflexiones valiosas como las de Albertina Carri, Nicolás Prividera y otros realizadores argentinos, así como también producciones en las que se eluden las dudas o cuestionamientos (como las citas de Luis Ortega en algunos de sus films a su padre cantautor, productor, director de cine y político).
En este sentido, La vida dormida es un film curioso, oscilante entre cierta timidez o indefinición y un interés sincero por descorrer velos en torno a una de las tantas familias ligadas al universo público de la convulsionada Argentina de los años ’70 en adelante. Tras un texto sobreimpreso casi esotérico con palabras de Isabel Perón, el film de Natalia Labaké comienza a desplegar registros realizados con una cámara de video en los que se ve a su abuelo Juan Gabriel (abogado y dirigente peronista, que pasó de sus contactos con la última mujer de Perón a una participación activa durante el menemismo) y, sobre todo, a su abuela Haydeé, espontánea videasta y fiel compañera de su marido sin abandonar nunca su sonrisa y enormes lentes.
Yendo un poco a los saltos de una época a otra y sin explicar demasiado, se va revelando quiénes son esas personas que aparecen en las imágenes. Cuando en determinado momento surge Carlos Menem, a quien Juan Labaké compara con Dios (“salvando las distancias”, aclara), queda claro que estamos ante los pliegues del grupo familiar de un dirigente “histórico” del peronismo, capaz de defender a Isabel como “una dulce joven” que necesitaba “un hombre maduro en el exilio”, de discutir con buenos modales en un programa televisivo y de asistir a misa así como a playas, fiestas y reuniones familiares diversas.
Aunque no se trata de una ficción, algunas secuencias con los Labaké y amigos divagando en el sopor de una siesta bajo un quincho o en los alrededores de una piscina trae el recuerdo de La ciénaga (2001, Lucrecia Martel). Hacia la segunda mitad, empieza a advertirse la intención de prestar atención a las mujeres de la familia: la abuela casi indiscutida, una tía medio perdida, la madre que parece tomar conciencia del relegamiento en el escenario familiar, la hermana angustiada. En medio de todo ello, quienes se supone son el centro de las políticas del peronismo, apenas asoman: mozos, empleados de hotel, limpiavidrios.
Como puede sugerirlo su título, el film de Natalia Labake funciona como un sueño, en el que instancias de disfrute, discusiones y contradicciones son como retazos de las vidas de integrantes de una familia, que –como de alguna manera ocurría en Papirosen (2014, Gastón Selnicki)– son expuestas con ánimo de provechosa catarsis.

Por Fernando G. Varea

Solo quiero que me amen

ERRANTE CORAZÓN
(2020; dir. Leonardo Brzezicki)

¿Inmaduro? ¿Inestable? ¿Posesivo? ¿Autodestructivo? ¿Tóxico? ¿Irreflexivo? ¿Cómo definir a Santiago, el protagonista del segundo film como director de Leonardo Brzezicki (que también se ha desempeñado como actor en algunas películas)?
Santiago tiene una madre, una hija, una ex mujer, amigos. También un buen trabajo y un departamento que parece confortable. Sin embargo, vive de manera resbaladiza, dominado por miedos e impulsos, huyendo de la soledad al tiempo que la provoca, irritando a los demás o buscando compañía errática y sinuosamente.
Todo el tiempo la cámara procura plasmar la intensidad de esa vida serpenteante, deteniéndose casi siempre en los ojos húmedos, la risa nerviosa, los tics y el andar agitado de Santiago (notable entrega física de Leonardo Sbaraglia, sobreponiéndose al aspecto juvenil que todavía lo acompaña y prestándose al desafío de más de una escena riesgosa). Pero también, por momentos, adopta el punto de vista de su hija Laila (Miranda de la Serna, quien ocasionalmente recuerda a su madre Érica Rivas en las escenas de histeria familiar de Los sonámbulos). Alberto Ajaka y Beatriz Rajland –una ex pareja y la madre de Santiago, respectivamente– no sólo aportan solidez interpretativa sino también algo de cordura desde sus personajes episódicos.
El subibaja emocional de Santiago (que curiosamente no parece afectar demasiado su responsabilidad como chef de un restaurante) lo va llevando a vivir distintas circunstancias, incluyendo un viaje con su hija a Brasil donde se reencontrará con su ex mujer Eloísa (tanto o más atolondrada que él) y donde entablará amistad con una pareja gay. En determinado momento, el guión impone un hecho dramático en medio de los festejos de fin de año.
En más de una ocasión, todo lo que luce deseable (casas, playas, reuniones en las que ronda el deseo sexual o la contención familiar) se enrarece por la angustia y la compulsión hiperquinética de Santiago o de Eloísa. Como director, Brzezicki logra hacer vívido el ánimo que bien refleja el título de su película, sin poder evitar desvíos hacia cierta estética publicitaria, sobre todo en algunos exteriores en locaciones brasileñas, o por ejemplo al mostrar a Laila improvisando un baile con un paraguas. Acierta, en tanto, cuando al comienzo expone un desprejuiciado encuentro de hombres desnudos y semidesnudos en el departamento de un viejo amigo (encarnado por Iván González, uno de los hijos del cantante Jairo) comiendo pizza y charlando espontáneamente de bueyes perdidos, o cuando musicaliza el inquieto tránsito de Santiago por comercios porteños finalizando la secuencia en un espectáculo de danza de su hija en un teatro.
Una zona discutible de Errante corazón es la especie de coraza de confort material en la que confina a sus personajes, sin salirse del centro porteño, alguna casa con piscina en las afueras y otros espacios no menos prósperos en Brasil. Apenas una ligera aparición de los sonrientes empleados del restaurant y la manifestación de un pequeño grupo de vecinos –que Santiago y uno de sus amigos atraviesan al pasar– cortando una calle con una irónica pancarta, son señales de que otra gente con otras preocupaciones los circundan.
“De vos lo único que aprendí es que cada uno se salva solo” le reprocha Laila a su madre, en medio de una dolorosa discusión, parte de una de las secuencias más tensas del film. Tal vez pueda hallarse allí (no sin esfuerzo) una visión del egoísmo e individualismo de esos adultos a los que la chica opone una reacción, una bronca legítima, un desesperado gesto de sinceridad.

Por Fernando G. Varea

Mirko Buchín: «Cada corto es un aprendizaje»

Aunque es respetado y querido por su fecunda trayectoria como actor, autor y director de teatro, Mirko Buchín es también un apasionado cinéfilo, frecuentemente convocado por realizadores jóvenes para actuar en cine: “Está un poco encasillado, lo llaman siempre para hacer de viejo”, bromea su hijo Marcos. Y aunque el Concejo Deliberante de Rosario lo declaró Ciudadano Ilustre en 2008 y, con 89 años, reúne antecedentes más que suficientes como para recostarse en su prestigio, continúa dispuesto a ampliar la lista de cortometrajes en los que participa, trabajos que –con conmovedor entusiasmo– va anotando pacientemente en un cuaderno. Méritos que nos llevaron a querer conversar con él, abriendo una serie de notas de Espacio Cine a personalidades valiosas vinculadas a la producción audiovisual local.
Nacido en Juan Bernabé Molina, pequeña localidad del sur santafesino, Buchín siempre recuerda cuando en CABA se estrenó una obra suya premiada por Argentores (La casa de Ula) y fue invitado a almorzar con Mirtha Legrand en el canal 9 de TV: al mencionar su lugar de origen, conmocionó a todo el pueblo. En ese bagaje de anécdotas quisimos ingresar, sin poder resistirnos a indagar también en sus impresiones como espectador durante años en funciones del Cine Club Rosario y el Madre Cabrini, o ahora como consumidor de Netflix y QubitTV: así, a lo largo de la charla, fueron surgiendo su devoción por Luchino Visconti, William Wyller y Akira Kurosawa; la permanente revisión de películas, algunas de las cuales considera que envejecieron (Rebelde sin causa, Jules y Jim, La noche americana) mientras que otras mantienen su lozanía (La pasión de Juana de Arco, de Dreyer); las discusiones que ha tenido por preferir a Jerry Lewis antes que a Woody Allen; ciertos veredictos que desliza provocadoramente, con vehemencia y una sonrisa (“Detesto la Nouvelle Vague”, “Isabelle Huppert se ha transformado en una actriz insoportable”, “Marlon Brando y la música de Gato Barbieri en Último tango en París me resultan intolerables”, “Parasite me pareció falsa y efectista”). Tampoco se priva de recuerdos u opiniones categóricas cuando se le pregunta sobre cine argentino: “A mis alumnos de teatro les decía que la actuación de Enrique Muiño en Donde mueren las palabras es todo lo que no debían hacer, sin dejar de admitir que era un actor con estilo propio que todavía emociona, aunque la forma sea perimida”; que lo mejor de Mario Soffici como director no es Prisioneros de la tierra sino Viento Norte; que la mejor película del cine argentino tal vez sea Puerta cerrada, de Luis  Saslavsky; que Hugo del Carril fue uno de nuestros mejores directores y el comienzo de Más allá del olvido es magistral; que adoraba a María Duval y a Delia Garcés; que El secreto de sus ojos “no es cine sino TV, salvo la escena en el estadio de fútbol”; que le gustó mucho El camino de San Diego (Carlos Sorín); que debería volver a ver El aura (Fabián Bielinsky), “bien filmada pero demasiado hermética”; que lo mejor que hizo Lucrecia Martel (que le parece «pedante») es su corto Rey muerto.
– ¿Cómo fuiste integrándote al ambiente cultural rosarino?
– Un día fui con mis hermanos, primos, padres y tíos a una función de circo en Godoy, un pueblo vecino. En la segunda parte del espectáculo se representaba una obra de teatro y, en un momento, el acomodador me llamó: Dice tu tía que vengas conmigo porque te necesitamos en el escenario. Yo tendría 5 o 6 años. Mi tía sabía que yo era histriónico: debo tener todavía una página central del Billiken del año treinta y pico con las banderas del mundo, que yo se las decía de memoria. En el circo estaban buscando un chico para que hiciera un pequeño papelito y mi tía me llevó. Uno de los actores, detrás del telón, me dijo Vas a entrar y cuando yo te pregunte qué querés ser cuando seas grande, decime Quiero fumar como mi papá. Entre los actores había una mujer totalmente vestida de negro, de luto riguroso. Antes de salir a escena, en voz baja se divertían muchísimo, hasta que esta mujer salió a escena y se largó a llorar como una loca. Me impresionó eso: de la risa al llanto como si nada. Después actué en las veladas de la Sociedad Italiana del pueblo. Como no había secundario en Molina mis padres me mandaron a Rosario, donde estuve en casa de una señora que ayudaba a mi familia y que fue como una segunda madre para mí. Hice los dos primeros años en el Lasalle y el resto en el Nacional Nº2. Cuando mi tío y un hermano mayor comenzaron a gestionar un bar llamado Don Ángel, en San Nicolás y Tucumán, empecé a trabajar allí y en las historias de los clientes mamé la esencia del melodrama, uno de mis géneros favoritos. Mientras tanto estudiaba Filosofía y Letras en la facultad. Algunos libros de la biblioteca, de los que había un solo ejemplar, permitían sacarlos a la noche y devolverlos a la mañana, entonces yo los sacaba, estudiaba toda la noche y al día siguiente, antes de abrir el bar, iba en bicicleta a devolverlos. También había empezado a estudiar francés, con un libro de mi tío. Luego trabajé como secretario en el Consulado de España. Así fui conociendo a gente relacionada con el teatro, como Florencia Castagnino y Pedro Asquini, quien con su esposa Alejandra Boero dirigía Nuevo Teatro. De él conservo uno de los mejores elogios: cuando se estrenó El soldado de chocolate, de Bernard Shaw, en teatro circular, en el ya desaparecido Club Universitario, me encargaron la utilería y preparé billetes sumergiendo papel en té, haciéndoles dibujos con tinta china y acuarela; cuando los vio Asquini se sorprendió y dijo Con gente así va adelante un teatro. Ya en la segunda obra, La gaviota, hice un pequeño papel, aunque Chejov no tiene pequeños papeles sino papeles cortos.
– ¿Cuál fue tu primera incursión como actor en cine o TV?
– Dejando de lado Mamá es un tanque (1982), corto de Carlos Mandrini en cuya realización intervino también mi hijo Marcos, y que nunca se estrenó, lo primero que hice ante cámaras fue La noche del crimen (1987), un espectacular de una hora para TV dirigido por José María Cocho Paolantonio sobre cuento de Mateo Booz, con Pepe Soriano. Fue en Rincón, estuvimos varios días allí y salió muy bien. Fui aprendiendo la diferencia entre actuar en cine y en teatro. Vi muchísimo cine pero como actor sigo aprendiendo. En el primer episodio de Momento (2014), un corto que hice con Felipe Martínez Carbonell, debía sonreír y tenía un miedo espantoso, porque si en un teatro sonreís tímidamente no lo ve nadie, pero si en cine lo hacés exageradamente parecés Piñón Fijo… Ahora lo veo y me gusta porque supe hacerlo bien.
– De la década del ‘80 es tu trabajo como coguionista de Chechechela, una chica de barrio (1986, Bebe Kamín), sobre tu novela publicada quince años antes.
– La película no tiene nada que ver con el libro. Recuerdo que la mejor crítica que recibí de la novela fue de Angélica Gorodischer, que me mandó una carta que todavía conservo, contando que había ido al centro a comprarle algo a sus hijos y mientras leía el libro en el colectivo se reía a carcajadas. Cuando llegó a su casa, cocinando seguía leyendo y con el pie apartaba a sus hijos que querían ver de qué se reía. Al terminar de leer el libro se los dio, diciéndoles Léanla pero ojo, que es una novela triste. Es decir que la había entendido. Lo mismo me había dicho Carlos Barral cuando vino de España. No quiero hablar mal de nadie, pero en el guión de la película metieron cosas y faltó imaginación, por ejemplo en ese casamiento en el campo que parece un banquete de difuntos. En un principio el personaje principal no lo iba a interpretar Ana María Picchio –que en algunos momentos está estupenda– sino Susú Pecoraro, pero estaba haciendo Tacos altos y se consideró que sería algo parecido. En la novela ella sale de la iglesia vestida de novia del brazo de su marido y al verlo al Alberto, su ex novio, lo besa en la boca y piensa Me di cuenta que todo me había salido para la mierda. Pero eso no lo permitieron. Alguien me dijo que además querían agregar en la escena de la fiesta a Fito Páez cantando y les dije ¡No! ¡Es un perro cantando! Y así otro montón de cosas, hasta que en un momento, cuando querían cambiar el final, les dije Mirá, hacé lo que quieras, pero no me invites al estreno y si querés sacá mi nombre de la película.
– De todas formas, tengo entendido que algunas cosas de la película te gustaron.
– Sí (piensa, duda)… El tema es que el director no entendió el problema que plantea la novela. Por ejemplo: cuando algunos dicen que Esperando la carroza es la mejor película del cine argentino y un grotesco maravilloso, yo digo No saben una mierda: no es un grotesco, es una farsa. Grotesco era la obra de teatro. China Zorrilla le había pedido al director (Alejandro Doria) que no hiciera aparecer a la abuela desde el comienzo. Yo recuerdo haberla visto en la TV en blanco y negro, con Nora Cullen haciendo de la abuela, y era extraordinaria: uno no sabía que estaba viva hasta que no entraba. Acá llaman grotesco a lo que es exagerado pero en realidad es la conjunción de la risa y el drama. Esperando la carroza no tiene ningún momento que te emocione, que te saque una lágrima.
– ¿Cómo fue tu experiencia como actor con Los teleféricos (2010, Federico Actis), que integró Historias breves 6?
– No lo conocía a Actis, me llamó un día, nos conocimos e hicimos unas pruebas. Después me olvidé hasta que, dos meses después, me volvió a llamar. ¿Qué pasó?, le dije ¿No entrevistaron a nadie más? Resulta que habían entrevistado a 25 y terminaron eligiéndome a mí. Me llevé muy bien con todos pero no interactué mucho con Claudia Cantero o Juan Nemirovsky porque mi personaje no entraba en contacto con los demás, era muy pasivo. Era cuestión de miradas. Quedé muy conforme con ese corto que hizo una gran carrera, se exhibió en muchos países.
– Después siguieron otros.
– Aparecí en Cuatromil (2012, Elena Guillén). Era un papelito corto pero fue una buena experiencia. Salió muy lindo. Había una parte que yo llegaba a un lugar y preguntaban si allí vivía Fulano: según el guión tenía que decir Sí, vive acá, yo lo guío, pero como mi personaje era un viejo de barrio, propuse decir Sí, vive acá, venga que yo lo ubico. Enseguida me dijeron que lo diga así. También intervine como entrevistado en El teatro en la dictadura (2011, Viviana Trasierra/Cristian Cabruja) y como actor en La música (2011, Fernando Gondard), donde trabajé con una actriz que empezó conmigo, Mónica Alfonso. También en Sola en la pared (2018), un videoclip que gustó mucho.
– ¿Cómo fue el trabajo con Martínez Carbonell?
– Excelente. Yo le decía que me corrigiera lo que quisiera y al verme en los ensayos, en general, me decía Sí, es lo que quiero. O sino Corregí tal cosa. Para Retrato imaginario (2020) me dijo que ya me tenía elegido. Ahora me va a enviar el guión de lo que va a filmar en Argentina. Le dije que esperaba que tuviera un personaje para mí.
– En los últimos dos años actuaste en la miniserie Pájaros negros (2020, Jesica Aran) y el corto Severino (2019, Gastón Calivari).
– Respecto a Severino, un día me llamó Gastón Calivari, alumno de Josecito (Martínez Suárez), que era amigo mío también, después me envió el guión y finalmente nos encontramos en un bar. Por el estilo me recordaba a Nebraska (Alexander Payne) y cuando se lo comenté me mostró que en la presentación de su proyecto figuraba esa película entre las referencias. Había pensado en mí después de verme en Los teleféricos, que en la ENERC lo consideran el mejor corto hecho en Rosario. Después de otros encuentros y algún ensayo filmamos en Nogoyá, con Gustavo Garzón. Yo había sido el primer profesor de teatro de Garzón y nos encontramos cuarenta años después. Nos llevamos muy bien y se acordaba de mí. Era mi mejor alumno de aquélla promoción y le conté que debo tener todavía un breve informe que me pedían sobre el desempeño de cada alumno, y en el suyo había escrito Un chico joven con muchas condiciones, si no se echa a perder puede llegar a ser un excelente actor. Además, a Nogoyá fue todo el equipo técnico de la escuela de cine, como quince chicos todos estupendos. Si alguien escribía el guión, otro se encargaba del arte, otro del maquillaje, otro del sonido, etc. y en la próxima rotaban. Todos más o menos de la misma edad. Extraordinario. Empezamos por el final, yo parado en medio de un campo repleto de hormigueros. Cuando las hormigas empezaron a subir por el pantalón, como se me veía sólo la parte de arriba una de las chicas del equipo, arrodillada, me las iba sacando.
Último paquete (2019, Juan Marciano Ferrero) es sobre la adicción por los teléfonos celulares. ¿Cuál es tu relación con las nuevas tecnologías?
– No tengo celular. La computadora la uso lo mínimo indispensable. Tampoco tengo microondas. Porque me doy cuenta que la gente se envicia. En cuanto a Ferrero, me dirigió en cinco cortometrajes. En uno hice de mafioso italiano y se filmó en Don Leo, el bar de Avenida Pellegrini que ya cerró. Cuando le pedí al director, que era muy jovencito en ese momento y es de Leo como yo, que me enviara el guión para ver si lo podía hacer, me dijo ¿Cómo no lo vas a poder hacer? Nos conocimos, conectamos y se hizo. Después me volvió a llamar porque quería filmar un corto de un minuto, Navidad 60, para enviar a un concurso en España. Se hizo todo un día en otro restaurant. Al poco tiempo, me llamó para decirme que habían ganado el primer premio. Es muy lindo, con un muy buen trabajo de producción. Con él hice también Dos huevos, La perra, el chueco y el jefe, que se filmó en la EPCTV, y No pierdas el Norte, donde volví a trabajar con Nemirovsky.
– ¿Qué es lo más reciente que hiciste?
– Tres episodios de Detective de recetas, hecho en Rosario por Juan Pérez Cantón y Lautaro González. Y este año Calivari junto a otro chico, Juan Follonier, me llamaron para hacer La gauchada. Se filmó en abril y actué junto a Raúl Calandra. También me divertí mucho haciendo El maestro ruso, donde Piripincho (Héctor Ansaldi) y la Porota (Liliana Gioia) ensayan un cuento de Chejov, se critican y se destrozan hasta que llaman a un maestro ruso para que los dirija, que lo hago yo (recuerda al personaje y se ríe)… Es para el canal de Santa Fe, creo que va a verse en noviembre.
– ¿Qué valorás o disfrutás más de estos trabajos?
– Una de las cosas que les decía a mis alumnos de teatro es que deberían aprender el respeto que se le tiene al director de cine, la puntualidad y el silencio cuando se pide. En el teatro, el que no ensaya no ve el ensayo del otro. A veces me dicen Con la experiencia que tenés, ¿cómo trabajás con gente que recién empieza? Y yo les digo que tengo experiencia en teatro como actor, autor, director, iluminador, escenógrafo, profesor, director de ópera… pero como director de cine no tengo. Para mí cada corto es un aprendizaje. Y me dan alegrías, como cuando organizaron en el CCK un festival de cortometrajes argentinos y después alguien me dijo Pasaron tres cortos tuyos seguidos… Parecía el festival Mirko Buchín.

Por Fernando G. Varea

Causas y efectos

TRES COSAS BÁSICAS
(2021; dir. Francisco Matiozzi Molinas)

Tal vez el interrogante no debería ser si entregar la vida por una causa es un gesto de grandeza, sino qué significa exactamente eso. ¿Estar dispuesto a morir si la causa lo reclama? ¿Simplemente no tener miedo a ser asesinado? ¿O destinar tiempo, esfuerzo, iniciativas y compromiso a lo largo de la vida por esas ideas, sin necesidad de inmolarse por ellas?
Preestrenado en la  8ª Semana de ADN Doc, Tres cosas básicas dispara preguntas como esas. Lo hace reconstruyendo testimonios en torno a uno de los tantos episodios perturbadores ocurridos durante la larga noche de la última dictadura cívico-militar en Argentina: el secuestro de dos militantes de Montoneros (Tulio Valenzuela y su compañera Raquel, embarazada), la posterior proposición de viajar a México para delatar a compañeros, una fuga, una denuncia y el hecho de enfrentar una tragedia quizás inevitable.
Al querer desentrañar enigmas que lo acompañan por el recuerdo de sus cinco tíos asesinados durante aquellos años oscuros, el rosarino Francisco Matiozzi Molinas (docente, realizador audiovisual, director de Murales: El principio de las cosas y otros documentales) no evidencia particularmente enojo ni una ciega admiración, sino sincera curiosidad. En este caso, transmite su inquietud con un planteo que evita las simplificaciones con las que ciertos políticos y comunicadores abordan los claroscuros de la época, combinando grabaciones, fotografías, declaraciones ante su cámara o en el transcurso de distintos juicios. Alguien de quien podría suponerse un desapego por la vida dice, desde un lejano audio, “Hay objetivos por los que querer vivir y personas a las que queremos mucho”, y en uno de los testimonios más elocuentes otra persona enfatiza “No eran robots, eran seres humanos”. Al mismo tiempo, un ex represor desliza sin vueltas una broma macabra sobre los vuelos de la muerte y un ex integrante de Montoneros considera que él y sus compañeros son “héroes” que formaban parte de una “guerra”, subrayando “No me arrepiento de nada”.
Yendo de Argentina a México y Cuba, los recuerdos e impresiones de Roberto Perdía, Pablo Fernández Long, Daniel Cabezas, Ignacio González Jansen, René Chávez, Daniel Sverko y varios más se suceden, alrededor de ideales y traiciones, de certezas y dudas. Antiguos registros audiovisuales devuelven la ominosa imagen de Galtieri balbuceando una arenga y la de Mario Firmenich irritando al proponer tranquilamente desde su exilio una “resistencia masiva”.
Breves planos fijos de las distintas ciudades y de algunos sobrevivientes de esta historia mirando silenciosamente a cámara, así como un uso de la música que evita el exceso, favorecen el tono contenido de Tres cosas básicas, su respeto por las opiniones de los entrevistados y de los espectadores. Esa sobriedad no impide que, en determinados momentos, asomen leves estremecimientos, cuando alguien reencuentra el sitio donde se había organizado una improvisada conferencia de prensa más de cuarenta años atrás, cuando Sebastián Álvarez recuerda el encuentro con su hermana desaparecida en 2008, o cuando se escucha la voz susurrante de Raquel Negro –alias María–, militante perseguida y envuelta en una trama de desenlace previsible, afirmando: “Aún dentro de esta situación, soy feliz”.

Por Fernando G. Varea