El cine de Sergio Renán: dos anécdotas

Dos anécdotas personales me vienen a la memoria ante la noticia del fallecimiento del actor y director teatral y cinematográfico Sergio Renán (1933/2015). Ambas ilustran, creo, luces y sombras de la trayectoria de quien supo capitalizar su fina estampa para encarnar personajes interesantes en films de Leopoldo Torre Nilsson y Manuel Antín, y procuró apresar con calidez y verdad cierto espíritu porteño en algunos de sus trabajos como realizador.

  • En marzo de 2011 fui invitado a participar de unas jornadas de debate sobre el cine durante la dictadura, en el Centro Cultural Recoleta de la ciudad de Buenos Aires, organizadas por la Secretaría de Derechos Humanos e Inclusión del Gobierno de dicha Ciudad. Una joven (cuyo nombre, por discreción, prefiero no mencionar) me contactó por mail y se mostró muy gentil (prometiendo incluso una módica retribución, algo no tan habitual en estos casos). Estaban previstas también otras mesas de discusión, sobre periodismo y teatro. En la de cine yo estaría junto a Renán y la guionista Aída Bortnik. Más que la elección de los panelistas, me sorprendió el hecho de que en un mail posterior –que conservo– me escribió: «Una sola cosa quisiera pedirte muy encarecidamente: si Sergio no hace mención a La fiesta de todos, por favor, tratemos de pasarlo por alto. Lo embarqué en esto, nunca me dice que no por cariño y no quisiera que recibiera crítica por ese desliz (que también tiene una explicación lógica).» Después de pensarlo un poco, le contesté que en un debate sobre el tema no podía obviarse esa película (que, recordemos, a través de una visión triunfalista del Mundial de Fútbol, pintaba una Argentina ficticia e histéricamente feliz en 1978) y que, en ese caso, prefería no asistir. Se echó atrás entonces: «Tu análisis es perfecto. Todo bien», fue su razonable respuesta. Finalmente, los días y horas previos fueron desertando Renán y Bortnik –aparentemente, por problemas de salud–, así como Víctor Laplace, a quien habían convocado después. Terminé compartiendo la mesa con Eliseo Subiela y Antonella Costa.
    El episodio revela, creo, la incomodidad que aquella obra apologética de la dictadura sigue provocando a pesar del paso de los años y cómo lo estorbó a Renán, aunque antes y después hizo cosas valiosas como director, actor, guionista o funcionario. Alguna vez declaró que su pasión por el fútbol lo había llevado a cometer ese «desliz», pero lo cierto es que la memoria y la indignación pugnan por hacerse espacio más allá de los buenos modales y los intentos (bienintencionados o no) de desviar la mirada.
  • Este año me hice tiempo para ver en el BAFICI la versión restaurada de La tregua (1974). No creo, como twiteó hoy Juan José Campanella, que sea «la mejor película de la historia del cine argentino»: se le pueden objetar cierta estructura televisiva, algunos subrayados y simplismos ligeramente demagógicos. Está atravesada, sin embargo, por un medio tono desacostumbrado en el cine argentino, por una calidez y una melancolía extrañas. Cuando se estrenó en agosto de 1974 en el porteño cine Sarmiento y 34 simultáneos, logrando un éxito imprevisto, el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet la elogiaba en la revista Panorama: «Renán no sólo escribe diálogos justos y dirige talentosamente a sus actores, sino que introduce las pausas, los silencios y las imágenes expresivas que el cine requiere», comentando incluso que en una previa función de preestreno en Cine Club Núcleo «una sala llena prorrumpió en un aplauso unánime y prolongado».
    La anécdota reciente va más allá de las discusiones que los cinéfilos podamos tener sobre los méritos de la película, su fidelidad al original de Mario Benedetti, su realismo desdibujado o la pasividad de su protagonista. En la función con público del lunes 20 de abril en Village Recoleta fui testigo del entusiasmo que La tregua despierta todavía hoy. No estaban allí Renán, actores o técnicos, de manera que no puede conjeturarse que los aplausos y comentarios eran por cordialidad o cholulismo. En la colmada platea había gente mayor y parejas jóvenes. Los cuchicheos comenzaban en los títulos, cuando veían desfilar tantos nombres de buenos actores conocidos (Héctor Alterio, Luis Brandoni, Ana María Picchio, Marilina Ross, Aldo Barbero, Juan José Camero, Carlos Carella, Cipe Lincovsky, Oscar Martínez, Lautaro Murúa, China Zorrilla, Hugo Arana, Norma Aleandro, Antonio Gasalla), y se retomaban al ver en la pantalla a algunos de ellos en plena juventud (sobre todo Brandoni, Martínez, Camero y Gasalla). Es notable cómo estallaban las risas con las apariciones de Luis Politti (actor que, seguramente, muchos de los presentes no conocían) como un amigo torpe y campechano, o de Walter Vidarte (otro olvidado) como un oficinista obsesionado por ganar el PRODE, así como, en otros momentos, se oían sollozos entre el público durante las emotivas conversaciones entre Santomé (Alterio) y sus hijos, o al sobrevenir el final, que evidentemente muchos desconocían.
    Es destacable la comunicación –noble, sobria– que la película establece con los espectadores (no sólo argentinos: recordemos que fue nominada al Oscar en 1975, año en que competían por la estatuilla dorada, en distintas categorías, obras de Fellini, Truffaut, Polanski, Cassavetes, Bogdanovich y el mejor Coppola). Si un film de cuarenta años atrás logra todavía emocionar o complacer –más allá de que ya formen parte del pasado algunos gestos de formalidad, aquellas casas oscuras de techos altos y ciertos prejuicios en torno a elecciones sexuales o diferencias de edad–, si sigue seduciendo con la delicada tensión de sus diálogos temerosos y expresivas miradas, es porque Renán supo ser también un realizador sensible, un buen articulador de sus piezas, aptitudes que volvió a demostrar en algunos momentos de su filmografía posterior. Exceptuando, claro, La fiesta de todos, que, dicho sea de paso, fue la única de sus películas que no apareció mencionada en el catálogo del BAFICI.

Por Fernando G. Varea

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