Beatriz Guido: aquellas historias, aquel cine

Hija del arquitecto Ángel Guido y la actriz Berta Eirin, Beatriz Guido nacía en Rosario el 13 de diciembre de 1922. Después de vivir en la ciudad santafesina los años de su infancia y adolescencia –fue alumna del colegio Nuestra Señora del Huerto y, más tarde, estudió Filosofía y Letras en el Consejo de Mujeres–, continuó sus estudios en Buenos Aires y en Roma, vinculándose con distintas personalidades de la literatura argentina y europea. A los 25 años publicó su primer libro (Regreso a los hilos) y tres años después se casó con Julio Gottheil, aunque fue Leopoldo Torre Nilsson el compañero de su vida, después que éste le pidiera escribir una secuencia para su película Días de odio (1953) y llevara al cine en 1956 su novela La casa del ángel, que había ganado el concurso Emecé. Intensa, fructífera y discutida ha sido su colaboración con LTN, hasta la muerte del director en 1978. Al cumplirse el centenario del nacimiento de la imaginativa escritora y guionista, rescatamos para Espacio Cine una entrevista que le realizaron en 1985 en España, tres años antes que falleciera. 

El cine argentino como rompecabezas

  • Julio de 1975: la revista de espectáculos Antena publicaba los resultados de una encuesta entre especialistas para elegir las mejores películas argentinas de la historia. Los votantes habían sido solo diez, todos críticos, periodistas, cineclubistas o investigadores: Domingo Di Núbila, Jorge Miguel Couselo, Alberto Tabbia, Roland, Salvador Sammaritano, Agustín Mahieu, Daniel López, Antonio Salgado, Carlos Ferreira y Néstor Romano. Con más votos (siete) resultó primera La casa del ángel (1956, Leopoldo Torre Nilsson), seguida (con seis) por La vuelta al nido (1938, Leopoldo Torres Ríos), Prisioneros de la tierra (1939, Mario Soffici), La guerra gaucha (1942, Lucas Demare) y Las aguas bajan turbias (1952, Hugo del Carril). Cinco votos obtuvieron Alias Gardelito (1961, Lautaro Murúa), Crónica de un niño solo (1964, Leonardo Favio) y La Patagonia rebelde (1974, Héctor Olivera). Con cuatro votos se ubicó después La fuga (1937, Luis Saslavasky) y, un escalón más abajo, con tres votos cada una, se situaron Así es la vida (1939, Francisco Mugica), El jefe (1958, Fernando Ayala), Los inundados (1961, Fernando Birri), Tres veces Ana (1961, David Kohon), La hora de los hornos (1966-68, Fernando Solanas/Octavio Getino), El romance del Aniceto y la Francisca (1966, Favio) y La tregua (1974, Sergio Renán). Finalmente, con dos votos, fueron mencionadas Puente Alsina (1935, José Agustín Ferreyra), Los muchachos de antes no usaban gomina (1937, Manuel Romero), Malambo (1942, Alberto de Zavalía), Tres hombres del río (1943, Soffici), La dama duende (1945, Saslavsky), La mano en la trampa (1961, Torre Nilsson), The players vs ángeles caídos (1969, Alberto Fischerman) y Nazareno Cruz y el lobo (1974-75, Favio). El director más votado había sido Soffici (13 votos), seguido de Torre Nilsson (12) y Favio (11). Puede advertirse que tres películas estrenadas durante 1974/75 merecieron dos o más votos; que eran muy valoradas algunas del período clásico con aliento épico o testimonial; y que La hora de los hornos y The players vs ángeles caídos (más marginales o independientes que las demás) ya eran reconocidas por ciertos críticos.
  • Probablemente ese antecedente llevó a que el Museo del Cine organizara una encuesta similar en 1977: no se sabe quiénes participaron ni cómo fue la modalidad, pero parece ser que debían elegirse solo películas estrenadas hasta la década del ’60: de otra manera no se explica que (así como se incorporaba a la decena de elegidas Fuera de la ley, de 1937, dirigida por Manuel Romero) no apareciera nada de Favio, Birri, Solanas o Murúa, directores prohibidos o exiliados durante la dictadura 1976/1983 (¿qué podía pasarle, por ejemplo, a quien se animara a votar en 1977 La hora de los hornos?); tampoco La Patagonia rebelde o La tregua, que por su temática, guionistas, actores y actrices dejaron de exhibirse durante esos años. Hasta Torre Nilsson y Del Carril –de los que sí había películas en la decena de las elegidas– estaban forzosamente apartados del medio.
  • Marzo de 1985: en una ceremonia en la sala Casacuberta del Teatro Municipal General San Martín, el secretario de Cultura de la Municipalidad, Mario Pacho O’Donnell, anunció los ganadores de “Las 10 películas argentinas más votadas por la crítica”, tal como se definió la encuesta producida, una vez más, por el Museo del Cine. Se proyectaron fragmentos de los films más votados y se entregaron plaquetas a los responsables o a las personas que los representaron. El encargado de Prensa del Museo, y de haber encuestado a los convocados, era el cronista Andrés Pohrebny. Con 55 votos, la más votada fue Prisioneros de la tierra, seguida por La Patagonia rebelde (52), La guerra gaucha (47) y Las aguas bajan turbias (45), irrumpiendo ahora en el 5º lugar Tiempo de revancha (1981, Adolfo Aristarain) (42). Les siguieron La casa del ángel (38), Los isleros (1951, Soffici) (32), La tregua (31), El romance del Aniceto y la Francisca (30) y El jefe (29). Los votantes habían sido 91 –nuevamente críticos, historiadores e investigadores–, de los cuales 19 no quisieron o no pudieron responder, y 2 lo hicieron fuera de la fecha de entrega, por lo que se computaron 70. Según contaba el periodista Fernando Brenner en la revista Humor Nº 146, cada uno debía votar veinte películas, sin orden de importancia. De Favio se habían votado los seis films que había realizado hasta ese momento y de Aristarain, cuatro (seguramente La discoteca del amor tuvo al menos un voto). De las directoras, solo dos tuvieron películas entre las elegidas (María Luisa Bemberg, con sus tres largometrajes, y Eva Landeck, con Gente en Buenos Aires), y de los documentalistas, tres (Birri, Jorge Prelorán y Juan Schroder). Brenner señalaba en su artículo, además, que “para sorpresa de algunos figura Armando Bo con dos (Carne y Sabaleros) y para alegría de todos no aparece con ninguno de sus casi 90 films Enrique Carreras”. Se sorprendía también porque entre las nueve películas estrenadas en 1984 que habían sido votadas figuraba Atrapadas (“¡para no creer!”), y que Don Segundo Sombra (1969, Manuel Antín) había recibido más votos que el Juan Moreira de Favio. Asimismo, se preguntaba si los pocos votos obtenidos por La fuga (Saslavsky) no serían  consecuencia de que muchos menores de 40 años no la habrían visto “pues no hay copia de este film”: como puede apreciarse, la necesidad de la preservación de nuestro cine viene de lejos. Brenner había participado en la encuesta, tanto como Hugo Paredero y Aníbal Vinelli (los tres periodistas de espectáculos en la revista Humor, los dos primeros aún en actividad),  aunque no daban a conocer sus listas individuales.
  • Agosto de 1999: con la adhesión de la OCIC y el Cineclub Núcleo, el Museo del Cine volvió a emprender una encuesta entre cronistas, críticos, investigadores e historiadores de cine para recabar cuáles son “los 100 mejores films argentinos del período sonoro estrenados comercialmente” (claramente, dejando de lado la producción del período mudo así como las producciones que no habían tenido un estreno comercial, entre las que podrían mencionarse Juan, como si nada hubiera sucedido, de Carlos Echeverría, o las de Jorge Acha). El Nº 4 de la revista La Mirada Cautiva, del Museo del Cine (dirigida por José María Poirier), publicado en septiembre de 2000, dio a conocer los resultados (en esos meses que transcurrieron desde la convocatoria hasta la publicación de la revista se estrenaron películas como Garage Olimpo y Nueve reinas, que por lo tanto no pudieron ser votadas). Cien personas respondieron a la invitación, “quienes debieron optar por un máximo de cien títulos cada una, sin orden de prioridad, acompañadas de una breve fundamentación”, definiéndose el resultado por la suma de votos de cada título. El 1º puesto fue para Crónica de un niño solo, de Favio, director que pudo colocar otras dos entre las diez primeras (El romance del Aniceto y la Francisca y Juan Moreira) y otras tres en el total de las cien (dejando de lado Aniceto, que todavía no había sido realizada ¿cuáles habrán sido las dos películas de Favio que nadie votó?). De Soffici también hubo dos en la primera decena y, por primera vez, un film dirigido por una mujer (Camila, María Luisa Bemberg) apareció entre los primeros cinco –aquí puede leerse el resto de las elegidas–. Los directores con más películas votadas fueron Torre Nilsson (7), Lucas Demare (6), los ya mencionados Favio (6) y Soffici (5), Bemberg (4), Carlos Hugo Christensen (5), Adolfo Aristarain (5), Leopoldo Torres Ríos (4) y Fernando Pino Solanas (4). Al comentar los datos resultantes en la revista, María del Carmen Vieites destacaba que figuraban entre los primeros puestos dos óperas primas de “jóvenes realizadores del reciente cine argentino”: Pablo Trapero (Mundo grúa) y Bruno Stagnaro/Adrián Caetano (Pizza, birra, faso). Luego, al señalar que las décadas con menos títulos elegidos fueron las del 30 y 40, se preguntaba: “¿Será porque la fragilidad del soporte y la desidia que nos condujo a perder un alto porcentaje de películas –sumada a la tradicional deficiencia en la conservación y restauración y a las dificultades que esto implica para difundir las que aún se conservan– nos impide ver o revisar los films más viejos?”. Dos detalles: cada una de las diez más votadas fue acompañada del fragmento de una crítica, y entre los votantes hubo gente de CABA, Rosario, Santa Fe, Paraná, Tucumán, Salta, San Juan, La Plata, Mar del Plata, Bahía Blanca y “provincia de Buenos Aires”, pero nadie de Córdoba.
  • Noviembre de 2022: sin que el Museo del Cine se interesara en hacer una encuesta similar a las de 1977, 1984 y 1999, un grupo de jóvenes críticos, de tres publicaciones especializadas (Taipei, La vida útil y La tierra quema), emprendieron el trabajo y lo hicieron más ambicioso o generoso: 546 fueron los votantes, sumando a críticos e investigadores también cineastas, directores de fotografía, artistas plásticos, actores, actrices y creadores de otras disciplinas artísticas, además de –curiosamente– un político y un filósofo. Sumado a esta desbordante carga de participantes el hecho de permitir que pudieran elegirse cortos y mediometrajes (hubo hasta quienes votaron programas de TV y videoclips), los resultados terminaron brindando amplio material para el debate. ¿Los razonamientos para organizar esta encuesta podrían haberse ajustado? Seguramente (evitándose la ambigüedad entre películas preferidas y mejores películas, por ejemplo). ¿El trabajo encarado resulta provechoso? Sin duda alguna, porque sirve –como los mismos impulsores expresan como deseo en su editorial– para “la divulgación de películas poco conocidas que vale la pena rescatar del olvido, ya sea por falta de acceso o conocimiento” (incluso agregaron links para verlas online). Lo paradójico es que, siendo la primera encuesta de este tipo que se realiza desde que existe internet, la dificultad para apreciar las diversas películas en óptima calidad sigue existiendo, por la simple razón de que (como me decía Fernando Martín Peña en esta entrevista) Argentina es, todavía, el único país sin Cinemateca. Volviendo a los resultados, algunos son para celebrar: que películas desaparecidas o invisibilizadas veinte años atrás hoy puedan verse y valorarse (Juan, como si nada hubiera sucedido, Los traidores, Ufa con el sexo, La civilización está haciendo masa y no deja oír); que películas mudas como El último malón (1917, Alcides Greca) aparezcan mencionadas; que el rosarino Luis Bras, pionero de la animación, haya recibido cuatro votos; que Fabián Bielinsky (1959/2006) figure con sus dos largometrajes y hasta un corto suyo. Al mismo tiempo, otros datos generan preguntas: La ciénaga (2001, Lucrecia Martel) es, indiscutiblemente, una gran película –incluso no porteña sino argentina–, pero ¿mejor que algunas de las dirigidas por Favio? ¿Merecen figurar Pizza, birra, faso y Silvia Prieto (1999, Rejtman) antes que Torre Nilsson o Hugo del Carril, o Esperando la carroza (1985, Doria) antes que Soffici? ¿Es justo que la obra de José Agustín Ferreyra haya merecido solo cinco votos, mientras que, por ejemplo, Vlasta Lah recibió 14? ¿No incomoda que El negoción (1958, Simón Feldman) haya tenido un solo voto y que otras películas valiosas por distintos motivos no hayan tenido ni uno (Tres hombres del río, El muerto falta a la cita, Danza del fuego, Ayer fue primavera, Esta tierra es mía, Nosotros los monos, El habilitado, La hora de María y el pájaro de oro, Piedra libre, Crecer de golpe, La isla, Evita [Quien quiera oír que oiga], Los días de junio, Hospital Borda, un llamado a la razón, Nadie nada nunca, Facundo, la sombra del tigre, Nietos [Identidad y memoria], Cándido López, los campos de batalla)?
    Mientras tanto: ¿qué hacer con estos datos? Ojalá sirvan para algo más que como divertimento (haciendo competir películas o directores) y para difundir títulos y nombres. Despertar en unos u otros las ganas de escribir sobre las más o menos votadas sería una consecuencia beneficiosa, tanto como estimular ciclos de cine (en festivales o en salas) y encuentros (en lo posible presenciales, no en redes sociales) para debatir sobre las mismas. Asimismo, sería interesante buscar y valorar a las que quedaron relegadas de este canon. Por otra parte, entre los votantes hubo algunos hacedores del cine argentino de décadas atrás (Ricardo Aronovich, Roberto Tito Cossa, Juan Carlos Desanzo, Félix Monti, Néstor Paternostro, Ana María Picchio): sería altamente provechoso entrevistarlos, lo mismo que a investigadores y críticos de importante trayectoria que también participaron, como Abel Posadas, Andrés Insaurralde, César Maranghello, Néstor Tirri y Rómulo Berruti.
    La encuesta 2022 implica, desde ya, un formidable encuentro intergeneracional, zanjando diferencias (logrando reunir a Juan José Campanella y Víctor Hugo Morales, a Jorge La Ferla y Marcos Carnevale) con el objetivo de pensar y compartir recuerdos y valoraciones sobre el cine argentino. Es más que bienvenida si se la considera un punto de partida, para continuar la tarea yendo hacia distintas direcciones.

Por Fernando G. Varea

37º Festival de Mar del Plata: los cinéfilos todos

Asistir a un festival como el de Mar del Plata implica –aún por sobre la responsabilidad del compromiso profesional– sentirse como un chico en un parque de diversiones, estimulado ante el dilema permanente de tener que elegir entre placenteras opciones, llevado por intereses personales tanto como por referencias, recomendaciones o incluso imprevistos. Este año, además, significó el regreso pleno a las salas, sin protocolos sanitarios de por medio, y en este sentido lo primero que merece señalarse es que se vivió intensamente la concurrencia y el interés de un público diverso, desde estudiantes de cine y jóvenes de distintas partes del país hasta personas mayores residentes en la ciudad (era notable cómo, en muchas funciones, podía verse a señoras con sus bastones o gente en silla de ruedas esforzándose por llegar a la sala del Auditorium u otras no más amigables con quienes tienen dificultades para subir escaleras).
Al mismo tiempo, es justo mencionar que, por la crisis económica (y por decisiones o consentimiento de autoridades políticas, del INCAA o del festival), se añoraron esplendores no tan lejanos. Un ejemplo: haber invitado al director estadounidense John Mc Tiernan como principal figura internacional puede discutirse, pero sin dudas suena a poco si se recuerda que antes de la pandemia estuvieron presentes Jean-Pierre Lèaud, Vanessa Redgrave, Vittorio Storaro o Paul Schrader. Hubo otros indicadores de este declive: menos películas, escasos eventos musicales o festivos, nada de becas o beneficios para los estudiantes de las distintas provincias (tampoco beneficio alguno para periodistas como quien esto escribe, más allá de la acreditación), todo lo cual no se evidenciaba hasta tres o cuatro años atrás.
Las películas que pude ver son producto de circunstancias varias. La española Alcarrás, de Carla Simón (parte de la sección Nuevos Autores), Oso de Oro en la última edición del Festival de Berlín, es el retrato de un grupo familiar signado por altibajos emocionales y contratiempos en una localidad rural de Cataluña. Con un ritmo y una sensibilidad que la vuelven física y comunicativa, recorre las situaciones que atraviesan los distintos integrantes de la familia, amenazada por el riesgo de no poder continuar trabajando en su granja debido a que el heredero del terreno desea abandonar el cultivo de duraznos y poner paneles solares. Si bien maniobra algunos tópicos muy frecuentados por el cine (los chicos envueltos en travesuras y disfraces, el abuelo entonando enternecido una vieja canción), abre zonas de conflicto sin caer en el patetismo o la crueldad, con chispazos musicales y la vitalidad que se desprende del ámbito natural donde transcurre. Detrás de la cámara inquieta, en busca de gestos y reacciones, se advierte una directora sagaz.
En la competencia Estados Alterados pudo verse Fogo-Fátuo, el más reciente film del portugués Joâo Pedro Rodrigues (Morir como un hombre), que había pasado por la Quincena de Realizadores en Cannes. Muy poco solemne, deslizando ironías sobre problemas ambientales, racismo y diferencias sociales, va del año 2069 al 2011 siguiendo los recuerdos de un rey que, siendo un joven frágil, supo convertirse en bombero, enfrentando burlas de propios y extraños, y de paso iniciando con un compañero afroamericano una relación de amistad devenida erótica (en la realidad o en sus fantasías). Momentos que recuerdan a El discreto encanto de la burguesía (1972, Buñuel) se combinan con bailes coreografiados con gracia, conciliándose candor con cierta audacia, en un film ligero, bello a su manera, en buena medida por el trabajo del gran Rui Poças en la fotografía.
La boliviana Los de abajo, escrita y dirigida por Alejandro Quiroga, obtuvo el Premio a la Mejor Interpretación de la Competencia Internacional para Sonia Parada “porque con el peso de su presencia en pantalla eleva la narración con sensibilidad”: sin dudas, la actriz logra sacar un poco a la película de su dureza, de la rusticidad de sus personajes. Por encima del empecinamiento del protagonista por impedir lo que considera una injusticia (la construcción de diques en un paraje habitado por campesinos), bien podría verse como la lucha entre dos hombres que buscan salirse con la suya,  uno  con desesperada agresividad y el otro con los modales propios de quien sabe que tiene a su favor los recursos económicos para, a la larga, ganar la partida. La factura técnica es notable pero el guion reúne tópicos ya gastados, desde la sencillez del pequeño hijo (previsiblemente débil y deseando un juguete que, en algún momento, recibirá) hasta la forma elegida por su padre para descargar su bronca, e incluso la resolución del film, que va desentendiéndose de algunos antiguos resentimientos enquistados en la comunidad, simplificando complejidades en busca del efecto dramático.
El premio a Mejor Película de dicha sección fue para Saudade fez morada aquí dentro (Haroldo Borges), que también ganó el Premio del Público. El extrovertido director y parte de su equipo, al presentarla, hablaron de la alegría del triunfo de Lula Da Silva (levantando aplausos del público argentino) y los problemas de ceguera que fueron afectando a mucha gente en Brasil en los últimos tiempos, sin aclarar si se referían a algo más que lo que sugiere esa expresión como metáfora. Lo cierto es que la película, sin mencionar a Bolsonaro o hechos de actualidad, es política y oportuna porque, como consideró el jurado, retrata “con belleza y verdad una historia dramática que nos muestra que cuando las personas se preocupan unas por otras, hay esperanza”. Sin recovecos narrativos ni actores profesionales, convierte un tema digno de un telefilm lacrimógeno –un adolescente que debe afrontar la pérdida de la visión– en algo muy vivaz, ocupando también su lugar en el relato el cariño del joven protagonista por dos chicas que posiblemente no estén muy interesadas en los varones, sin que aparezcan definiciones ni frases terminantes respecto a la sexualidad, la familia, su vocación por el dibujo o el fútbol. La alegría de poder valerse por sí mismo (en este sentido, una secuencia en la que queda solo en un lugar apartado, al costado de un arroyo, es ejemplar) y de contar con otros (como un joven y providencial profesor) parece ser lo que importa. No evita la conmoción que depara un momento determinante, pero tampoco se regodea en el sufrimiento, envolviéndolo todo con la frescura de Bruno Jefferson (quien baila, mira, se enoja, ríe o llora con convincente naturalidad) y el resto de los pibes (que encarnan a su hermano menor y a sus compañeros y amigas). Es un film si se quiere narrativamente convencional, pero vívido y noble.
Una de las funciones que convocaron más espectadores era la que reunía cuatro cortos de directores prestigiosos, en la sección Autores. Las pupilas, de la italiana Alice Rohrwacher, sobre las niñas de un internado católico en tiempos de guerra, está realizado con indiscutible encanto, la ajustada actuación de Alba Rohrwacher y Valeria Bruni Tedeschi, y ambientes y sensaciones de cuento navideño, aunque procurando más la simpatía que la ternura almibarada. El sembrador de estrellas, del español Lois Patiño, sumerge al espectador con efecto hipnótico en una sucesión de imágenes sugestivas y a veces superpuestas del Tokio nocturno, con un texto en off algo solemne. Camarera de piso, de la argentina Lucrecia Martel, defraudó a cierto público que lo esperaba con expectativa, pero –a través del personaje de una aprendiz de empleada de hotel preocupada por una crisis familiar, de pronto convertida en una huésped indiferente en medio de comodidades– resulta fiel a los temas y seres de los que siempre se ha ocupado la directora de La ciénaga (2001), dejando irrumpir el deseo o alguna manifestación de lo irreal. El último de los cuatro, Un sueño como de colores, de la realizadora y guionista chilena Valeria Sarmiento, es un breve documental sobre mujeres dedicadas al striptease, realizado en 1972, valioso en cierta manera por el contexto y la época en que fue realizado.
En Autores se pudo ver, asimismo, Pacifiction, del español Albert Serra. A lo largo de casi tres horas, el film acompaña a un representante del gobierno francés (Benoît Magimel) quien, sin perder nunca su estilo relajado y modales diplomáticos, conversa con diversas personas en alguna isla de la Polinesia francesa, algo inquieto por la desconfianza que le despierta suponer que algo (una posible prueba nuclear en el lugar, la rebelión o incomprensión de los pobladores y un grupo de militares) desestabilice el bienestar de lo que bien podría considerarse vacaciones en un lugar exótico. Su opaca secretaria y una delicada nativa transexual suman misterio, tanto como la música enrarecida y el desasosiego constante, convirtiendo esa zona cubierta de opulenta vegetación y oleaje azul en un estado de la mente o del sueño.
Premiado como Mejor Largometraje de la Competencia Argentina, Sobre las nubes (María Aparicio) es una propuesta sensible, más tibia que cálida. El joven cocinero de un bar, un ingeniero desempleado, una instrumentadora quirúrgica de modos elegantes (notable siempre Eva Bianco) y una chica que empieza a trabajar en una librería integran este cuadro humano de la ciudad de Córdoba, con una recolectora de basura como nexo entre sus historias. Los problemas que genera el trabajo (Tiempos malos ¿eh? dice alguien en un momento de esta película cuya acción transcurre en 2019), la soledad y los dificultosos vínculos, se expresan con una mezcla de refinamiento y melancolía, planos fijos que registran gestos y lugares de la ciudad, la atención puesta en hábitos cotidianos y el entusiasmo que pueden deparar el teatro, los libros, trucos de magia o un deporte. No hay estridencias (ni siquiera en los bares) y todos se ven demasiado pacíficos y amables, con un ejemplo máximo en el cándido muchacho encarnado por Leandro García Ponzo (hasta una agente de policía da una indicación en la calle casi con temor): esto hace que las gráciles imágenes en blanco y negro se diluyan en cierta blandura. Recuerda, en cierta manera, a algunos trabajos de otros directores cordobeses como Mariano Luque (Salsipuedes) o Santiago Loza (Malambo, el hombre bueno).
Te prometo una larga amistad, escrita y dirigida por Jimena Repetto, explora la relación de la escritora argentina Victoria Ocampo con el poeta y dramaturgo rumano Benjamin Fondane en los años ’30, con recursos poco convincentes: bromas en torno a los actores convocados para interpretarlos, ensayos y escenas improvisadas, junto con testimonios  a cámara o en off, de personas que los estudiaron o conocieron. Solo ocasionalmente asoma algún apunte valioso, el resto parece (o es) un bosquejo.
También integró la Competencia Argentina Juana Banana, de Matías Szulanski como guionista, editor, director e incluso actor. Quien la presentó en la función en la que estuve presente prometió risas pero no hubo ninguna, lo cual parece lógico porque se trata de una película casi dramática, en torno a una impulsiva jovencita que atraviesa accidentados castings para actuar en publicidad, relaciones no muy prósperas e inesperados cambios y mudanzas, entre idas y venidas en bicicleta. Cuando una mujer, al verla medio desarrapada en un colectivo, le da una limosna, la chica se ríe tan histéricamente como cuando le roban el telefóno por la calle o cuando un amigo le aconseja que debe pensar un poco más en los demás; del mismo modo (con excitación un poco desbordada) la toma y la sigue todo el tiempo la cámara. La aparición ocasional de Fabián Arenillas, como un conductor de remises con el que la joven entabla una amistad, aporta una cuota de profesionalismo y sobriedad en medio de la nerviosa catarsis juvenil.
Aunque con otro tono (más interesado en el encanto de sus personajes adolescentes), Sublime, ópera prima de Mariano Biasin exhibida en la sección Galas, también sigue los pasos de un protagonista intranquilo, en este caso un pibe incómodo por sentirse atraído por un amigo. Aquí no se trata de Córdoba sino de una ciudad de la costa atlántica, y es para destacar que –entre informales ensayos musicales y buenos sentimientos que se cruzan, salvo alguna pelea ocasional– el film va generando un clima afable, recordando por momentos al cine de Ezequiel Acuña. Incluye buenos trabajos de Marcelo Subiotto como profesor y Javier Drolas como padre. Lástima que varias veces amaga con finalizar y, cuando lo hace, opta por una resolución inesperadamente convencional.
Finalmente, dos nombres habituales en los festivales, Maximiliano Schonfeld y Martín Farina, dieron a conocer sus trabajos más recientes en la Competencia Argentina. Luminum, de Schonfeld, es un documental de poco más de una hora sobre dos mujeres (madre e hija) que estudian con fervor el fenómeno OVNI y llevan adelante un sencillo museo en la ciudad de Victoria. Sin rozar siquiera la mirada irónica sobre ambas, el director entrerriano vuelve (como en La siesta del tigre) a las historias de seres que salen de su vida cotidiana buscando (en la naturaleza, en el suelo o en el cielo, en la ilusión de hallar algo deseado o soñado) tesoros que los alejan de la angustia y la rutina. Algunos planos de la madre sonriente y pensativa, sin hablar, mientras viaja o permanece sentada en algún sitio, contribuyen a la sensibilidad de la propuesta, que no evita el sentido del humor y se acerca ligeramente a la ciencia ficción (o a la ficción, a secas).
El planteo de Náufrago, que Martín Farina dirigió junto a Willy Villalobos, es menos candoroso y más complejo. Dos terceras partes de la película son imágenes y sonidos que sugieren malestar aunque se advierta soledad, mar y playa: es la forma elegida para acompañar las cavilaciones de Villalobos, militante montonero en la Argentina de los años ’70, ahora habitando una sencilla casa en Cabo Polonio, Uruguay. El resto es su conversación con dos viejos compañeros, durante la cual brotan recuerdos, anécdotas y planteos sobre lo vivido en aquellos tiempos conflictivos (“tenía 22 años, pero era más viejo que ahora” dice uno de ellos). Revelador es ese último tramo, y curioso el film en sí mismo, por su búsqueda formal y dramática, por sus resonancias, por su invitación al debate sin ser didáctico.
Cabe agregar que el festival se propuso recordar a Leonardo Favio al cumplirse diez años de su muerte, y lo hizo con canciones suyas interpretadas en distintas oportunidades y sitios, así como con la exhibición de El dependiente (1967), que contó con la presencia de Graciela Borges, Juan Moreira (1972/73) y Nazareno Cruz y el lobo (1975). Haber visto Juan Moreira en la enorme pantalla del Auditorium resultó emocionante, y no es menor el dato que la misma noche emitían la película por un canal de la TV abierta y, sin embargo, la sala marplatense desbordaba de espectadores (un tema para discutir es la calidad de esa copia restaurada: dudo que sus colores y ensombrecimiento sean los mismos de la película original). También fueron un acierto los spots –aplaudidos por el público en todas las funciones– con distintos técnicos y actores contando anécdotas de sus trabajos con Favio.
De las charlas con maestros tuve oportunidad de asistir a la de Lita Stantic en el Museo MAR, moderada por un dubitativo Sergio Rentero. De entre las otras charlas y actividades especiales, cabe mencionar la presentación de los resultados de la encuesta de cine argentino organizada por Taipei, La Vida Útil y La Tierra Quema, sobre cuyos resultados escribiremos más adelante.
Lamenté perderme algunas cosas, como la exhibición de clásicos japoneses, pero un punto de alto disfrute fue haber visto los cortos mudos de Reneé Oro (Las naciones de América, El stati di Santiago del Estero) en el Teatro Colón de Mar del Plata, musicalizados por la banda argentina Tremor, fusionando folklore con técnicas digitales. Por eventos como ése –días después se sumó, también con música en vivo, una proyección en el mismo ámbito de Nosferatu– hacen que valga la pena asistir a un festival de cine.

Por Fernando G. Varea

Las claves de un éxito

Hace menos de dos meses me preguntaba en este texto por qué y cómo se había resquebrajado el largo y profundo vínculo del cine argentino con los ciudadanos, por qué había dejado de ser parte de sus conversaciones y su vida cotidiana para convertirse en atracción para pocos interesados. Sorpresivamente, el estreno a fines de septiembre de Argentina 1985 pareció contradecir esa idea, irrumpiendo como un verdadero fenómeno: salas colmadas, gente volviendo al cine después de mucho tiempo, lágrimas y aplausos en las distintas funciones, revuelo mediático por el éxito y la temática de la película, discusiones y recomendaciones en redes sociales.
Más allá de que –como dice el sabio dicho– una golondrina no hace verano, es para celebrar la repercusión de una película nacional a la que, como escribíamos aquí, si bien pueden hacérsele algunas objeciones, despliega corrección política y eficacia narrativa. Para encontrar los motivos de su repercusión tal vez sirva compararla con otros sucesos que hubo a partir de los años ’60, cuando ya el cine de los grandes estudios había declinado y los films más populares –exceptuando los destinados al público infantil o determinados productos exploitation– empezaron a ser casi únicamente los ligados a la aparición en pantalla grande de ciertos cómicos y cantantes.
Películas de directores cuyos antecedentes no permitían prever con certeza un suceso de taquilla y cuyo fulgurante estreno constituyó, en buena medida, un acontecimiento (como ocurrió con Santiago Mitre y su Argentina 1985) fueron el Martín Fierro (1968) de Leopoldo Torre Nilsson, el Juan Moreira (1972/73) de Leonardo Favio, y Camila (1983/84), de María Luisa Bemberg. Si bien la de Favio se diferencia por su singular enfoque y estilo, las cuatro coinciden en algunos puntos: nuestra historia o nuestra literatura como punto de partida; un importante despliegue de producción, técnico y actoral; el hecho de salirse del universo cercano y porteño para contar algo que abarca otros paisajes, vinculados a lo mítico y lo soñado (no tanto en la de Mitre); hay aventura, pasión y algún grado de rebeldía; también, un contexto socio-político que las ubica en sitios diferentes en los que estarían si se hubieran dado a conocer unos años antes o después (el onganiato, la asunción de Cámpora, la recuperación democrática y, en el caso del film de Mitre, la necesidad actual de reivindicar ciertos valores y de creer en las instituciones más allá de la crisis y las antinomias partidarias). Del mismo modo, y finalmente: asoma un sentimiento cercano al nacionalismo (para no utilizar el más arriesgado patriotismo), que en el caso de Argentina 1985 aparece ya desde su título y abarca la bandera desplegada por Chino Darín en el Festival de Venecia, la inserción de Inconsciente colectivo (de Charly García) en el conmovedor desenlace, y otros factores.
Todas o algunas de estas características servirían, asimismo, para otras películas nacionales destinadas al público adulto que fueron imprevistamente exitosas, como La Patagonia rebelde (1974, Olivera) o Tiempo de revancha (1981, Aristarain), ambas producidas por Aries. Más previsibles fueron los casos de la biopic estandarizada y espectacular El santo de la espada (1970, Torre Nilsson) y de otras ficciones de los ‘70 (incluyendo Nazareno Cruz y el lobo, de Favio en su etapa más encendida) o más recientes, muy calculadas o efectistas (de Tango feroz a Relatos salvajes y algunas dirigidas por Juan José Campanella). Entre las que superaron ampliamente el millón de espectadores puede recordarse La fiesta de todos (1979, Renán), visión triunfalista del Mundial de Fútbol ’78 y de la Argentina de la dictadura (entre cuyos actores, valga señalar, figuraba Ricardo Darín) y, apenas cuatro años después, el documental didáctico La República perdida (1983, Pérez), que –como la película dirigida por Mitre– estimulaba los comentarios y reacciones entusiastas del público.
En estos tiempos de streaming y acostumbramiento a ver películas sin salir de los hogares, Argentina 1985 suma un hecho significativo: devuelve a jóvenes y adultos la experiencia de reír, emocionarse, aplaudir y sentirse acompañados en una sala de cine, rodeados de otros espectadores, práctica que reapareció tímidamente a medida que fueron diluyéndose los peligros de la pandemia en desventaja con los eventos musicales y obras de teatro, que atrajeron inmediatamente al público.
La frutilla del postre es la necesidad de exhibirla fuera de las más poderosas cadenas exhibidoras: de esta manera, numerosas salas del país (algunas independientes, medio olvidadas o ninguneadas) se reactivaron, casi como ganándole una pulseada a las más grandes. Aunque detrás del film de Mitre hay productores y una distribuidora fuertes e internacionales, se está ante algo que –como ver ganar a la Selección Argentina de Fútbol u otro equipo deportivo que nos represente–, sin cambiar sustancialmente nuestras vidas, sentimos que nos reconforta y nos une.

Por Fernando G. Varea

Eficacia narrativa y corrección política

ARGENTINA 1985
(2021/2022; dir. Santiago Mitre)

¿Una película sobre los delitos, crímenes y desapariciones cometidos por la dictadura cívico-militar 1976/1983 que sea éxito de público en la Argentina de estos tiempos? ¿Una historia de suspenso, no exenta de humor, que emplea como material las dificultades para juzgar a los autores de ese plan siniestro? ¿Una ficción sobre un hecho histórico que, a su manera y sin dejar de seducir al público, reivindica la democracia y recuerda lo reparadora que puede ser la Justicia cuando puede y quiere? ¿Ricardo Darín encarnando a un decidido enjuiciador de aquellos horrores? ¿Cineastas identificados con la renovación que algunos llaman Nuevo Cine Argentino (Mitre, Llinás) involucrados en una película narrativamente clásica y didáctica, que no le escapa a los temas del cine de los años ’80 al punto de transcurrir en esa época?
Varias son las sorpresas que depara esta recreación de las circunstancias que rodearon el proceso judicial llevado adelante en Argentina en 1985, por el cual pudieron ponerse en el banquillo de los acusados –y finalmente ser condenados– los integrantes de las Juntas Militares que detentaban el poder hasta unos meses antes, un hecho inédito en el mundo.
Entre las particularidades de Argentina 1985 merecen destacarse su corrección política y su habilidad para no poder ser utilizada como vehículo de reivindicación de alguna de las corrientes políticas que, en los últimos años, levantan agitadas discusiones (o, mejor dicho, acusaciones) a través de discursos crispados, tuits y apariciones en TV: todas las referencias a los acontecimientos reales, al presidente de entonces Raúl Alfonsín y al peronismo de los años 70/80, son discretas y cuidadosas. Esa cautela, ese delicado equilibrio, afortunadamente no impide que en un momento se mencione la cifra de desaparecidos que hoy algunos cuestionan, que aparezca en una grabación de la época la imagen de Estela de Carlotto, que ciertas personalidades sean mencionadas con nombre y apellido, que se deslice una referencia tal vez capciosa a la división de poderes (y que quien le quepa el sayo que se lo ponga), que se recuerde que nuestra clase media apoyaba los golpes militares, que se ironice sobre los fachos (término que hoy casi no se usa aunque los hay, incluso dentro de la política y del periodismo autoproclamado independiente), que en uno de los textos finales se mencionen las posteriores leyes de impunidad (fugazmente y sin entrar en detalles, pero no deja de señalarse).
Sea que haya existido la intención de alzar el recuerdo del Juicio a las Juntas para bajar al kirchnerismo del sitio en el que (razonablemente o no, sería tema de discusión) se ubicó en la Historia por su defensa de los derechos de las víctimas del terrorismo de Estado, o la de recordarle a la sociedad la importancia que tuvieron los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo (de 49 y 31 años respectivamente, cuando comenzaron su trabajo a comienzos de 1985), o simplemente la de conseguir un sólido producto cinematográfico rescatando un hecho histórico del que ninguna ficción se había ocupado antes, lo cierto es que Argentina 1985 es potente, seria sin ser solemne (y a pesar de la liviandad con que expone algunos acontecimientos), y, desde ya, más madura y responsable que otras exitosas películas argentinas recientes que maniobraron piezas de la sociedad argentina pasada o presente, como El secreto de sus ojos (2009, Campanella), Relatos salvajes (2014, Szifrón), El clan (2015, Trapero), El ciudadano ilustre (2015, Cohn/Duprat), El ángel (2018, Ortega) o La odisea de los giles (2019, Borensztein), todas ellas enviadas para representar a la Argentina en los premios Oscar, como ésta.
Su corrección abarca cada uno de sus rubros, incluyendo el trabajo general de los actores, pudiendo destacarse la frescura de Santiago Strasserita Armas, y exceptuando la ligera sobreactuación de Norman Brisky, ambos en personajes que son claramente creaciones de los guionistas para darle cohesión y atractivo al relato.
Es cierto que, así como al film le sobra profesionalismo, le falta algo de vuelo, de riesgo, aunque las películas anteriores de Mitre (con excepción, tal vez, de Pequeña flor) no se caracterizaban precisamente por su inventiva desde el punto de vista formal, además de ser más confusas ideológicamente. Pero no sería justo objetar su sobriedad y sus convenciones propias del film de juicios a favor de una buena causa (entendiendo como buena causa el propósito cívico que presupone). Un recurso visual que puede destacarse, en todo caso, es la inserción sutil de fragmentos documentales, casi confundidos con la representación dramática, en momentos puntuales. En esos instantes, la carga emotiva y la sensación de verdad crecen; lo mismo ocurre con el acertado modo con el que se presentan determinadas fotografías al final. Todo esto lleva a recordar, asimismo, que el material documental existe, aunque tuvo escasa difusión en los medios, fue utilizado para El Nüremberg argentino (realizado en 2004 por Miguel Rodríguez Arias y Carpo Cortés) y reaparecerá en El juicio, que prepara Ulises de la Orden.
Asimismo, sería improcedente criticar Argentina 1985 por el hecho de convertir la lucha por juzgar a los nueve ex comandantes de la dictadura en una suerte de aventura, si se piensa que la finalidad es que la gente recuerde, conozca o reflexione sobre lo que ese juicio histórico dejó como enseñanza y como shock. Lo discutible es el relativo protagonismo que da a los organismos de Derechos Humanos y a las distintas agrupaciones sociales que, ciertamente, tuvieron gestos tanto o más heroicos que Strassera, Moreno Ocampo, sus colaboradores y el propio Alfonsín, abriéndole paso a sus reclamos en medio de grandes dificultades. Más cuestionable aún resulta la manera con la que prácticamente elude la política económica de la dictadura. Alguien puede decir: no es el tema, pero ¿no es el tema? ¿Por qué no preguntarse los motivos por los que eran perseguidos encarnizadamente tantos militantes políticos, dirigentes sociales, gremialistas, obreros, estudiantes y opositores? ¿Acaso la incomodidad que le provocaba el proceso judicial al periodista Bernardo Neustadt era solo por su simpatía por los militares? ¿Qué intereses se protegían bajo la idea de luchar contra lo que se denominaba comunismo?
Vale una comparación con La historia oficial, la película dirigida por Luis Puenzo sobre guion escrito por él mismo junto a Aída Bortnik, que se estrenó (como señalábamos aquí) mientras transcurría el Juicio a las Juntas: Argentina 1985 luce no solo más aceitada narrativamente, sino que también implica un avance en cuanto al reconocimiento de que no hubo “dos bandos” o “dos demonios” sino un plan sistemático, más todo lo que Santiago Mitre y Mariano Llinás saben poner en boca de sus personajes. No obstante, en La historia oficial (más allá de que, por ejemplo, la confesión de Chunchuna Villafañe como víctima de secuestro y tortura conmocionaba más que la de Laura Paredes aquí) una de las Abuelas de Plaza de Mayo (inolvidable Chela Ruiz) tenía más diálogo y peso dramático que aquí las Madres, y había referencias claras a la complicidad y los beneficios de sectores del mundo financiero en esos años oscuros. Bastaría echar un vistazo a Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a trabajadores durante el terrorismo de Estado (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, 2015) –o al documental de Jonathan Perel que toma parte de su contenido, Responsabilidad empresarial (2020)– para recordar qué intereses económicos acompañaban (o se sostenían con) la represión. Tal vez si Mitre-Llinás hubieran incursionado más en ese punto, les hubiera resultado más difícil conservar la equidistancia partidaria que supieron conseguir.
Sin dudas, Argentina 1985 es un film lúcido y vigoroso, tanto como ameno, cuyo éxito de público en nuestro país –por la temática que aborda y la solvencia con que lo hace– es para celebrar. Al mismo tiempo, es de desear que no se lo instale como instrumento educativo para  estudiantes (como ya se habla), o para la ciudadanía en general, sin sumarle otra documentación, otros puntos de vista, otras películas.

Por Fernando G. Varea

El cine en Argentina, 1985

“Entre esos nueve militares juzgados por homicidios, privaciones ilegítimas de la libertad, torturas, robos y falsedad documental, entre otros delitos, hubo ayer dos sonrisas y dos trajes de civil. Las sonrisas fueron propiedad exclusiva, al entrar, de los almirantes Emilio Eduardo Massera y Armando Lambruschini. Los trajes grises representaron, se supone, una actitud política de los tenientes generales Jorge Rafael Videla y Leopoldo Fortunato Galtieri”: así empezaba su crónica sobre la 2ª etapa del juicio a los ex comandantes el periodista Sergio Ciancaglini en el diario La Razón, el 12 de septiembre de 1985. La nota finalizaba con el comentario de un jurista, escuchado en el lugar: “Recién se está en la punta del iceberg, o en la uña del monstruo”.
Desde abril hasta diciembre de ese año se sucedieron las audiencias, de las que daban cuenta los diarios y noticiarios, sin destinarle más espacio que a otras noticias. El 9 de diciembre se transmitió por Cadena Nacional la sentencia. Mientras tanto, buena parte de la sociedad argentina fue tomando conciencia de la gravedad de lo ocurrido en los años previos a través de la información irrefutable que surgía de los informes de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), creada por el presidente electo Raúl Alfonsín: valga recordar que el libro Nunca más, que reunía esa documentación, se convirtió rápidamente en best-seller.
¿Qué ocurría en esos meses con el cine argentino? ¿Qué películas nacionales podían verse y cuáles se rodaban? ¿Qué temores y deseos expresaban los trabajadores del medio audiovisual durante 1985? Recorriendo algunos recortes periodísticos, sorprende en primera instancia que nadie hacía mención directa al histórico Juicio a las Juntas, aunque –como no podía ser de otra manera– los testimonios y debates que se sucedían en el Palacio de Justicia de la Nación trascendían ese recinto.
DUELO Y EXPECTATIVAS. En febrero, los diarios hacían referencia a la exhibición en competencia en el Festival de Berlín de Contar hasta diez (1984, Oscar Barney Finn) y a la llegada a Buenos Aires de la actriz francesa Marie Laforet, parte del film franco-argentino Tangos – El exilio de Gardel, cuyos productores ofrecían tres meses después en el Cinzano Club un cóctel para celebrar la finalización del rodaje, donde su director Fernando Pino Solanas anunciaba que el montaje final se haría en Francia. Entre quienes brindaron esa noche alrededor de Solanas estaban los realizadores Fernando Birri, Hugo Fregonese, Juan Carlos Desanzo, Enrique Dawi, Raúl de la Torre y Gerardo Vallejo, y dirigentes del Partido Justicialista, como el diputado Julio Bárbaro.
El film escrito y dirigido por Finn era un drama familiar ambientado en 1979, discretamente dirigido y bastante conversado, en el que un joven (Oscar Martínez) sale en busca de su hermano desaparecido (Arturo Maly), a quien encuentra vivo pero perturbado, en un hospital, y que días después termina matándose. Se estrenó, con escasa repercusión, en mayo. En su crítica en Clarín, Néstor Tirri reflexionaba: “Esta y otras películas nacionales sobre la misma cuestión revelan, de distintas maneras, que los argentinos hemos vivido inmersos en una gigantesca y monstruosa trama policial (…) Los personajes se funden en abrazos emocionados con demasiada frecuencia, casi dando por sobreentendidas las causas de un duelo generalizado”. El largometraje de Solanas llegaría a las salas argentinas el año siguiente.
EL OSCAR QUE NO FUE Y EL QUE SERÁ. En abril el cine argentino cobró mayor protagonismo, ya que Camila (1983/84, María Luisa Bemberg), que el año anterior había sido un rotundo éxito de público, competía por el Oscar a Mejor Film en Idioma Extranjero –perdiendo ante un olvidable drama franco-suizo, Juegos peligrosos–, a la vez que se estrenaba La historia oficial (1984, Luis Puenzo, guion de Puenzo y Aída Bortnik), que debió ganar un par de premios en Cannes (incluyendo el de Mejor Actriz para Norma Aleandro) para atraer al público, algo reticente: aquí habíamos escrito sobre la trayectoria de La historia oficial cuando se repuso hace seis años, afirmando que “Fue la primera sobre el tema y la que más conmovió a públicos de distintos países, aunque no la mejor”. El tema era la adopción ilegal de hijos de desaparecidos, uno de los efectos de la dictadura cuyos responsables estaban siendo juzgados.
LIBERTAD, DE A POCO. El mismo mes se estrenó igualmente Adiós, Roberto… (1984, Enrique Dawi), de la que también podría decirse que fue la primera sobre el tema pero no la mejor; el tema era otro, nunca abordado de lleno hasta entonces: la homosexualidad. Aunque se trataba de una película estética y dramáticamente rústica, la imagen en su afiche de los protagonistas Víctor Laplace y Carlos Calvo deseándose con sus miradas indicaba que algunos tabúes iban perdiéndose. Cuando en la edición 2019 del BAFICI, dentro de una función que se denominó Trailers de medianoche, su trailer provocó risas, demostró que mucha agua había pasado bajo el puente (y que merecía, como señalábamos aquí, un comentario previo para contextualizarlo). La temática aparecía, de otra manera, en El caso Matías, un film más marginal que Aníbal di Salvo había filmado en 16 mm en 1983 y ahora se conocía en el porteño cine Plaza.
El 28 de abril Clarín publicaba una nota a Fernando Birri, que se declaraba entusiasta con la recuperación democrática: “La contracara fue el proceso militar –sostenía–, que superó al nazismo en barbarie sin ideas, sin planificación, sin más propósito que la represión y el exterminio”. Elogiaba, al mismo tiempo, la política “práctica y generosa” de Manuel Antín al frente del Instituto Nacional de Cinematografía.
En esos días, la promoción gráfica del film de humor picaresco El telo y la tele (1985, Hugo Sofovich, guion de Ricardo Talesnik) imaginaba la conversación de dos potenciales espectadores: Inflación, dólar, vencimientos, desestabilización… ¿qué hacemos? le preguntaba uno al otro, recibiendo como respuesta ¡Ma sí! ¡Olvidemos todo y matémonos de risa viendo El telo y la tele y chau! (preocupaciones tristemente similares a las de los ciudadanos argentinos de hoy). En los canales 7 (ATC), 11 y 13, en manos del Estado, se programaban ciclos de cine argentino que eran muy vistos en esa época en la que no era masiva todavía la TV por cable. La revista Humor bromeaba: “Terminó el ciclo (Raúl) De La Torre por Canal 13, dejando planteado un tremebundo interrogante: ¿por qué es tan malo el buen cine argentino?”. Esos ciclos muchas veces venían acompañados de rispideces: Armando Barbeito, por ejemplo, tuvo que renunciar ese año a sus funciones como director artístico de Canal 11 tras la desaparición de los rollos de El santo de la espada (1970, Torre Nilsson) y el despido de Raúl Carrel por permitir que La mala vida (1973, Hugo Fregonese) saliera al aire sin cortes.
LOS DÍAS DE FISCHERMAN, LAS PREOCUPACIONES DE OLIVERA. El 4 de mayo podía leerse en Tiempo Argentino una nota a Alberto Fischerman, satisfecho por haber conseguido que Norman Brisky volviera de Nueva York para protagonizar su película Los días de junio (1984, sobre guion de Fischerman con la colaboración de Marina Gaillard y Gustavo Wagner): “Con Brisky tenemos posiciones casi opuestas en el plano político –confesaba–, pero creo que es obligación de un autor la posibilidad de unirse y demostrar en la práctica que la unidad nacional no es retórica”. Los días de junio reflexionaba con adultez y calidad (con algunas secuencias notables) sobre las sensaciones despertadas por reencuentros, ideales y frustraciones generacionales, a través de cuatro amigos que vuelven a verse en el contexto de la Argentina convulsionada por la Guerra de Malvinas. En su crítica en Clarín, Jorge Miguel Couselo la destacaba como “una de las películas argentinas trascendentes de los últimos tiempos” y apuntaba que “juega símbolos e invoca nombres –Carlos Marx, Alfredo Palacios, Manuel Belgrano– sin definirse histórica e ideológicamente más allá del subjetivismo libertario”.
El 11 de mayo Tiempo Argentino publicaba una nota sobre sobre el rodaje de La muerte blanca (1985), una de las coproducciones exploitation del estadounidense Roger Corman en asociación con Aries, de Argentina. Su director, Héctor Olivera, protestaba: “Como la mayoría de los industriales del país, nosotros estamos viviendo uno de los momentos más críticos, y con una inflación tan galopante no se puede mantener una industria. En el año ’80 Aries producía ocho películas argentinas. Este año, si seguimos así, solo vamos a coproducir dos, y una de ellas será ésta. (…) Por supuesto que la recuperación del 10% que ha conseguido Manuel Antín desde el Instituto va a dar resultados. Pero eso será a partir del año que viene”. Contaba también que con Osvaldo Bayer estaban trabajando en la adaptación de la vida de Severino Di Giovanni, agregando: “Su personaje tiene una cierta similitud con muchos jóvenes argentinos, que hace quince o veinte años se enrolaron en el ERP o Montoneros, haciendo una causa violenta de un ideal”. La muerte blanca se estrenó en Argentina el 1º de agosto, en tanto el proyecto con Bayer nunca se concretó.
Entre mayo y septiembre se estrenaron cuatro películas basadas en conocidas obras literarias, buscando el impacto, el erotismo o la revisión apresurada de lo vivido en los ‘70: Luna caliente (1985, Roberto Denis, guion de Denis y José Pablo Feinmann sobre novela de Mempo Giardinelli), Flores robadas en los jardines de Quilmes (1984, Antonio Ottone, guion de Jorge Asís sobre su novela homónima), Tacos altos (1985, Sergio Renán con guion de Renán y Máximo Soto sobre cuentos de Bernardo Kordon), La cruz invertida (1985, escrita y dirigida por Mario David sobre la novela homónima de Marcos Aguinis). Esta última, que desaprovechaba un asunto relevante (las diferencias y choques entre miembros de la Iglesia Católica latinoamericana), se estrenaba con una curiosa advertencia: El contenido de este film puede perturbar a espectadores con sensibilidad religiosa. La crítica en el semanario El Periodista objetaba: “Si bien en varias de las recientes películas argentinas los grupos izquierdistas aparecieron retratados casi exclusivamente a través de sus matices frívolos e ingenuos, hasta el momento ninguna como La cruz invertida había brindado una imagen tan denigrable”.
EL RIGOR DE LAS PALABRAS. Represión, excesos, guerra sucia: los conceptos que se discutían en las intensas jornadas del Juicio a las Juntas surgían también en torno a determinadas películas argentinas.
El 29 de agosto se conoció la sanguínea El rigor del destino (1984, Gerardo Vallejo), a cuya avant première habían asistido, junto a actores y cantantes como Horacio Guarany, Facundo Cabral, Oscar Viale y Pepe Soriano, personalidades vinculadas al peronismo como José Rodríguez, Antonio Cafiero y Raúl Matera. Al escribir sobre la misma en Tiempo Argentino, el crítico Jorge Abel Martín se detenía en el diálogo del protagonista (Carlos Carella) con su nieto (Alejandro Copley), cuando le cuenta sobre sus antiguas luchas como obrero de un ingenio tucumano y le dice que tiene “un único enemigo: las alimañas, que a la inversa de las hormigas, laboriosas y respetables aunque alguna cosa nuestra se lleven, se quieren apoderar de todo y por eso aunque esto está mal, hay que matarlas. Esta dudosa teoría –puntualizaba Martín– se vuelve funesta en un país donde ya se ha matado demasiado a aquel con el cual no se podía hablar, porque pensaba distinto. Es más ¿las alimañas no podrían dar vuelta la tesis y matar otra vez a las hormigas?” A los pocos días, el diario publicó en su sección Carta de lectores el texto indignado de Miguel Nacul, apoderado de FOTIA, San Miguel de Tucumán: “No puedo pasar por alto la bofetada que sentí el día viernes 30 de agosto después de leer la crítica (si se puede llamar así) a la película nacional El rigor del destino”. Tras indicar que la vio dos veces y que en ambos casos hubo aplausos del público, se preguntó: “¿Será que estamos equivocados en amar lo nacional, y por eso lloramos (éramos muchos) con la primera película en mucho tiempo que tiene de protagonistas a nuestro pueblo, a su memoria y a sus aspiraciones tantas veces frustradas por alimañas que se comen nuestras vísceras?”
El producto sexploitation Sucedió en el internado (1985, Emilio Vieyra, guion de José Dominiani), sobre desmanes de distinto tipo del que son víctimas chicas de un colegio (María del Carmen Valenzuela entre ellas), merecía del crítico Ricardo García Oliveri el siguiente comentario en Tiempo Argentino: “El asesino resulta, como siempre, el que menos se piensa, y es castigado conforme a la ley, o por lo menos eso se supone. Pero con los otros son las propias alumnas que ejercen una insólita vindicta en la escena final. Allí aparece un costado ideológico del que hasta ese instante el producto carecía, y que se parece excesivamente a la filosofía de la represión, según la cual un exceso justifica otro”.
Consideraciones similares provocaba La búsqueda (1985, Juan Carlos Desanzo, guion de Lito Espinosa), policial protagonizado por una joven (Andrea Tenuta) empeñada en vengar la muerte de su padre, el suicidio de su madre y el shock psicológico sufrido por su hermano menor, tras ser asaltados y ultrajados en su casa familiar por una banda de delincuentes. La crítica de La Nación señalaba su “violencia de magnitud, tomada como incentivo para el entretenimiento pero descuidada en términos democráticos”, en tanto en la revista Humor era más minucioso el análisis de Alan Pauls, quien encontraba “ecos de una experiencia represiva muy reciente en la Argentina” y observaba que “si La búsqueda fuera un film inocente, su protagonista no recurriría a una palabra como guerra (políticamente tan connotada en estos tiempos) para describir el episodio que diezmó a su familia”. Pauls se detenía en la secuencia en la que la protagonista y uno de sus verdugos (Emilio Disi) discuten sobre la existencia o no de dicha guerra: “Este debate (guerra/no guerra), que está ahora en el corazón de la sociedad argentina, el film de Desanzo lo usa (el cine tiene ese derecho) pero lo despolitiza (en ese gesto asoma el fascismo), y policializándolo convierte ese debate político en una cínica crónica amarillenta, pretexto inmejorable para reivindicar la violencia individual como instrumento de redención y la confusión ideológica como principio”.
FILIPPELLI Y GETINO, DE REGRESO. En una entrevista del 2 de agosto para Tiempo Argentino, Rafael Filippelli y Emilio Alfaro se referían al film que estaban realizando en conjunto, Hay unos tipos abajo (sobre guion escrito por ambos junto a Antonio Dal Masetto), acerca del temor que empieza a invadir a un periodista (Luis Brandoni) que se siente perseguido en una Buenos Aires desangelada, mientras transcurre el Mundial de Fútbol 1978. A Filippelli no lo convencía la premisa Pasó esto y tenemos que dar cuenta de ello: “No es que esté en contra de esto, es una forma que fue necesaria», aclaraba, pero consideraba que ahora había que «colocarse detrás de los hechos. Ésta es la ambición de nuestra película: empezar a abandonar gradualmente el plano de lo político, aunque el film ocurra en el año 78, para ocuparnos del miedo y no de aquello que lo origina”. El film se estrenó el 26 de septiembre, y el mismo diario consignaba (bajo el título “Al estreno fue gente”): “Después, la taquilla demostró que Hay unos tipos abajo no tuvo todo el público que hubieran deseado sus responsables. Pero lo cierto es que la noche del estreno estuvo realmente concurrido, y que los asistentes cubrían, como suele decirse, un amplio espectro. Tanto como para que se vean juntos en una misma foto a Francisco Manrique y Marilina Ross”.
El resto de los estrenos –salvando algún caso como Bairoletto, la aventura de un rebelde (1985, Atilio Polverini/Sebastián Larreta), film fallido con aislados aciertos, que supieron rescatar críticos como Claudio España y Roberto Pagés– se nutría de mediocres producciones hechas al calor del destape que siguió a la abolición de la censura (Los gatos, Sin querer queriendo), moda a la que se plegó sin inconvenientes Enrique Carreras, quien ese año alternó Mingo y Aníbal contra los fantasmas (1985, con Juan Carlos Altavista y Juan Carlos Calabró, estrenada en las vacaciones de invierno pensando en el público infantil), con los chistes machistas de Porcel y Olmedo en torno a las curvas de Susana Traverso y Mónica Gonzaga en Mirame la palomita (1984, producida por Aries), y el chato sensacionalismo de Las barras bravas (1985).
En noviembre regresaba al país Octavio Getino: “Me fui el 8 de julio de 1976, un mes después de la desaparición de Raymundo Gleyzer», declaraba a la revista El Periodista, mencionando a un cineasta del que poco se hablaba y se sabía en esos años, y aseguraba: “La hora de los hornos sigue vigente”. Hacia fin de año se estrenaba también, en pocas salas, De este pueblo, que reunía un corto y tres mediometrajes documentales realizados entre 1983 y 1985 por Alberto Giudici, Tristán Bauer, Silvia Chanvillard, Marcelo Céspedes y Víctor Benítez, integrantes del Grupo Cine Testimonio, expresiones de un cine tan necesario como poco difundido.
EL ÉXITO EN CARROZA. En su balance del cine argentino 1985, Carlos Morelli en Clarín dictaminaba que La historia oficial había sido “la mejor”, seguida por cuatro “escoltas”: Contar hasta diez, Los días de junio, El rigor del destino y Hay unos tipos abajo, “expresiones de un cine de revisión y autocrítica, revelador de llagas abiertas, temores acaso subsistentes y desencantos aún por superar”. Destacaba aparte el “triunfo de campanillas” de Esperando la carroza (1985), que “divirtió con sus muecas y lucró con sus sobretintas”. Ciertamente, así como el éxito de aquellas había sido esquivo, todo lo contrario ocurrió con este film dirigido por Alejandro Doria, basado en la obra de teatro homónima de Jacobo Langsner, sobre los conflictos de una estridente familia ante una anciana fastidiosa e incomprendida (Antonio Gasalla). Dos meses antes de su estreno en mayo, Doria declaraba al mismo diario: “Pensé que en medio de problemas muy graves tenía la obligación de ayudar a la gente a reír”. Y ponía el dedo en una llaga al señalar: “Hay libertad temática, se puede filmar lo que se quiera. En cambio, no hay mejores condiciones económicas, ya que es muy difícil filmar y, más difícil aún, recuperar lo invertido. El INC no dispone de bienes propios, que va a ser ese 10 % de las entradas que tiene que volver al instituto y que se lo comió el señor Martínez de Hoz. Mientras no se arregle este hondo desajuste no se podrá fomentar debidamente al cine”. Entre los presentes en la avant première de Esperando la carroza en el cine Atlas Lavalle de la ciudad de Buenos Aires, además de intérpretes de la película como Gasalla (que asistió con su madre), estuvieron Fernando Birri, Duilio Marzio, Juan Carlos Calabró, Ana María Picchio, Graciela Alfano, Irma Roy, Amelita Vargas, Jorge Barreiro, Mario Sábato, Oscar Viale y Carlos Orgambide.
Casi un mes después que se conociera la sentencia y condena a los ex comandantes de las juntas militares, se estrenó La República perdida II (1985, Miguel Pérez, producción del dirigente de la UCR Enrique Vanoli, con textos de María Elena Walsh). Curiosa su fecha de estreno (1° de enero), tratándose de un documental que –aunque discutible en la selección y presentación de su material– era directo y angustiante en su crítica a la reciente dictadura. El dato puede ser también un indicador del momento histórico único que se atravesaba, con un claro interés de la gente por saber más y mejor de lo ocurrido en los años previos; de hecho, pronto Aries se abocó a producir La noche de los lápices (Héctor Olivera), reconstrucción dramática de la represión sufrida por siete adolescentes platenses que luchaban por el boleto estudiantil una década atrás, con Pablo Díaz (el único sobreviviente) asesorando el guion. Pero esto ya fue en 1986: nuevos avances y retrocesos sobrevendrían, en el orden institucional y cultural, mientras seguiría resonando la voz decidida del fiscal Julio César Strassera al cerrar su alegato: Señores jueces: Nunca más. 

Por Fernando G. Varea
Imágenes: Alusiones sarcásticas por el premio Oscar no ganado por Camila y por la televisación del Juicio a las Juntas, publicadas en revista Humor en 1985.