Una flor híbrida

PEQUEÑA FLOR
(2022, Petite fleur; dir. Santiago Mitre)

Es curioso cómo Mariano Llinás se ha mostrado sagaz y lúdico cuando dirigió sus propios guiones (al menos los de Historias extraordinarias y La flor), mientras que cuando participa como guionista en películas de Santiago Mitre prima la sensación de prometerle al espectador algo que finalmente no se cumple del todo, de barajar elementos provocadores sin saber mucho qué hacer con ellos, de plantear diálogos y situaciones que no conducen a ningún debate fértil. Ocurría en la remake de La patota (2015), en La cordillera (2017) y se repite ahora en Pequeña flor (habrá que ver qué sucede con Argentina, 1985). Lo novedoso aquí es que Mitre, tomando como punto de partida una novela de Iosi Havilioun, se diferencia de sus anteriores películas –dramas sobre problemáticas sociales que parecían alentar la discusión, incluyendo la sobrevalorada El estudiante (2011)–, proponiendo un relato de humor negro con ribetes fantásticos, pero el resultado sabe a poco. Una vez más, vale preguntarse qué quisieron contar Mitre y Llinás: si su propósito fue acercarse a la comedia o al terror, cuesta encontrar buenos gags y sobresaltos ante alguna forma de horror, y si se apostó al disparate, vienen a la memoria películas superiores como De repente, el paraíso (2019, Elia Suleiman).
La acción transcurre en una pequeña ciudad francesa y los principales personajes son un dibujante (Daniel Hendler, logrando una vez más empatizar con los espectadores con recursos propios), su hiperquinética mujer (Vimala Pons, a quien tal vez algunos recuerden como la pareja del ex marido de Isabelle Huppert en Elle, de Verhoeven), la beba de ambos, un sinuoso vecino amante de los buenos vinos y la música (Melvil Poupaud, aquel jovencito de Cuento de verano, de Eric Rohmer), y un estrafalario gurú (el español Sergi López, visto en Rifkin’s festival, Lázzaro felice, El laberinto del fauno y muchas otras). Los enredos se suceden cuando el primero pierde el trabajo, su esposa consigue rápidamente uno que no le gusta, el vecino aparentemente muere por un accidente y el chamán involucra a la pareja central en los absurdos ejercicios de su terapia. Ahora bien: ¿los incidentes provocados por las necesidades o exigencias de un bebé, o la idea narrativa de un hecho repitiéndose como en loop, no se han visto en cine antes y mejor? Que el (supuestamente) asesinado sea quien cuente la historia en off, o que el principal personaje femenino confiese que necesita masturbarse con frecuencia ¿bastan para provocar la risa? No resulta muy comprensible que el ilustrador empiece de pronto a garabatear dibujos ligeramente obscenos o que una amable vecina aparezca a ofrecerse para cuidar a la niña y prepararles comidas. Se podrá decir que Pequeña flor es sobre los pensamientos, deseos y temores que asaltan a un hombre inseguro por distintas circunstancias, pero aun así el conjunto luce disperso, como si por momentos todos se sintieran impulsados a divertir sacudiéndole la solemnidad a eventos delicados, como un parto o un asesinato.
Cuando Pequeña flor da un poco de respiro en medio de las gesticulaciones, evidencia esmero formal –en la composición de algunos planos y el buen uso de los exteriores, o por ejemplo en la irrupción en la casa de la vecina cubierta de plantas–, tendiendo a lo que podría verse como un cuento quizás mágico, sin dudas macabro.
Finalmente, algunas de sus características recuerdan a Competencia Oficial (Cohn/Duprat), estrenada este año: varios actores extranjeros, vistosas locaciones en las que no aparece nada representativo de nuestro país, chistes sin brillo. En el film de Mitre lo argentino apenas asoma (Hendler es rosarino y le hablan de las islas del Paraná, pero casi no habrá en el transcurso del film otra referencia a nuestras costumbres o nuestra historia) y las palabras en francés lo dominan hasta ocupar incluso el título en algunos afiches. Dicho sea de paso: la petite fleur no es el ceibo ni el irupé litoraleño sino un tema compuesto por el músico estadounidense de jazz Sidney Bechet (además de un posible guiño a la flor nada pequeña de Llinás, la película antes mencionada). ¿Será así el cine argentino de calidad que empezaremos a ver de ahora en más? El problema, desde ya, no son las coproducciones con actores de otros países, sino que, a diferencia de las que hizo Torre Nilsson en los ’60, o de algunas dirigidas décadas después por María Luisa Bemberg, Fernando Pino Solanas o Edgardo Cozarinsky, en éstas lo regional o latinoamericano –con sus matices, sus problemas, su bagaje cultural– se diluye a favor de una lustrosa e insustancial hibridez.

Por Fernando G. Varea

Una revista, la misma ciudad, otros tiempos

Una nueva sorpresa ofrecida por el Archivo Histórico de Revistas Argentinas, suerte de oasis para quienes extrañamos esos estimulantes objetos de divulgación y entretenimiento que hoy apenas sobreviven en formato papel llamados revistas: cinco números de la publicación cultural rosarina Arte Litoral, creada a comienzos de 1958 por Rafael Oscar Ielpi, Gabriel Letier, Luis Ortolani Asuar y Humberto Gianelloni (no está subido el último número, aparecido al año siguiente). “El litoral es el lugar de enunciación elegido y construido por la revista ya desde su título y por el origen de quienes colaboraron en ella, aunque no tanto por los asuntos abordados”, sostiene Marcelo Bonini en la presentación. Revisar esos ejemplares de Arte Litoral –que pueden descargarse gratuitamente– permite intuir el clima del ambiente cultural de la ciudad en aquellos tiempos en los que Arturo Frondizi era presidente de la Nación, Carlos Sylvestre Begnis gobernador de la provincia y Luis Cándido Carballo intendente de Rosario (los tres de la Unión Cívica Radical Intransigente), al tiempo que revela el esfuerzo que implicaba el desarrollo de algunos proyectos y, asimismo, ciertos problemas que parecen haber continuado a través de las décadas.
Entre los jóvenes que aportan sus textos en el primer número se encuentran Ielpi y Walter Operto, con sendas poesías, y Mirko Buchín, con una reseña sobre el Teatro Dramático del Litoral. En una de las secciones se publica información sobre las funciones del Cine Club Rosario, que se realizaban en Mitre 731. En el Nº 4 puede leerse una nota de Rubén Naranjo (“alumno del Instituto Superior de Bellas Artes de Rosario”), otra de Víctor Iturralde Rúa (“cineísta destacado”), un capítulo de una novela inédita de Fernando Chao (el escritor y periodista español que ya era respetado jefe de la sección Espectáculos del diario La Capital), una nota de Salomón Lotersztein sobre un polémico festival de cine argentino en Santiago del Estero (titulada “Aguas demasiado caldeadas en las termas de Río Hondo”) y otra sobre “la breve historia del Instituto de Cinematografía de Rosario”, que no contaba con subvención oficial y funcionaba en un espacio cedido por la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación (que veintiún años después comenzaría a llamarse Facultad de Humanidades y Artes), con Alejandro Saderman y Rodolfo Kuhn entre sus profesores, y en cuyo acto inaugural “disertó Fernando Birri”. En otra de las secciones se menciona la reciente visita a Rosario del poeta cubano Nicolás Guillén y del escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Entre los firmantes de producciones literarias o periodísticas publicadas a lo largo de 1958 aparecen Nicolás Rosa, Irma Peirano y Hugo Padeletti.
Un dato de indudable relevancia histórica es la mención en el 5º número de la revista de “la primera documental rosarina” (La inundación, de un tal Luis Mervar). También hay allí un artículo sobre “quienes posibilitaron en 1958 el reencuentro del cine argentino”, en el que, dentro de las películas nacionales estrenadas durante ese año, se alaba a El jefe (dirigida por Fernando Ayala, debut de la productora Aries) como “película de más valores argentinos” y El secuestrador (dirigida por Leopoldo Torre Nilsson) como “la de mayores valores formales”. La extensa nota (sin firma, aunque seguramente escrita por Manuel y Salomón Lotersztein, encargados de la sección Cine y Teatro) destaca, entre los nuevos actores, a Leonardo Favio: “Creemos –sostienen– que se puede esperar mucho, pero mucho de él, a poco que los directores lo sepan hacer rendir”. Se agrega un balance del año de las actividades del Cine Club Rosario, mencionándose algunas charlas y debates “aunque no abundaron” y considerando que “hay vetas aún totalmente inexplotadas, como la publicación de un periódico que reflejara la inquietud de nuestra ciudad por el séptimo arte”, además de la novedad de un cortometraje dirigido por Enrique Davidowicz (quien poco después comenzaría a hacerse conocido con el apellido abreviado, Dawi) junto al equipo técnico del mencionado ”Instituto de Cinematografía de Rosario”, y en cuyo libreto habían participado escritores rosarinos. La ribera era su título, y se esperaba su estreno para 1959, recompensando de ese modo “los esfuerzos de estos entusiastas jóvenes que, privados de todo apoyo oficial y librados a su iniciativa individual, crearon esa realidad que es hoy el Instituto de Cinematografía de Rosario”.

Por Fernando G. Varea

Mosaico criollo

EL FULGOR
(2022; dir. Martín Farina)

El film más reciente del inquieto Martín Farina (del que ya habíamos escrito algo aquí, después de haberlo visto en la última edición del BAFICI) es una suerte de mosaico, un conjunto de piezas encadenadas no de manera convencional sino como un ida y vuelta permanente, como procurando plasmar ciertos estados del sueño o de la memoria, lo cual no lo convierte en un ejercicio presuntuoso sino en una intensa experiencia para los sentidos.
Si bien hay en El fulgor raptos de violencia (inesperados balazos o empleo de rifles y cuchillos), la atención no está puesta en la matanza de animales sino en ciertos hábitos del trabajo con sus restos, alternándolos con recuerdos o deseos de dos muchachos, uno de los cuales (Vilmar Paiva) participa de esas faenas, mientras que el otro (Franco Heiler) es una presencia elusiva, un ángel o un Adán –tatuado– que descansa, deambula y come una manzana en una especie de paraíso. Las rutinas en el campo abarcan momentos de contemplación de la naturaleza y van virando hacia los ensayos y estallidos de adrenalina de las comparsas del carnaval, donde ambos personajes coinciden en un momento fugaz.
¿Hay una intención de vincular la vida de los animales con la de las personas? Así podrían indicarlo determinados detalles, desde las miradas de vacas o caballos (casi interpelándonos) o las pequeñas arañas que parecen trepar al cielo hasta los bellos planos de aves vislumbradas en medio del follaje, quizás cisnes en los que parecen convertirse los jóvenes cuando se disponen a bailar en las calles. ¿El propósito final es dejarse llevar por la belleza o la seducción que pueden suscitar ciertas imágenes? Es posible, según expresan el paisaje de la carne (el cine afortunadamente priva a los espectadores del tacto y el olor, por lo cual la untuosa manipulación de tripas y huesos sólo se nos ofrece a través de la vista) y el de los movimientos y la tersura de cuerpos jóvenes masculinos (vistiéndose o desvistiéndose, adornándose con perlas, lentejuelas, purpurina y corazones recortados, no feminizándose sino jugando distraídamente con cierto homoerotismo). Al respecto, resulta interesante el uso en muchos tramos del blanco y negro, que estiliza y perturba menos. ¿Farina desperdiga y combina elementos relacionados con nuestra tradición y nuestra cultura, aproximándose a lo mitológico? Es lo que sugieren la figura del joven gaucho de piel curtida inmerso en los quehaceres del campo, calentando sus alpargatas frente al fogón y lanzándose a bailar endiabladamente en medio de las comparsas, o los despojos que se arrastran y se barren, huellas de antiguos progresos, de celebraciones y quehaceres que pasan por la vida y se deslizan por la memoria.
Más que en Lucrecia Martel, El fulgor parece abrevar –conscientemente o no– en Juan Moreira (la música intensa con variaciones, las fogatas al atardecer, el joven gaucho agitándose con su pelo transpirado) y otros films argentinos de los años ’70 (El familiarLa hora de María y el pájaro de oro), e incluso recuerda ciertos rasgos de la obra de Jorge Acha.
Las objeciones posibles (el hecho de tomar material previamente registrado o compartido con el aquí coproductor Marco Berger, el regodeo con la fotogenia de sus actores y no actores, la broma de un chico chistando para acallar el sonido que tal vez provenía de un sueño) son eclipsadas por la atracción que produce el rosario de imágenes y las posibles conexiones entre ellas, y, sobre todo, la excitante banda sonora: susurros, relinchos, aleteos, cacareos, zumbidos o truenos se unen y confrontan con la música (de Jorge Barilari y el propio Farina) creando un fondo sonoro que es también forma, en el que tienen cabida tanto la euforia de una batucada como un conmovedor poema escrito y dicho por El Cuchi Leguizamón.

Por Fernando G. Varea

Sean eternos los fulgores

Hace dos años no llegó a hacerse, detenidas las expectativas por la irrupción del Covid 19; el año pasado fue virtual, con escasas funciones presenciales; este año, el BAFICI pareció un puñado de centelleos entre escombros, una muestra de cómo la pandemia y las crisis de distinto tipo que atravesaron duramente a nuestra sociedad han dejado huellas y, a su vez, de cómo el cine (incluyendo el de nuestro país) sobrevive, sin que falten talento y esfuerzo para alzarse por sobre las difíciles circunstancias. Puede resultar injusto, de todas maneras, limitar a la situación económica y a las angustias e incertidumbre de la gente –que aún perduran– los motivos por los cuales la edición Nº 23 del festival estuvo más lejos que nunca de sus mejores tiempos.
El clima de fiesta y encuentro que implica todo festival no se incentivó demasiado: no hubo funciones especiales para la prensa, eventos especialmente convocantes con ánimo celebratorio ni charlas o debates que pudieran competir con las ganas de asistir a ver una película; tampoco publicaciones, ni siquiera el catálogo impreso de todos los años. El propio spot promocional diluía el entusiasmo, mostrando a una joven que dejaba su bicicleta y sus auriculares para enfrascarse en el disfrute de una película en una sala de cine… sola (sabemos que el encanto del cine en el cine está no sólo en las bondades de la oscuridad y el sonido envolvente sino en el hecho de atravesar la experiencia rodeado de gente, generalmente desconocida). Aunque las entradas fueron accesibles y en las salas solía verse una considerable cantidad de público, hubieran tenido que pensarse otras (o más) estrategias para que mayor cantidad de personas acostumbradas al streaming acudiera al Gaumont, la sala Lugones y otras salas porteñas, esta vez céntricas. La idea de agregar antes de cada función un breve registro del gran Manuel Antín reflexionando sobre el cine era bienvenida, si bien hubiera sido mejor sumar voces de otros directores veteranos.
En cuanto a las películas proyectadas –compitiendo en pie de igualdad largos y cortometrajes–, queda la sensación de que la chispa que enciende la magia del cine hoy perdura gracias a producciones poco ambiciosas en términos de producción, diferenciadas del formato que adoptan otras apoyadas y promocionadas por poderosas plataformas.
PERRONE, MOGUILLANSKY, FARINA. Tres de los directores argentinos más interesantes en actividad confirmaron sus respectivos rasgos de estilo y predilecciones temáticas. Sean eternxs (que recibió un único premio, de la Asociación de Cronistas Cinematográficos) y La edad media (premio al Mejor Largometraje de la Competencia Argentina) tienen algunos momentos mejores que otros, pero son honestas y cautivantes, aunque la primera sea como un semidocumental abierto a beneficiosas digresiones y la otra una suerte de comedia familiar. En Sean eternxs (título que parece desprenderse de una versión rocker del Himno Nacional que se interpreta en una escena), Raúl Perrone vuelve a pasear melancólicamente su mirada por el conurbano bonaerense y sus jóvenes: un ladronzuelo con problemas de adicción que cuenta en off parte de su historia, otros pibes y un par de chicas que toman cerveza, nadan o juegan al vóley en un club de barrio, o visitan la guardia de un hospital. El cuadro humano se desvía ocasionalmente hacia otros personajes (una chica cantando un blues en plena calle) y situaciones (los ensayos para unos bailes en carnaval, la intimidad de un rezo), recurriendo a travellings, primeros planos, voces lejanas o sonido ambiente sustituyendo los diálogos, un uso casi excluyente del blanco y negro, diversos toques musicales que a veces asoman abruptamente, la cámara sobrevolando como comprendiendo o acompañando a esos seres. Unas tomas con drones y la inserción de los jóvenes yendo a ver Yo, un negro (1958, Jean Rouch) pueden discutirse por salirse un poco de la autenticidad de ese paisaje del suburbio, en tanto seducen enormemente los efectos de jugar con las burbujas y destellos del agua de la piscina en la que se sumergen, o la manera con la que los golpes de la ficha en el juego del sapo resuenan, dándole a una acción insustancial un tono fantasmal o misterioso. Uno de los puntos altos es la secuencia de un diálogo muy espontáneo y revelador en un bar entre dos de los pibes con una chica un poco mayor, ya madre, que termina con unas lágrimas y una caminata de los tres por la ciudad, con la piedad o la ternura anulando posibles trazos de sordidez.
El título La edad media posiblemente aluda a la edad de la niña protagonista (la encantadora Cleo Moguillansky, obviamente con algunos años más que en La vendedora de fósforos), conviviendo en su casa con sus padres en plena pandemia. Planos, colores, luz, vestuario, detalles: como suele ser habitual en el cine de Alejo Moguillansky (aquí en codirección con Luciana Acuña), hay una minuciosidad estética complementada con un halo de frescura, en buena medida por la gracia que desprenden los personajes y el sentido del humor del planteo. Acá no faltan los incidentes derivados de las clases por zoom, las mascarillas y los barbijos, en medio de pequeños gags y tímidos chistes, toques musicales (boleros, música clásica, Tom Waits), un libro que va y viene (Esperando a Godot), las ganas de comprarse un telescopio para estudiar los astros y hasta un perro que observa todo como intentando entender lo que sucede a su alrededor. El film se disfruta más cuando apuesta al disparate (como el vínculo con un motoquero repartidor bastante amigable) que a lo autorreferencial, o incluso cuando recurre a sobreimpresiones y sencillos efectos para expresar situaciones que la protagonista imagina. Como actriz, Acuña sobreactúa con subrayados y acrobacias pero resuelve con convicción una significativa secuencia –reveladora de cierto estado de ánimo general– en la que se plantea hasta qué punto puede seguir haciéndose arte del mismo modo que antes de la pandemia. Si soy lo que hago y ya no lo hago, entonces ¿quién soy? se pregunta, en otro momento, deslizando otra punta para la reflexión. Curiosamente, el film de Moguillansky-Acuña se toca, por varios motivos, con Un pequeño gran plan, de Louis Garrel, que formó parte de la Competencia Internacional, pero a pesar de algunas ironías y una energía saludables, la película francesa termina resultando más frívola e improvisada, además de no poder disimular una mirada paternalista sobre los países periféricos.
Menos conocido, salvo en el circuito de los festivales, Martín Farina brinda en El fulgor (premios Estímulo de la Competencia Vanguardia y Género y de la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales) una intensa experiencia para los sentidos, a través de un par de muchachos (Vilmar Paiva y Franco Heiler, habituales en el cine de Marco Berger, coproductor en este caso) que cruzan sus vivencias, deseos, sueños y/o recuerdos en el campo entrerriano. En poco más de sesenta minutos, plasma un ensayo audiovisual que pone su atención en las faenas rurales y el sacrificio de los animales para ir desviándose hacia los preparativos del carnaval y el estallido de bailes de las comparsas. Con un trabajo con el sonido del propio Farina junto a Gabriel Santamaría realmente admirable –sacudidas de plumas, cacareos, susurros o el rumor del agua se combinan con una excitante banda sonora y hasta con una conmovedora copla en la voz del Cuchi Leguizamón, dato no consignado adecuadamente en los títulos– y secuencias de fascinante belleza, va de la untuosa manipulación de restos de animales hasta momentos de contemplación en medio de la naturaleza mesopotámica, asimilando lo salvaje con lo mitológico, lo lírico con lo homoerótico. Más que en Lucrecia Martel, el film de Farina parece tener algunos puntos de contacto con el cine de Favio de los años ’70 o con La hora de María y el pájaro de oro (1975, Rodolfo Kuhn).
Valga señalar que en ninguna de estas películas las búsquedas plásticas o el esmero formal resultan excusas para ocultar aspectos de la realidad cotidiana actual de los argentinos: aun siendo diferentes una de la otra, en las tres hay personajes resistiendo en medio de dificultades, alternándose el ocio y la fantasía con el trabajo, las carencias y preocupaciones.
DOS MAESTROS. No hubo en esta edición muchas películas de realizadores consagrados admirados por los cinéfilos: apenas Hong Sang-soo, Claire Denis, Darío Argento, Alain Guiraudie y algún otro, más los grandes Paul Schrader y Marco Bellocchio. The card caunter, escrita y dirigida por Schrader, es un film de ficción con Oscar Isaac como un ex militar estadounidense enfrascado en su nueva vida como jugador profesional de póker, envuelto en una luz noctámbula, con el universo de las apuestas fusionándose con duros recuerdos del protagonista, haciendo de todo ello una visión oscura y abatida de ciertas zonas de la sociedad estadounidense. Realizado con rigor, climas tan hipnóticos como su música, y algunos medios expresivos poco convencionales (por ejemplo para exponer los castigos a prisioneros en las cárceles), The card caunter permite respirar un poco con el ingreso, en determinado momento, a un jardín botánico artificialmente iluminado, así como con las presencias de Tiffany Haddish y Tye Sheridan, más convincentes que Isaac encarnando a una más de las conflictuadas criaturas schraderianas.
Marx puede esperar, en tanto, es un documental que Bellocchio realizó no tanto sobre el suicidio de su hermano gemelo en 1968 sino, en definitiva, sobre su familia. Televisivo en su estructura –con testimonios de parientes, un psiquiatra y un sacerdote amigos, más unos pocos fragmentos documentales y de sus películas– el film es, no obstante, movilizador, con más de un momento que conmociona al espectador. Demuestra, además, cómo el realizador italiano se ha nutrido de lo que ha rodeado a su vida y a su grupo familiar para edificar su abundante filmografía, lamentablemente insuficientemente conocida en nuestro país (a propósito: qué bueno hubiera sido una retrospectiva, aunque no fuera completa, de la obra de estos directores en el festival).
MUJERES DETRÁS Y DELANTE DE LAS CÁMARAS. Como oasis en el frenesí porteño, la portuguesa El movimiento de las cosas (1985), que participó de la sección Rescates, y Small, slow but steady (película reciente del japonés Shô Miyake), programada en el apartado Trayectorias, impusieron su tibieza, su serenidad, sus retratos humanos sin efectismos. En la primera hay una mujer detrás de cámara: es la única película que Manuela Serra dirigió, dejando el cine ante la indiferencia despertada por la misma. Una sensitiva inmersión en el pausado ritmo de vida de una aldea portuguesa, con la sencilla preparación de las comidas, el cuidado de los animales y el paso del tiempo registrado con pudor por la cámara: de eso se trata este documental poético, como acertadamente lo definió la cinemateca portuguesa. Small, slow but steady (Pequeño, lento pero constante) sigue la vida de una boxeadora con una discapacidad auditiva, que trabaja como camarera de un hotel y, arisca para los afectos, encuentra contención en el entrenador del gimnasio, quien imprevistamente se enferma. Pero casi no hay lágrimas aquí, y la emoción siempre aparece contenida, con la actriz Yukino Kishii en un trabajo recordable, el deporte como medio de superación sin escenas triunfalistas a la vista, y los efectos de la pandemia afectando las vidas grises de los personajes casi como las de cualquiera de nosotros. La textura del 16 mm contribuye a la melancolía de los ambientes, extendiéndose incluso cuando aparecen los títulos finales, como sugiriendo que la historia se prolonga en otras.
ALTIBAJOS DEL CINE ARGENTINO. El Mejor Cortometraje de la Competencia Internacional fue Ida  (del verbo ir, no como el nombre del título de la película de Pawel Pawlikowski) y lo realizó el argentino Ignacio Ragone, egresado de la ENERC. Travellings desde ventanas de avión o de trenes registrando viajes, cruces de puentes y recorridos por rutas diversas acompañan las voces de un abogado que está por morir y la de un joven decidido a ayudarlo después de haberlo conocido. Aunque la originalidad del planteo (contar la historia sin apartarse durante trece minutos de esa sucesión de imágenes y esas voces en off) puede resultar un poco antojadiza, el film genera empatía. El mejor corto de la la Competencia Argentina, por su parte, fue, según el jurado, El nacimiento de una mano, de Lucila Podestá, porteña egresada de la UBA. Atractivo experimento el suyo, apelando a elementos diversos (material de youtube, mensajes de whatsapp, voz en off, algun dato histórico sobre el origen de las radiografías, dibujos y garabatos) para reflexionar sobre el valor de las manos y el estudio de las mismas. Entre los cortos estuvo también Acordate dame un beso al despertar, de la rosarina Estefanía Clotti, egresada de la EPCTV y de la Escuela para Animadores de Rosario, que se exhibió en la sección Familias. Ensayo animado sobre los vínculos de la realizadora con las mujeres de su grupo familiar a lo largo de los años, expresado con cartas que despliegan escritos y dibujos, es de una belleza arrebatadora, sobre todo por apelar a técnicas que juegan con la gracia de lo artesanal, la fuerza de los colores, los sobreencuadres y las conversaciones de fondo que permiten intuir sensaciones derivadas de la vida misma. Facturas de impuestos o una estampita religiosa pueden superponerse con imágenes de plantas, un chico jugando con un globo de agua o incluso dos manchas de distintos colores que se entrechocan y se atraen como personas. Las confesiones en off se ubican en un nivel menor de efectividad, tal vez porque sobreabundan o por ser un recurso que viene repitiéndose en cierto cine argentino actual.
En cuanto a los largometrajes, Amancay, de Máximo Ciambella (Gran Premio de la Competencia Argentina) aporta la naturalidad de sus actores jóvenes (incluyendo previsiblemente una aspirante a actriz), una ambientación nada impostada y algunos apuntes aptos para la discusión respecto a la temática del aborto, pero no mucho más. En Camuflaje (Premio Especial del Jurado en la Competencia Argentina) Jonathan Perel vuelve a inquietarse con lo que sugieren espacios vinculados a la última dictadura, aunque ahora no con la parquedad y el perturbador despliegue de datos irrefutables de Responsabilidad empresarial (2020) sino a través de Félix Bruzzone, joven escritor y corredor que, mientras recorre las instalaciones de Campo de Mayo, intenta encontrar allí vestigios de su funesto pasado como campo de detención ilegal (donde estuvo su madre desaparecida), haciéndose preguntas e intercambiando dudas e impresiones con distintas personas, vinculadas de una u otra manera al lugar. Utilizando términos que bien se adaptan a la afición del protagonista por correr, puede decirse que el film de Perel es un saludable ejercicio. No tan pulido quizás, pero que contagia al espectador los interrogantes que asaltan a Bruzzone y lo llevan a compartir sus sensaciones.
Finalmente, Fanny camina, codirigida por Alfredo Arias e Ignacio Masllorens (que integró la Competencia Internacional), defrauda, procurando plasmar la imaginaria recorrida de la actriz Fanny Navarro (1920/1971, amiga de Eva Perón y encendida militante peronista, posteriormente perseguida) por lugares de la Buenos Aires actual, a la vez que dialoga con personajes históricos de su tiempo. Luchar te hizo actriz, le dice la madre, en una de las escasas líneas de diálogo lúcidas, así como, en referencia a las marchas con antorchas y misas por la salud de Evita, ésta dice Esas ceremonias en vez de ahuyentar a la muerte la llaman. En cambio, cuando un personaje dice en un momento Las divas son antiperonistas, parece estar hablando de la actualidad (hubo divas del cine peronistas, en distintas épocas). Y entre apócrifos registros cinematográficos de propaganda peronista, ridículamente burlones (Sea feliz, No joda al prójimo, se lee en un cartel), una que otra torpeza (en una sala proyectan Deshonra con una visible marca de agua borroneada en la pantalla), una Evita desangelada y un tono impostado que distancia al espectador, Fanny camina recuerda a cierto cine argentino de los ’80 y ’90 donde lo alegórico y recursos formales usados medio al voleo rozaban el acartonamiento y el ridículo. Tampoco busca comprender el fenómeno del peronismo sino representarlo con frialdad, echando mano a ironías algo elementales y sin hacer mención alguna a los derechos y reivindicaciones que levantó este movimiento político, o a las privaciones de quienes lo celebraron, sin lo cual no podría nunca explicarse su existencia.

Por Fernando G. Varea
Imágenes: fotogramas de Acordate dame un beso al despertar y La edad media.

Juegos de artificio

COMPETENCIA OFICIAL
(2021; dir: Gastón Duprat/Mariano Cohn)
AZOR
(2021; dir. Andreas Fontana)

El cine siempre es verdad y artificio, aunque hay ficciones que apuestan claramente a esto último, procurando que lo lúdico o lo absurdo se impongan por sobre la representación verosímil: ejemplos hay muchos y diversos. El más reciente film de la dupla Cohn-Duprat (los mismos de El hombre de al lado y El ciudadano ilustre) propone, precisamente, una suerte de juego ácido en torno a las actitudes egocéntricas y competitivas que suelen habitar el mundillo del cine. Para ello se vale básicamente de tres personajes, envueltos en la preparación de una película surgida del anhelo de un millonario de dejar un legado prestigioso.
El punto de partida es válido pero la propuesta termina siendo vistosa en términos escenográficos tanto como trivial en cuanto al enfoque del medio que supuestamente retrata. Dichos personajes, en principio, son estereotipos: la directora excéntrica (y por lo tanto lesbiana), el actor popular (y por lo tanto mujeriego), el actor prestigioso (y por lo tanto casado con una mujer que es una caricatura de lo progre). Todo lo que va ocurriendo es la demostración, una y otra vez, de lo que cada uno de ellos representa: los extravagantes métodos y las exigencias de la directora, la falta de sutilezas del galán exitoso, las muestras de irritación del inflexible actor serio por todo lo que considera vulgar o contrario a sus principios.
Algunos sarcasmos desperdigados funcionan, incluyendo dos o tres reflexiones sobre determinados conceptos (si una película es mejor o peor, por ejemplo) que, con invariable displicencia, dispara la realizadora (Penélope Cruz logrando, a pesar de todo, hacer medianamente creíble y querible a su personaje); asimismo, puede advertirse cierta búsqueda en el criterio de la dirección artística (responsabilidad de Alain Bainée) y el empleo de planos generales exhibiendo edificaciones exuberantes por donde circula el trío en cuestión. Si por momentos asoma el recuerdo del cine de Jacques Tati, queda solo en la cáscara: en Competencia oficial los sitios sirven únicamente para confirmar lo que sabemos de los personajes (ejemplo: la casa del actor prestigioso) o adornan la acción sin provocar gag alguno relacionado con la monumentalidad arquitectónica. Una frialdad publicitaria se impone, y si la intención fue articular un universo cerrado en sí mismo, cabe preguntarse cuánto representa al cine actual –más aun teniendo en cuenta que se trata de una película realizada por directores argentinos– esos ámbitos lujosos y el desentendimiento por problemas de financiación, producción, contratos, etc. Ocasionalmente el film insinúa juegos con el sonido, aunque sin plasmar nada ingenioso al respecto.
En tanto, las situaciones supuestamente graciosas son de una insignificancia que defrauda, como lo demuestran las secuencias de los besos y las puteadas. La confusión de la pareja culta al escuchar un disco al mismo tiempo que los martilleos del vecino tiene su gracia, pero no puede decirse que sea un recurso cómico brillante. El hecho de que el empresario millonario (José Luis Gómez) no haya leído el libro cuyos derechos compró es una ironía tan obvia como las características del sótano donde el actor respetado (Oscar Martínez) da sus clases o la manera en que les habla a sus amedrentados alumnos. Innecesario e insensible, además, el regodearse con la supuesta enfermedad mortal de uno de los personajes como recurso para una sorpresa posterior. ¿Habrán visto alguna vez Cohn y los Duprat (Mariano y su hermano Andrés, coguionista y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de CABA) un film de Buñuel?
Competencia oficial –que, curiosamente, en ningún momento muestra la proyección de algo filmado, ni siquiera en una computadora– termina siendo apenas una serie de bromas poco perspicaces sobre algunos aspectos del quehacer audiovisual, con escenas que se extienden varios segundos más de lo conveniente y tramos que se corresponden más con el espíritu de ensayos teatrales que con la aventura de hacer cine.
Otros son los problemas de Azor, ya que, en principio, su historia ligada a los intereses y sospechas que reinaban en la Argentina de la última dictadura apunta a la intriga. El realizador, suizo radicado desde hace unos años en nuestro país, desconcierta al imprimirle a la llegada a Buenos Aires de un banquero privado europeo (Fabrizio Rongione, actor habitual en el cine de los hermanos Dardenne) para sustituir a su socio desaparecido, un tono seco, indolente, desdramatizado. Es cierto que los ámbitos en los que se mueve dicho personaje (caserones, una estancia, un hotel, el hipódromo, el Círculo Militar) son espacios confortables pero privados de vitalidad, elegantemente fríos, en los que todos (aun formando parte de un sector social con privilegios) expresan la tensión de la Argentina de 1980 –año en que transcurre la acción–, como si no disfrutaran mucho de nada. Pero el clima de distanciamiento y desconfianza no debería llevar al protagonista a un intercambio tan débil o artificioso con sus diversos interlocutores. Si muchas de las personas con las que se relaciona son desconocidas y eso lo inhibe, o reprimen la sinceridad, no debería ocurrir lo mismo con su propia esposa (Stéphanie Cléau), quien –mientras fuma todo el tiempo impostando gesto distinguido– nunca parece expresar emoción alguna.
Las alusiones a la vida cotidiana durante la dictadura (“La situación aquí era catastrófica” dice el conserje del hotel, como señal de complicidad o justificación, del mismo modo que otros personajes afirman “Estamos en una etapa de purificación” o “Los parásitos hay que erradicarlos”), o a ciertas características de nuestra oligarquía (“Mis hijos no hacen más que especular, solo piensan en la plata”, se lamenta un terrateniente), a veces completan adecuadamente el friso sombrío y otras recuerdan a cierto cine argentino declamado de años atrás.
Sin dudas, un lastre de Azor es la elección –o la dirección insuficientemente eficaz– de los actores, que dialogan con despareja convicción combinando el francés y el inglés con el español. Entre ellos casi no hay argentinos: apenas el realizador Pablo Torre (como un oscuro obispo casi salido de un film de terror) y el santafesino Juan Pablo Geretto (en un papel diferente a los que suele interpretar), además de la fugaz aparición de otro director, Mariano Llinás. Este último colaboró también en el guion: precisamente, puede decirse que el tono de Azor recuerda a algunas películas en las que Llinás intervino como guionista (Secuestro y muerte, La cordillera). Aquí hay también un rodeo algo difuso por sitios a los que el ciudadano de a pie no tiene acceso, deslizándose ligeras referencias a una que otra figura histórica.
En la búsqueda del protagonista y en el desenlace, parte de la crítica ha visto algo de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad; asimismo, ciertos elementos (el guitarrista que entretiene a los visitantes a la estancia, la mezcla de idiomas entre hombres de negocios en pleno campo argentino) traen a la memoria a Paula cautiva (1963, Fernando Ayala, basada en un cuento de Beatriz Guido). Pero con su título intrigante, la división dudosamente necesaria del relato en cinco capítulos y la voluntad de involucrar al espectador en una trama tenebrosa sin generar empatía ni suspenso, Azor, si bien luce esmerada en términos formales y se sumerge en asuntos deseables de ser rescatados por el cine, lo hace de manera desangelada, como demasiado preocupada en no caer en las fórmulas de un thriller.

Por Fernando G. Varea

Cuando en el cine pasan lista

Seguramente no debe haber docente que no conozca La sociedad de los poetas muertos (1989, Peter Weir) y que no haya experimentado alguna forma de emoción o identificación al ver esa u otras películas estadounidenses o europeas de ficción centradas en profesores y grupos de estudiantes. A veces utilizadas como disparadores de charlas o clases, las producciones de este tipo son muchas e integran un conjunto variopinto, en el que caben desde un clásico hollywoodense como Al maestro con cariño (1967, con Sidney Poitier) hasta una fábula almibarada como Los coristas (2004, Christophe Barratier) y el sensible documental Ser y tener (2002, Nicolas Philibert).
Mientras que, a través de los años, decenas de películas extranjeras fueron expresando los chispazos que acompañan la vocación docente y la vida estudiantil ¿qué películas argentinas aportaron una mirada adulta y reflexiva sobre ese universo?
Hubo quienes hicieron del ambiente escolar un mundo de una candidez dudosamente verosímil, como Abel Santa Cruz, autor de algunas historias escritas para Lolita Torres (La mejor del colegio, La maestra enamorada) y de programas televisivos que tuvieron su versión cinematográfica (Quinto Año Nacional, Jacinta Pichimahuida se enamora).
Durante el período del cine clásico la labor de maestros rurales era exaltada con rasgos heroicos y sentimentalismo, acorde a la valoración que, en general, se tenía de la docencia en esos tiempos: ocurre con el Maestro Levita encarnado por Pepe Arias en la película de 1938 dirigida por Luis César Amadori, y asimismo en La campana nueva (1949, Luis Moglia Barth), adaptación de una obra teatral que el mismo actor había hecho en teatro en 1947. Aunque se lo recuerda más como autor y actor de proyectos ligados a la ficción de terror, Narciso Ibáñez Menta fue entrañable maestro en las biopics Cuando en el cielo pasen lista (1945, Carlos Borcosque, guion de Tulio Demichelli, sobre el educador y pastor evangélico William C. Morris) y Almafuerte (1949, Amadori, sobre el poeta y docente Pedro Bonifacio Palacios), y también en la versión de Borcosque de la célebre novela de Edmondo de Amicis Corazón (1947). Del mismo escritor italiano se había llevado al cine unos años antes La maestrita de los obreros (1942, Alberto de Zavalía), vehículo para el lucimiento de la dulce Delia Garcés y una de las pocas veces que el cine argentino ubicó su acción en el ámbito de una escuela nocturna con alumnos adultos (otros ejemplos son La patota, de Daniel Tinayre, que tuvo no hace mucho una discutible remake, y algunas secuencias de Los días de junio, de Alberto Fischerman).
En esa época en la que nuestro cine recurría hasta el exceso a biografías y célebres fuentes literarias, no podía faltar un Sarmiento cinematográfico: Su mejor alumno (1944, Lucas Demare, guion de Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat), exitosa producción de Artistas Argentinos Asociados (que conformaban Demare, Enrique Faustín y los actores Enrique Muiño, Francisco Petrone, Ángel Magaña y Elías Alippi) con Muiño como el apasionado impulsor de la educación pública y Magaña como su hijo, partiendo de Vida de Dominguito. Es curioso cómo Sarmiento fue desapareciendo después de las ficciones televisivas y cinematográficas, probablemente porque miradas revisionistas lo fueron convirtiendo en objeto de discusión más que de veneración. En tanto Juvenilia, de Miguel Cané –otro de los libros sobre recuerdos estudiantiles que no faltaban en las bibliotecas de aquellas primeras décadas del siglo–, llegaba al cine en 1943: entre los jóvenes que encarnaban a los estudiantes del Colegio Nacional Buenos Aires en esta película dirigida por Augusto Vatteone estaban Gogó Andreu, Juan Carlos Altavista y Marcos Zúcker, actores que alcanzarían popularidad años después en TV.
En esos años hay también películas con profesores y estudiantes involucrados en enigmas policiales o situaciones de acoso (Atorrante, Poncho blanco, Canario rojo, la notable Si muero antes de despertar) y varias comedias (El complejo de Felipe, Escuela de sirenas… y tiburones, Muchachas que estudian, El profesor Cero), algunas con aliento romántico como Cuando florezca el naranjo (1943, Alberto de Zavalía, con guion de Alejandro Casona y una soñadora María Duval imaginando ser la heroína de las historias que narra su profesor Homero Cárpena) y La serpiente de cascabel (1948, Carlos Schlieper, también con Duval). Niní Marshall aportó, a su vez, diversas tropelías como alumna en Hay que educar a Niní (1940, Luis César Amadori), con las preadolescentes Mirtha y Silvia Legrand entre sus compañeras.
Cuando asomó Olga Zubarry como maestra en Los dioses ajenos (1958, Román Viñoly Barreto, guion de Hugo Moser) el cine estaba cambiando y la solemnidad de este largometraje –que parecía una excusa para mostrar paisajes jujeños en colores– ya se veía improcedente: aunque siguieron existiendo productos inocentones con populares actores cómicos como Luis Sandrini (El profesor patagónico, El profesor hippie, El profesor tirabombas), Carlos Balá (Las locuras del profesor) o Jorge Porcel (El profesor punk), la educación comenzó a ser abordada de manera más seria y menos idealizada.
Lo demuestra sobre todo una película en buena medida ejemplar: Shunko (1960), que traslada al cine la novela homónima publicada una década antes, en la que el maestro y científico argentino Jorge W. Ábalos volcaba experiencias propias en una escuela de Santiago del Estero. “¿Debe un maestro deformar la realidad?” “Veo tan poco a mi padre, quiero tanto a mi maestro”: con esas frases se promocionaba en los diarios esta versión adaptada por Augusto Roa Bastos, con producción de Leo Kanaf, dirección de Lautaro Murúa (actor chileno que ya era popular entre nosotros y que con 34 años de edad debutaba como realizador) y música de Waldo de los Ríos. Con un docente de ficción (encarnado por el propio Murúa con “la exacta medida de sobriedad y varonil ternura”, según señalaba el crítico Ernesto Schoo en La Nación) logrando una convivencia fructífera en una escuela en la que muchas veces las clases se desarrollan al aire libre y el aprendizaje es mutuo, Shunko es menos recordada que otras películas argentinas de la misma época, tal vez porque circulan copias de poca calidad y casi no tiene actores conocidos, o simplemente porque el retrato de afecto y carencias en el monte santiagueño no invita al glamour.
Mientras van apareciendo otras maestras más o menos verosímiles, en personajes secundarios (Las venganzas de Beto Sánchez, Tiro al aire, El rigor del destino, El amor es una mujer gorda), con la recuperación de la democracia en diciembre de 1983 cobran protagonismo estudiantes y docentes que representan situaciones dolorosas o confusas vividas en los años previos. Como Alicia (Norma Aleandro), la profesora de La historia oficial (1984, Luis Puenzo, guion de Aída Bortnik), quien –como muchos argentinos– iba descubriendo la trama sombría de la dictadura, eje de una película que, con sus más y sus menos, maniobrando suspenso y emoción, reveló ante el mundo la adopción ilegal de hijos de desaparecidos. Algo similar puede decirse de La noche de los lápices (1986, Héctor Olivera, sobre el libro homónimo de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez) que, por encima de su opacidad, logró visibilizar el secuestro y asesinato en septiembre de 1976 de un grupo de estudiantes secundarios de la ciudad de La Plata (algunos todavía hoy desaparecidos): su estreno, acompañado de movilizaciones, amenazas y atentados, tuvo repercusión en los cines pero más en TV, ya que su posterior emisión por Canal 9 obtuvo 52 puntos de rating. La primera parte de Los chicos de la guerra (1984, Bebe Kamin, basada en el libro homónimo de Daniel Kon) recordaba algunas formas de autoritarismo que la generación que debió combatir en Malvinas había sufrido en las escuelas, así como en el tramo final de La deuda interna (1988, Miguel Pereyra sobre guion propio escrito junto a Eduardo Leiva Muller) se alude también a la guerra cuando el protagonista, un maestro que ejerce su trabajo en una alejada comunidad jujeña (Juan José Camero), es testigo de cómo uno de sus alumnos es convocado para combatir y muere al ser hundido por los británicos el crucero General Belgrano en mayo de 1982. Si en Shunko la visión crítica de ciertos engranajes del sistema educativo y de la indiferencia ante desigualdades sociales excede el contexto político, el film de Pereyra es atravesado por referencias puntuales a acontecimientos ocurridos en la Argentina de los años ’70, de manera que la descripción del trabajo de un maestro en circunstancias adversas se integra a una suerte de reseña de hechos históricos.
Durante la última dictadura cívico-militar transcurren también La mirada invisible (2010, Diego Lerman sobre novela de Martín Kohan) –que no aporta nada nuevo utilizando el personaje de una oscura preceptora (Julieta Zylberberg) como alegoría parecida a las que prodigaba nuestro cine veinticinco años antes–, El premio (2011, escrita y dirigida por Paula Markovitch) e Infancia clandestina (2012, Benjamín Ávila con guion escrito por el propio Ávila junto a Marcelo Müller), las dos últimas con la singularidad de retratar esa época turbia desde el punto de vista de chicos, cuyas andanzas comprenden sus lazos afectivos con maestros y compañeros de escuela. Esto lo hace también otra película poco conocida que transcurre en la época actual, la mendocina Algunos días sin música (2013, Matías Rojo), valiéndose a menudo de tomas subjetivas para adoptar las miradas de los protagonistas, tres pibes dispuestos a compartir módicas aventuras tras el repentino fallecimiento de la maestra de Música.
Paula Hertzog, la niña actriz de El premio, trabajó después en Ciencias Naturales (2014, Matías Lucchesi), en la que una maestra (Paola Barrientos) la ayuda a buscar a su padre desconocido en las ásperas serranías cordobesas. De la misma edad pero de un colegio privado porteño es el personaje central de Juana a los 12 (2014, Martín Shanly), interpretado por la pequeña hermana del realizador, cuya apatía inquieta a familiares y educadores que no parecen muy preparados para comprenderla.
En las últimas décadas, en las ficciones fueron asomando educadores de distinta laya (Un lugar en el mundo, Valentín, El maestro) y escuelas como nostálgica representación de la infancia (Las puertitas del Sr. López), espacio de juegos y secretos (Kamchatka) o punto de partida de casos policiales resonantes (El caso María Soledad, Implosión), pero puede decirse que es en determinados documentales donde mejor se ha reflejado la riqueza del proceso educativo, empezando por La escuela de la Señorita Olga (1991, realizado en 16 mm por Mario Piazza con fotografía de Tristán Bauer), sobre la fértil experiencia educativa llevada adelante por Olga Cossettini en la Escuela Nº 69 Dr. Gabriel Carrasco del barrio Alberdi, de Rosario, desde 1935 hasta que fue declarada cesante en 1950. Antes que su nombre identificara a institutos educativos en distintas ciudades y a una calle de Puerto Madero (CABA), este film supo levantar la suave voz y el ejemplo de esta innovadora maestra reuniendo testimonios de sus ex alumnos y de su hermana y colaboradora Leticia, junto a coloridas ilustraciones de antiguos cuadernos y registros de aquellos paseos, recreos y cautivadoras clases.
Más adelante surgió un proyecto sin depurar que levantó revuelo en las redes, La educación prohibida (2012, Germán Doin), en tanto Los sentidos (2016, Marcelo Burd) registró la labor de un matrimonio de docentes primarios en un paraje salteño ubicado a más de 4000 metros de altura y Escuela de sordos (2013, Ada Frontini) la actividad de una maestra para chicos sordos e hipoacúsicos vinculada a la vida cotidiana, incluyendo una escena final en la que le enseña a un alumno adulto a enviar mensajes con su celular. La toma (2013, Sandra Gugliotta),  Después de Sarmiento (2015, Francisco Márquez) y La escuela contra el margen (2018, Diego Carabelli y Lisandro González Ursi) ponen el foco en colegios secundarios porteños, exhibiendo agitados debates en centros de estudiantes y rispideces entre barrios o entre docentes y alumnos, mientras el semidocumental Las calles (2016, María Aparicio) recrea las entrevistas a los pobladores de Puerto Pirámides organizadas por docentes de una escuela secundaria de esa localidad chubutense para elegir nombres para las calles con el apoyo de autoridades municipales (“la más democrática de las acciones que uno pueda imaginar”, en palabras de Osvaldo Bayer, que aparece fugazmente en el film). Difícilmente Jacinta Pichimahuida hubiera imaginado a adolescentes defendiendo enérgicamente sus ideas ante sus profesores o comunicándose con pequeños teléfonos, y ni hablar de ver a Sarmiento representado con gorrita y auriculares, como luce en el afiche de Después de Sarmiento.
El controvertido prócer sanjuanino es una de las referencias que aparecen en otro documental valioso y poco difundido: Escuela Normal (2012, Celina Murga), que reúne miradas, risas, momentos alborotados y conversaciones informales en el interior de un establecimiento educativo paranaense (el primero de este tipo fundado por Sarmiento, en 1871), del que fue alumna la realizadora. Un ensayo que indaga tanto en los contenidos y valores que se enseñan en las aulas como en el ejercicio de la convivencia que, diariamente, se pone en práctica allí, con un emotivo desenlace: una reunión de veteranas egresadas recordando y cantando espontáneamente el Himno a Sarmiento. Ese himno que, en una de sus estrofas, se dirige al legendario educador y hombre de Estado agradeciéndole, porque a la niñez “al darle el saber, le diste el alma”.

Fernando G. Varea

Texto publicado, con otro título y un párrafo introductorio diferente, en el diario La Capital de Rosario [ver aquí]
Imagen: Fotograma de La escuela de la señorita Olga.