BAFICI 2012: otro año en busca de sorpresas

Tal vez lo mejor de un gran festival de cine como el BAFICI sea esa especie de comunidad virtual que se genera mientras transcurre el evento, sobre todo entre periodistas, realizadores, productores y programadores que terminan fraternizando espontáneamente en procura de información y en la necesidad de compartir opiniones. De esos encuentros y conversaciones fugaces prospera cierto clima de camaradería que contrarresta la competitividad propia del medio y que se diluye una vez que cada uno abandona ese limbo agitado para retomar su rutina. Este año, incluso, pareció más cordial el trato de los encargados de la sala de prensa y la videoteca, tal vez por la reducción de las dimensiones del festival en comparación con lo que fue años atrás.
En este sentido, es innegable que algunas circunstancias (la escasez de visitas extranjeras convocantes, los comentarios en torno a la exclusión de la programación del último film de Nicolás Prividera, el surgimiento de un ciclo de cine paralelo llevado a cabo por el ex director del festival Fernando Martín Peña con el irònico tìtulo Bazofi, la pobreza de los cortos institucionales, la esquiva calidad de los títulos en competencia) alimentaron la sensación de que el BAFICI no está pasando por su mejor momento. Incluso la novedosa iniciativa puesta en práctica para la prensa, de solicitar entradas para las funciones con público a través de internet, no siempre funcionó como era deseable.
Afortunadamente, transcurrida la 14ª edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires quedan como saldo algunas obras creativas y placenteras, de esas que permiten discutir qué es el cine, con cuánta libertad puede abordarse sin traicionarlo, cómo y cuánto pueden exprimirse sus posibilidades. Un rápido vistazo permite descubrir, además, varios puntos salientes.

PREOCUPACIONES. Aunque se vieron muchas películas filmadas en el mal llamado «interior» del país, no tuvo la misma relevancia el problema de la distribución fuera de Buenos Aires, ya que a la mesa de debate sobre el tema llevada a cabo el martes 17 asistieron unos pocos interesados. Sin embargo surgieron allí, con ánimo preocupado, algunas reflexiones provechosas. El moderador Ariel Rotter reclamó menos individualismo en los realizadores y sorprendió dando datos de las ventajas con las que pudo exhibir en otros países Las acacias, de la que fue productor. Eva Cáceres, del equipo de Yatasto, destacó la importancia de «darle tiempo» a las películas en cartelera para que funcionen las recomendaciones «boca a boca». Manuel García, columnista de la revista Haciendo Cine, fue categórico al sostener que, con algunas decisiones adoptadas por el INCAA, «el Estado no ha hecho más que profundizar el problema». Por su parte, el realizador santafesino Rubén Plataneo planteó la necesidad de establecer espacios alternativos y consideró que la diversidad de la programación de cine en TV ha «encerrado» a las familias en sus casas.

PRETENSIONES. En las distintas secciones del festival era posible encontrar, una y otra vez, películas realizadas con indudable calidad técnica y formal pero ostensiblemente pretensiosas, a veces inquietantes y bellas pero dudosamente profundas, casi sin sustancia. Es notable, por ejemplo, la comodidad de estos émulos de Antonioni, Tarkovski o Reygadas de recurrir a clisés que se multiplicaban como un virus de un film a otro: copas de árboles al viento, beatíficos baños en un arroyo o un río, dramáticos truenos de fondo, algún ritual o la matanza indiferente de un animal en el campo. Una tendencia que no sólo fue posible apreciar en los trabajos de nuevos directores argentinos como Alejandro Fadel, Maximiliano Schonfeld o Fernando Gatti sino, incluso, en realizadores más experimentados como el mexicano Matías Meyer, quien en Los últimos cristeros, exhibida en la sección Futuro, expone un hecho de la historia de su país (la resistencia de un grupo de cristianos perseguidos hacia 1930) de manera curiosamente desdramatizada y contemplativa, con escasos e inexpresivos diálogos.

MOMENTOS. Si bien hay una tendencia a sobrevalorar las películas argentinas que pasan por el BAFICI, éste ha sido siempre un espacio fructífero para novedades y revelaciones. Este año, sin embargo, las sorpresas se hicieron desear. Los salvajes (Alejandro Fadel), sobre un grupo de adolescentes que escapa a los tiros de un instituto para perderse en un exuberante ámbito natural, exhibe un profesionalismo a toda prueba pero acumula ampulosidades y lugares comunes que la terminan volviendo previsible. Germania (Maximiliano Schonfeld) registra de manera demasiado contenida el abandono de una familia alemana de su granja en Entre Ríos, dejándose llevar por la melancólica belleza del lugar y los expresivos rostros de sus no-actores. De Gabriel Medina se esperaba algo jovial como su anterior Los paranoicos, pero a La araña vampiro (otra dilatada huída por escarpadas montañas, en este caso de Martín Piroyansky en busca de un antídoto contra el veneno de la araña que lo ha picado) resulta difícil encontrarle coherencia y sentido. Otras utilizan recursos celebrados en producciones premiadas en ediciones anteriores del BAFICI: Accidentes gloriosos (Mauro Andrizzi/Marcus Sindlen) recuerda a Historias extraordinarias por su voz en off llevando adelante una serie de relatos caprichosamente unidos, aunque es más irregular y menos afable que el film de Llinás, en tanto las escenas de Cassandra (Inés de Oliveira Cézar) en las que la periodista encarnada por la actriz Agustina Muñoz dialoga con auténticos pobladores del Impenetrable chaqueño trae a la memoria a la mucho más sincera y menos literaria Los labios, de Loza/Fund.

CHICOS. La gravedad que sobrevolaba la mayoría de los films era compensada, muchas veces, por la presencia en pantalla de chicos que lograban sacar chispas del hielo. La nena de Nana (Valérie Massadian), haciendo de todo un juego dentro y fuera de su rústica casa en un bosque francés (adoptando un conejo muerto como muñeco, por ejemplo), es tan adorable como la hermanita de Tomboy (Celine Sciemma), que aborda con delicadeza la identidad sexual en la preadolescencia y contiene escenas muy vivas y luminosas con chicos al aire libre. Películas nacionales con personajes juveniles hubo muchas (Dromómanos, Al cielo), pero merecen destacarse la serena naturalidad de los pibes de Igual si llueve (Fernando Gatti) y la frescura presente en Escuela Normal, el documental de Celina Murga que si bien, al registrar las conversaciones y actividades diarias de una escuela secundaria en Paraná, pone su atención sobre personas de distintas edades (compartiendo situaciones en las que afloran ideas, valores y contradicciones, como si se echara una mirada a la sociedad toda), son los estudiantes quienes le imprimen vitalidad.

PERSONAJES. Otros documentales argentinos no mostraron la vivacidad de Escuela Normal (con esa cámara deteniéndose en miradas y gestos o siguiendo animadamente los pasos de la jefa de preceptores solucionando problemas) pero tuvieron de su lado personajes entrañables, protagonistas de increíbles historias de vida. Es el caso de La chica del sur, que sigue las huellas de una joven militante pacifista coreana, haciendo de esa búsqueda un relato apasionante e impredecible contado en primera persona por José Luis García con la idoneidad que había demostrado ya en Cándido López, los campos de batalla (2005). Tampoco es fácil olvidar al antropólogo norteamericano comprometido con la cultura wichi en Salta (y cuya esposa es una mujer de la comunidad), retratado sin énfasis por Ulises Rossell en El etnógrafo. Del mismo modo, El gran río (Rubén Plataneo) saca del anonimato a un personaje singular, en este caso un joven africano que, llegado a Rosario como polizón, encuentra en el rap una forma de expresarse con alegría cargando una sacrificada vida sobre sus espaldas. También hay un personaje felizmente capturado por la música en el otro documental rosarino exhibido en el BAFICI: Alexander Panizza, sólo piano (Pablo Romano).

LO VIEJO Y LO NUEVO. Tanto The International sign for choking (Zach Weintrab), sobre las módicas desventuras de un joven estadounidense en Buenos Aires y ocasionalmente en Entre Ríos, como Bonsai (Cristián Jiménez), que transcurre en el ámbito estudiantil-literario chileno, tienen actores simpáticos y algunas situaciones ocurrentes, pero repiten tics del cine indie ya gastados (réplicas capciosas, relaciones sentimentales accidentadas, guiños especialmente destinados a espectadores de la misma edad y estrato cultural de los personajes). Algo similar ocurre con películas como la holandesa Hemel (Sacha Polak), que coquetea con el incesto y la sexualidad despreocupada a través de un relato diluido, apenas redimido por la presencia de su protagonista Hannah Hoekstra.
Al lado de estos productos menores, poco movilizadores, es para celebrar la libertad de la filipina The woman in the septic tank (Marion Rivera) y de la española La casa Emak Bakia (Oskar Alegría). La primera rebosa de ironías en torno al cine, siguiendo a dos jóvenes que intentan llevar a cabo un guión que discuten una y otra vez entre ellos, con un colega engreído (que, invitado a numerosos festivales de cine, asegura que «ser director de cine independiente es como ser turista») y con una famosa actriz con quien desean trabajar. Los cambios los va reflejando la misma película, cuya historia centrada en una mujer indigente que «vende» a su pequeña hija por dinero, súbitamente muta en musical o en melodrama hollywoodense, modificando su guión, sus personajes o sus intérpretes. A su vez, el festivo documental del vasco Alegría, con la obra de Man Ray como disparador y un enigma como excusa, sale gozosamente al encuentro de personajes, historias, reflexiones y fantasmas. Ambas resultan estimulantes y desprejuiciadas, manteniendo al espectador despierto y divertido. A su manera llevan, además, a discutir sobre el cine como un arte contaminado por otros lenguajes: la televisión, el videoarte, el periodismo.
Fuera de la competencia y con un tono más meditabundo, Tabú, del portugués Miguel Gómes, mira al cine del pasado con respeto pero sin desestimar las libertades que puede permitirse un narrador amable y soñador, yendo de la comedia al melodrama romántico y al relato de aventuras, empleando sin pudor recursos ingenuos, canciones pegadizas, ecos literarios y singulares personajes. Gómes es un claro ejemplo de cómo puede hacerse un cine renovador a partir de los sedimentos dejados por otros, y de que lo nuevo, a veces, puede encontrarse en lo viejo. De hecho, en esta edición del BAFICI lo más lúdico y transgresor podía encontrarse, antes que en algunas enfáticas óperas primas, en los maravillosos cortos de Narcisa Hirsch o en (puntos suspensivos), la película de Edgardo Cozarinsky nunca estrenada, recientemente recuperada y realizada hace cuarenta años, cuando la expresión cine independiente tenía un significado más claro, seguramente más ajustado a la realidad.

Por Fernando Varea

Parcialmente publicado el 22/4/2012 en el diario El Ciudadano
Imagen: plano de La casa Emak Bakia
http://bafici.gov.ar

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